Catalina Tamayo
Sábado, 08 de Mayo de 2021

No piedras, no balas

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“… la hermosa libertad de los seres racionales…”  (Kant. La paz perpetua)

 

No a la violencia. No a la amenaza. No y no, vengan de donde vengan. En ninguna profesión va en el sueldo el soportar violencia o recibir amenazas. Tampoco en la profesión de político. Si no nos gusta un político, no se vota, y se acabó. Pero no se le insulta, ni se le amenaza, y menos aún se le agrede. Y si alguien, algún bárbaro, lo hace, se condena.

     

Por eso, cuando aparecen las amenazas, y se presentan las supuestas pruebas, mientras no se demuestre lo contrario, hay que condenarlo. Hay que condenarlas rotundamente, con claridad, sin ambages de ningún tipo, cuantas veces sea necesario, independientemente de quién las haga y contra quién vayan dirigidas. ¿Acaso nos hemos olvidado ya de las bombas y las pistolas de otro tiempo no tan lejano? Cuando se amenaza a un hombre, se amenaza a todos los seres humanos. Cada uno de nosotros llevamos a toda la humanidad dentro: a los hombres de todas las razas, tendencias sexuales y creencias; en fin, a todas las variedades de persona que pueda haber.

     

Y tampoco se puede impedir a un partido político hacer en libertad campaña electoral. No se le puede tirar piedras. Que no; aunque las ideas que defienda sean contrarias a las nuestras, aunque lo hagan en nuestro barrio de siempre. Que eso no se puede hacer. Ningún barrio –ninguna parte de España– es el feudo de nadie. De ningún partido político. En cualquier lugar, cualquiera con la debida autorización puede hablar: tiene derecho a expresarse, y hay que dejarlo. Luego, le votaremos o no, porque también nosotros somos libres para votar, para votar a este o a aquel. Me viene a la cabeza esa frase que a menudo se le atribuye a Voltaire y que dice más o menos así: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a poder decirlo”.

     

Nada de esto cabe dentro del marco democrático. Como tampoco parece muy democrático promover un cordón sanitario para determinados partidos políticos. Se puede preferir no pactar con un partido político, pero no por eso hay que demonizarlo, bajarlo a los infiernos. Si es legal, hay que aceptarlo, no queda otra. Además, en España –sí, digo bien, España– cabemos todos, no sobra nadie. Ninguno es tan mal español como para dejarlo fuera, condenarlo al exilio. Todos somos españoles. Y más todavía, todos somos necesarios para hacer de esta España nuestra –otra vez la palabra España– un espacio de convivencia, donde ganamos todos. De verdad, ganamos todos.

     

Por eso, nadie debería apropiarse del concepto de España. Los de izquierdas son tan españoles como los de derechas. Y lo mismo se debería hacer con otros conceptos, como con el concepto de progreso. Para ser progresista no es necesario ser de izquierdas. Hay algunos de izquierdas –no quiero decir nombres– que presumen de progresistas, pero en realidad son bastante retrógrados; románticos, nostálgicos de otra época. También pasa algo parecido con el concepto de bien. No por ser de izquierdas se es mejor. No son los de izquierdas superiores moralmente a los de derechas. Izquierda y derecha: dos maneras de ver las cosas de la política. Pero una no es mejor que la otra.

     

En cambio, no ocurre lo mismo con el totalitarismo y la democracia. La democracia sí es mejor moralmente que el totalitarismo. Como es mejor la libertad que la esclavitud. Por eso ni fascismo ni comunismo, sino democracia. Condenamos a Hitler, pero también a Stalin. Condenamos a todos los totalitarismos. Ahora bien, porque alguien no piense como nosotros, no por eso es un fascista. Pero cuidado también, nadie está en posesión de la verdad, y por eso conviene escuchar a los demás y revisar nuestras ideas, pues pudiéramos estar equivocados. El sectarismo es malo, pero no menos malo es el dogmatismo.

     

Decimos también no a la tensión. No, no hace falta un poco más de tensión. La crispación sobra. Con la convivencia no se juega. La historia no se repite, pero por si acaso. En su lugar, se propone el debate, la discusión, donde se confrontan las ideas. Idas contra ideas, sí. Hombres contra hombres, no. Y sobre todo crítica, mucha crítica. Crítica con criterio. Criterio racional. Hay que decir basta a todo este enconamiento. Porque en política, el que no piensa como nosotros puede ser un adversario, pero no un enemigo. Pues no se trata de vencer sino de convencer.

     

No, esto no es equidistancia. Es decir las cosas como creo que son, conscientemente de que puedo estar equivocado. Conscientemente también de que quien no esté de acuerdo no por ello ha de ser un totalitario, ni un enemigo que hay que desterrar o abatir, sino alguien que ve las cosas de manera diferente a como yo las veo, y con el que, pese a todo, puedo perfectamente convivir, incluso pasar con él buenos ratos. Más aún, podemos llegar a ser amigos, buenos amigos.

 

 

 

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