Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 01 de Mayo de 2021

La Superliga

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El dicho popular afirma que una mancha de mora con otra se quita. Lo mismo sucede con nuestras pasiones. Si algo ha conseguido distraer del tono bronco y de gañanería barriobajera de la campaña electoral de Madrid, ha sido nuestra otra gran vehemencia: el fútbol. Ha bastado anunciar la creación de una superliga con los equipos más notorios  de Europa, entre ellos, tres españoles, para poner silenciador por unos días  al tabernáculo electoral de la política sin más arte que el berrido constante del… ¡¡y tú más!!

 

Fútbol y política, en su formulación de toque de rebato a las urnas, son los monopolios  reivindicativos dominantes por estos pagos. Movilizan más que cualquier otro fenómeno. Los estadios y los atriles de los mítines de partido son identidades  definidas del campo de combate  Los españoles nos tomamos la contienda como algo estrictamente personal o tribal, en el polo opuesto a otros paisanajes europeos que conviven con la discrepancia como parte fundamental de su existencia, incluso del acervo cívico.

 

Es más que síntoma que un país con una generación juvenil a punto de irse por el desagüe hacia la absoluta inanidad movilice más efectivos por la verbena futbolera y dicharachera de la política, que por las lacras sociales que le acosan. En un ámbito dominado por la impudicia de unas cifras de desempleo instaladas en porcentajes de país subdesarrollado, de éxodo alarmante de talento, de economía en caída libre, de corrupción política y moral, de precariedad como sinónimo de esclavismo tolerado en la legislación, de veto sistemático a la emancipación, a la vanguardia de la rebelión  que son los jóvenes, ni está ni se la espera en la legítima indignación, salvo que se cuestione una filosofía de ocio cervecero o el desahogo en las afueras del estadio en lo peor de la pandemia.    

 

El anuncio de esta superliga futbolística ha sido un prodigio de inoportunidad. La irrupción de la nueva oligarquía de multimillonarios, en un contexto premonitorio de pobreza universal por los aguijonazos mortales del virus. Por si no bastaran las crecientes ofensivas de la nueva  aristocracia del dinero, con absoluta anulación de derechos ciudadanos, como tan groseramente está empezando a practicar la banca, ahora disparan este torpedo contra uno de los desahogos más gentiles.

 

Sí, nadie puede dudar que una sucesión regular y repetida de enfrentamientos los titanes del fútbol, con plantillas dignas del orbe macroeconómico, es magno espectáculo. Pero ocurre que aquí se reedita el adefesio del despotismo ilustrado, el de todo para el pueblo, pero sin el pueblo. La ingente pasta prometida  contará y sonará en los bolsillos siempre llenos de la misma casta. De nuevo, pues, a las puertas de un círculo cerrado de insultantes fortunas.

 

Al futbol se le pasó el arroz romántico del borceguí y del orsay. Tiene un contenido poderoso, casi exclusivo de negocio. Las aficiones demandan fichajes espectaculares que se concretan en las cifras millonarias de la más pura ortodoxia de una inversión empresarial, es decir con voluntad inexcusable de retorno en rentabilidad. Pero es difícil concitar el feroz mercantilismo que ha propuesto la iniciativa con los sentimientos que encierra este deporte y que capitalizan las hinchadas en los graderíos, no los palcos. Circunscribir la nueva competición a una arena competitiva de elegidos tritura la maravillosa rebeldía ocasional de un débil asaltando la fortaleza supuestamente inexpugnable, por diferencia de presupuestos,  de un grande.

 

La Champions League se atiene bastante a lo propuesto. A partir de octavos de final es sota, caballo y rey en cuanto a aspirantes y países o ligas nacionales. Es botín a repartir entre españoles, ingleses, alemanes y algunas individualidades francesas e italianas, aburridas de imponerse machaconamente en sus torneos nacionales. 

 

Equipos, si no olvidados, arrumbados, como el Hamburgo, el Aston Villa, el Nottingham Forest, el Estrella Roja, el Celtic, el Feyenoord, el Benfica, el Steaua,  guardan en sus vitrinas la adorada orejona. Que el Panathinaikos, el Malmöe, el Borussia Möenchengladbach, el Eintracht Fráncfort, el Saint Etienne, y algún otro que me dejaré en el tintero, alcanzaron la final.  ¿Se puede negar que esta nómina es maravillosa utopía respecto del  modelo de competición propuesto?  Este engendro perpetuará la condición de ciencia exacta de las élites, cuando el auténtico sentimiento deportivo es lo que rompe con lo establecido por una simbiosis equitativa entre los atributos humanos y el peso de la cartera.

  

La superliga es una conjunción distópica de mercaderías sin heroica. Pesa más el dinero que la historia. Lo tangible que lo intangible. Soy de los que creo que cualquiera de los equipos citados arriba tiene más mérito, por ejemplo, que un Manchester City o un París Saint Germain, que nunca han sido campeones europeos. Se ganan el derecho al lugar por la cascada de millones vertida en petrodólares, divisa compradora de silencios y favores siniestros.  

 

La epopeya es grandeza reservada a los pequeños, a los que sacan fuerzas de flaqueza, a los que parten como débiles y triunfan. Son lo que hacen leyendas y mitos. La superliga sería hija única de las cuentas de resultados. Con el solo músculo del dinero podrá ser rentable, pero nunca guardará para sí la grandeza de un desacato a lo establecido por poderes, sin más hazaña, que la musicalidad estridente del tintineo de las monedas.

                                                                                                                     

     

 

          

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