Sol Gómez Arteaga
Sábado, 15 de Mayo de 2021

Los adioses

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El pasado fin de semana lo fue de espigas y de Memoria. De espigas por los paseos por el campo entre un vaivén verde -de un verde indefinible- de cebadas y trigos movidos por el viento. De Memoria porque el 8 de mayo a mediodía en la curva de Magaz, se rendía homenaje a treinta y cinco represaliados republicanos que fueron asesinados en la zona por defender la legalidad democrática. Acto altamente necesario para las familias de las víctimas que, aunque no va a devolver el agravio ni la orfandad vitalicia, ayuda en la gestión y digestión del dolor, del silencio, del vacío dejado por la ausencia, del trauma de heridas no físicas.

 

Acto altamente emotivo también, como todos los de este tipo. En ello coincidíamos en ese triángulo de la curva, ya vacío de gente, varias personas que hemos asistido a más memoriales. Ocurre que cuantos más testimonios e historias conoces más sensible te haces. Esto, además de positivo, es conditio sine qua non en el compromiso con la memoria. Si no se duele uno, si no se respiga, mejor poner el foco de atención en otra cosa.

 

Entre las distintas intervenciones que tuvieron lugar esa mañana, quiero destacar la lectura de la carta que leyó la nieta de Manuel Vega Fernández dirigida a su esposa. Una carta que, por desgracia, su destinataria no conoció, pues cuando llegó a manos de la familia ésta ya había fallecido. De profesión panadero -lo mismo que mi abuelo-, fue sacado de prisión y asesinado el 23 de septiembre de 1936. En la carta pedía que su anillo fuera para “cuando Pedrín” se hiciera mayor. El anillo tampoco llegó nunca a su destino.

 

Son justo las cartas de los condenados a muerte, último testimonio de su adiós definitivo, las que más nos acercan al sufrimiento de los protagonistas, nos ponen en su piel, nos hacen mirar a través de sus ojos, nos duelen de su trágico destino. En todas ellas veo características muy parecidas, aspecto que lejos de hacerlas menos valiosas da cuenta del sentir común de unos hombres y mujeres que se enfrentan a un destino que, ni por asomo, habían imaginado.

 

En  ellas se pone de manifiesto la inocencia y desconcierto ante la situación que padecen. No. No es fácil entender el veredicto atroz de una condena a muerte. “Que aunque no he hecho nada muero inocente”.

 

La culpa ante la tremenda responsabilidad de dejar a la esposa e hijos desamparados, indefensos, desatendidos, habida cuenta que, en muchos casos, los condenados son cabeza de familia: “Cuida a nuestros hijos que los llevo atravesados en el corazón lo mismo que a ti”.

 

La petición expresa de no guardar rencor: “No maldigáis a nadie y perdonad a todos como yo lo hago”. Esto, tratándose del último deseo de unos hombres y mujeres que van a morir y lo saben, refleja muy bien la pasta de la que estaban hechos.

 

Saldo de deudas que remiten al cumplimiento de deberes terrenales, apegados a la cotidianeidad de sus sencillas vidas: “Dile a tu hermano que recibí las veinticinco pesetas”, “Sacas la ropa al aire para que no se apolille”.

 

El ánimo que ofrecen para sobrellevar el peso de la desgracia que, como seres tocados por el misterio de la muerte, adivinan para sus familiares: “Ya que yo tengo la desgracia a ver si tu padre tiene más suerte que yo”.

 

Hay un deseo póstumo de ser recordados, para que así la muerte absurda, la muerte atroz, la muerte nunca imaginada, tenga al menos algo de sentido: “Conservad todo lo que os mando para que el día de mañana podáis decir que nadie lo borre”, “Que mi nombre no se borre de la historia”.

 

La plena consciencia de que la vida se acaba para ellos, “Esto os lo digo a las cinco de la mañana y a las seis ya estoy para el otro barrio”, que supone ese momento vertiginoso y sin retorno, “No te puedo poner más” del “Adiós para siempre”.

 

Mi padre, lo mismo que la esposa de Manuel Vega, no leyó nunca la carta de despedida del suyo, aunque sí sabía de su existencia. Supongo que porque no podría asomarse al abismo de crueldad que emergió en una época que no conocía de compasión. Hay adioses que cuesta demasiado digerir, hay adioses que duran más de lo que dura la vida.

 

Pienso en estas cosas mientras intento definir el color de las cebadas. No encuentro un objeto físico, material, con el que comparar ese color, pero sí una emoción: la esperanza. Del color de los trigos y cebadas de los campos de mayo son estos actos de memoria y remembranza que nos acercan un poco más a la reparación a Ellos debida.   

 

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