Catalina Tamayo
Sábado, 24 de Abril de 2021

La tienda

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“Salve, Señora, gozo del sabio, Sencillez, vástaga de la sabiduría: quienes siguen la senda de la justicia honran tu virtud” (Diels. Poet. Philos. Fragmenta)

 

 

Cerca de la gran plaza de Atenas, uno de cuyos costados estaba porticado, en una calle adyacente, desde donde se podía ver la acrópolis, sede de los templos, como el Partenón, tenía un librero su tienda.

     

Al lado mismo de la puerta, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, se encontraba un hombre leyendo un libro. Era un hombre de cuerpo flaco, pero de piernas gruesas; parecía bajo; tenía la piel oscura. Un hombre desgarbado al que acabarían poniéndole el sobrenombre de ‘el sarmiento egipcio’. Pero se llamaba Zenón, y en el futuro se le conocería como Zenón de Citio, pues era de Citio, una ciudad de la costa sur de Chipre.

     

Esa mañana, de madrugada, había llegado a Atenas. El azar lo había traído a esta ciudad. Era un comerciante. El barco en el que viajaba, que venía de Fenicia y traía su cargamento de púrpura, naufragó ante el Pireo, que con su fortificación, iniciada en el año 493 a. C. por Temístocles para proteger a la flota ateniense, se había convertido en puerto de Atenas, a pesar de que no se veía desde esta ciudad, pues distaba de ella 40 estadios. Entonces, subió a Atenas por el mismo camino por el que subía hacía más de un siglo a diario Antístenes para reunirse con Sócrates en la plaza pública.

 

Antes de llegar a la plaza, se encontró con la tienda de este librero. Movido por la curiosidad, entró, y por un dracma, el precio por el que decía Platón en la Apología que se podía adquirir cuando él era joven en la orquesta –lugar del ágora donde se compraban y se vendían libros– cualquiera de los libros de Anaxágoras de Clazomene, donde ya se podía leer que el Sol y la Luna no son dioses, compró Las Memorables, un libro de Jenofonte que habla sobre Sócrates. Después de un largo tiempo de lectura, le preguntó al librero dónde podía él encontrar hombres así, como este Sócrates. Por suerte, pasó por allí Crates, barrigudo y algo contrahecho, que pertenecía a la secta del perro, y el librero entonces lo señaló con el dedo índice y le dijo. “Sigue a ese hombre”.

  

Zenón obedeció al librero y marchó detrás de Crates. Mientras lo seguía, en su cabeza se mantenía fresco el diálogo entre Sócrates y Aristipo que encontró en el libro segundo de Las Memorables. De entre todas las palabras que le revoloteaban, como mariposas de colores, había dos que brillaban especialmente: ‘placer’ y ‘moderación’. Aristipo, el fundador de la escuela de Cirene, decía, anticipándose a Epicuro, que el placer –el placer corporal– es el fin de la vida humana. A este hedonismo crudo, brutal, Sócrates oponía la moderación, y sostenía que el bien del hombre estaba no en la buena mesa ni en el goce del sexo sino en la vida sencilla de quien por medio del autodominio logra ser dueño absoluto de sí mismo y de su destino.

    

 Antes de entrar en el ágora, Zenón ya conversaba con Crates. Crates era también un meteco como él; había nacido en Tebas, y es posible que, tras la destrucción de esta ciudad en el año 335 a. C. por Alejandro Magno, hubiera huido a Atenas, donde llevaba una vida de exiliado, manteniéndose con lo mínimo, como podía. No obstante, corría el rumor de que era un hombre adinerado que cuando conoció a Diógenes de Sínope –un Sócrates enloquecido le llamaba Platón– arrojó todo su dinero al mar y se hizo su discípulo. Pero quién sabe cómo sucedieron las cosas en aquel tiempo ya tan distante de este nuestro. Con todo, de lo que sí hay constancia es de que Crates fue, al menos durante unos años, maestro de Zenón.

     

Esa misma mañana, paseando por la estoa o el pórtico de la plaza de Atenas, donde años más tarde él se reunirá con sus discípulos, recibió la primera lección de Crates, quien, vigorosamente pero con más recato que los demás cínicos, le decía que la filosofía lo había arruinado, pero que a cambio le había permitido entrar en la ciudad de Pera, un paraíso interior, donde reina la paz, y no hay que preocuparse por nada, porque para vivir bien allí no se precisa de sandalias, manto, criados, casa amueblada, vino dulce o golosinas, sino que basta con un puñado de altramuces, esos frutos silvestres –algo amargos– por el que los hombres no se pelean. Esta ciudad, fenicio, continuaba el de Tebas, donde la vida es sencilla, resulta inexpugnable a la Fortuna, accesible a los modestos, pero se halla vedada para el disoluto, para ese que se solaza en el banquete y entre las nalgas de las heteras. En Pera, fenicio, serás libre, y también feliz, algo que no habrías conseguido ni en la Academia ni en el Liceo, aunque les pese a Teofrasto y a Jenócrates; y si no me crees, cuando nos encontremos con mi discípulo Metrocles de Meronea, pregúntale, y verás cómo él, que antes de estar conmigo estudió en estas escuelas, te confirma lo que te estoy diciendo. No obstante, en tu mano está el filosofar, pues yo no te obligo a nada, los dioses me libren de ello. Yo solo te muestro.

     

Desde entonces, y durante un tiempo, Zenón, movido no solo por sus ideas sino también, y sobre todo, por su comportamiento, como ya había hecho en su día Antístenes con respecto a Sócrates, siguió a Crates. De esto nunca se arrepintió, y así, en una ocasión que escuchó hablar a alguien de su naufragio, se expresó de este modo: “Bien hecho, Fortuna, por empujarme hacia la filosofía”.

 

 

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