Esteban Carro Celada
Domingo, 25 de Abril de 2021

Pandeirada en prosa para los vendimiadores de Cacabelos

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Cuando la última curva de la carretera nos deja en Cacabelos, ya no se pueden echar los frenos a los ojos para apartarlos de tanta belleza, que no araña, sino que nos devuelve el corazón como una lanza. Cacabelos no debe ser una quisicosa en el camino, porque en ella hay uno de los mejores vinos del mundo, que discurre por los mostradores, por las bodegas, por las mesas de los restaurantes y hasta se hace perfume en los más inesperados lugares.

 

Uno diría que Cacabelos tiene sus coordenadas. Echa al aire, casi llano, su vuelo de palomas, las cumbres casi femeninas de sus suavísimos altozanos y se acerca al agua de su río Cúa; el vino se hace presente, en casi toda su historia y hasta en la profundidad de su nueva dimensión actual.

 

Cacabelos para mí es casi una ensoñación vegetal, no solo en la vid sino la renovada presencia colorida de las cerezas, la amarillez suave, casi almibarada, de un cuadro de Fra Angélico, con sus melocotonares, al vértigo volador de las truchas, el voladizo de sus balcones. Como todo pueblo tiene su teoría y habrá que construirla, sin duda, sobre el pivote del vino. En torno a los viñedos, las cepas, las cooperativas, las bodegas será muy interesante para interpretar Cacabelos.

 

 

El vino alegra y más este de Cacabelos

 

Cacabelos, con sus vinos, con sus frutas, se hace presente y visible en media España, y en un tercio de América. Por eso es posible llevar a la garganta el sabor de la tierra de Cacabelos, a diferentes niveles de gusto.

 

Por su historia, por el cultivo de su tradición vinácea es algo así, como una acumulación de cultura, de cultivo, de civilización. Los pueblos más despiertos han mantenido una larga memoria de tradiciones vinícolas. Y no es que Cacabelos sea una villa dionisiaca. Pero desde luego Noé se acerca a algunas barbas fluviales de retablos.

 

De la isla de Chíos, o de la Rocca di Papa o quizá de Grottaferrata trajeron injertos los romanos que trocaron por estas colinas de montuosa suavidad, la dulcedumbre turbadora, la seriedad de un vino, perfectamente honrado, como buen leonés.

 

Hoy Cacabelos ha logrado darnos una nueva imagen, más anchurosa, también palpable en la línea de lo que al hombre le hace distraerse o alegrarse. El vino alegra. Y más, este de Cacabelos, chispeante, tenazmente profundo, con un color envidiable, que tiene matices de muchacha del Arcipreste de Hita, pero también acordona ahora sus campos de plantaciones de tabaco.

 

Es muy posible que podamos decir:

-Este humo nació de una tierra cacabelense.

Y entonces lo notaremos en el regusto de un ‘Ducados’ de la marca más insospechada. Siempre de calidad humana.

 

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Vino tras el pulpo de Cacabelos

 

Charlando frente el ‘Gato Negro’ me decía no sé quién, hasta puede que fuera la voz de un modillón románico:

 

-Los cacabelenses son muy festeros, alegres, espirituosos, cordiales. Una especie de andaluces del Bierzo.

 

Y uno lo cree cuando viniendo del cementerio escucha a media mañana la cantarera de una mujer que entona su canción, mientras quienes pasan dialogan con ella. Como juglares de Alfonso X de Gelmírez.

 

He oído cantar en las bodegas y he percibido la generosidad brillante del vino cacabelense entre los ojos de quién, sin emborracharse, recitaba poemas y más poemas. Por eso el vino solo se entiende en función, delicadamente civilizadora. Y aquello lo era. Si lo sabré yo que pasé un momento delicioso, escuchando un recitado de Quevedo.

 

Cacabelos no es solo esto. Es muchísimo más. Solo recorrerlo, a través del tiempo y el espacio, nos dará nueva medida.

 

Con vinos tintos -un chato o un chiquito- se trasiega todo lo que a uno le pongan. Pero lo que aquí se endilga bien, a la puerta de las tabernas, es el pulpo. Y hasta este puntillo especialmente gastronómico, este irse la mano del pimentón, excita al vino.

 

-Son famosas las ‘pulpeiras’ de Cacabelos, me comentó otro ante un vaso que debía ser de Mencía, por lo negro.

 

Cantares gallegos y pájaros fritos son dos cosas que no se pueden perder en Cacabelos. Hemos pasado la línea de la influencia del castellano, y aquí el ‘ton’, el soniquete, la musiquita es gallega. Casi lo mismo que el vino. Gran parte se va Lugo y otro al Ribeiro. Los cacabelenses tienen en su garganta nada menos que ese fol agaitado de la morriña y la melancolía, que hay que despachar con el destierro de la niebla por medio del vino. Cacabelos se apunta así al sol de sus colinas suaves, soleadas, apenas erosionadas.

 

 

Gran señor para feriar

 

Cuando su paisaje se encrespa es que ha sido exaltado por el hombre defendiéndose en el Bergidum. O lo modificó o el mismo hombre extrayendo el oro que pone en pie de batalla millones de piedras, como una escuadra inerte del terciario.

 

Por lo demás es suavidad, acumulación. Cacabelos mantiene erguida su vocación de eje, su alta cumbre multisecular.

 

Cacabelos está en el Camino de Santiago, pero también ha sido lugar de cohesión temporal. Su posición histórica le pone en plan de gran señor para feriar. Es uno de los lugares del universo en que la no discriminación de calés y de los payos está perfectamente estructurada, sin problemas.

 

Las ferias de San Miguel, las de Mayo, las de Pascua de Resurrección, las que en diferentes días del mes se ofrecen en la rueda de noria del año, acumulan juntos su voluntad de intercambio. Y el sellaje de la compraventa, del trato, del pacto se hace cordial ante el ‘Fontounal’ o el ‘Bocovi’, y hasta, si la transacción ha sido notable, bien merece un ‘Laguas'.

 

Las ferias traen el intercambio, la comunicación, la charla. Es el hombre del comercio quien sabe ser acogedor. Desde siempre, las bodegas de los cacabelenses han estado abiertas para el sello de esos pactos, sin prisa, con alegría, con cordialidad, obsequiando vinos, convidando a todos. Es el vino, configurando la villa.

 

 

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A los esgavilladores buen vino

 

Hace tiempo que las vendimias en Cacabelos son una fiesta. No solo ahora, con la cooperativa, sino antes. Los quince días que duraba traía hacia aquí a millares de muchachos que bajaban de las montañas de Cervantes y de Burbia. Eran chicos, chicas y aún muchachuelos los que venían a vendimiar. Eran jornadas de algazara en que lo pasaban en grande y corrían sus grandes bailadas en la noche, recién venidos a las tierras de cascajo vendimiador. Luego dormían en los ‘pajeiros’. Otra forma de presencia, de rectoría sobre la región. Bajaban estos montañeses como quién va a la feria, esta vez a comer uvas, a ganarse unos cuartos, no sé si muchos. Y repetían la faena menos grata por la época de la arada, de la bina, por los meses de febrero o marzo. 

 

Aquí en Cacabelos por las ferias debió de inventarse ese refrán de "A los esquiladores, buen vino". Y la verdad es que en Cacabelos se ofrece buen vino a todo el que quiera libarlo casi litúrgicamente. Pero mucho más al que trabaja, porque el vino es para él como sangre, como engorde de sus venas, como profunda raíz de fuego, como suave manantial de longitud.

 

 

Don Jorgito y Jovellanos beben vino en Cacabelos

 

Aún es posible reencontrar tiempos pretéritos y sugestivos en algunas rúas de Cacabelos, como en la de Cimadevilla, Cuatropea, Los Peregrinos. Por alguna de sus calles medievales salen al paso los amplios portalones repletos de obscura invitación, con sus pollos donde quizás se sentó San Francisco de Asís. Bajo estos voladizos en los balcones pasó, caballero en su mula hacia Villafranca, el vendedor de biblias, Don Jorgito el inglés, va para 130 años y aquí echó una parrafada con el ventero y hasta su trago de vino. Antes Jovellanos, de la mano de los monjes de Carracedo, escribió deliciosas anotaciones sobre el vino erguido con que le obsequiaban en bodegas de la calle de Peregrinos, según cuenta, el enciclopedista en su diario de 1792.

 

Cacabelos es una villa penetrada de campo. A sus calles le llegan las profundas vaharadas naturales del maizal, con su barba chamuscada, como la de un mandarín, tan amarillo como la panoja. Por sus calles es posible adentrarse hasta penetrar interioridades. Casi las casas se respetan, como exentas, sin paredes medianiles punto y un callejón las cerca, de individualidad y de frescura.

 

Pasear por estas calles de peregrinos camino de Cimadevilla es toda una delicia. A más de encontrarse con inmensos girasoles, que aún no necesitan hisopazo ni réquiem, uno apunta hacia los escudos por donde vuela en piedra el valor de los cacabelenses.

 

Sus estrellas de piedra, las lunas, irrepetibles de ensueño. No andamos cinco pasos sin toparnos con vestigios de la vid y del vino. Por todos los lugares, anchas, anchísimas ventanas dobles, verdes rojas, despintadas o casi negras, por donde entraban los enormes cestos de uva hasta el lagar. Los grandes recovecos de guerreros metidos en su casco de piedra, parecen hablar ostentosamente, alegre y vitalmente, como quien ha tragado su vinillo. Y no es extraño.

 

(CONTINUARÁ)

 

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