De los aplausos al insulto
![[Img #53971]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2021/7416_angel-2016111319495119218.jpg)
Recién levantado el estado de alarma por la pandemia, sonó otra alerta por la supina estupidez de una supuesta minoría, aunque otros alegorizan una masa amorfa que despliega sus tentáculos hasta lo más hondo de la irracionalidad. Y para eso no hacen falta muchos, con unos pocos, basta. Lo del pasado fin de semana es lección práctica.
En el recurso tan español de buscar excusas que no escarben a fondo en los argumentos, para que lo abstracto parezca concreción, superada la sorpresa, si es que puede concebirse como tal, afloró la retahíla de explicaciones superficiales al desaguisado de las calles tomadas por hordas que han parecido medir la libertad, según la escala de reciente y triunfante eslogan partidista.
La muchachada española del capítulo del botellón y berrea, como paradigma de la diversión en libertad, deja el zurriagazo de algo mucho más profundo que el desahogo a casi un año de toques de queda que hicieron de las noches en España una mortaja para la diversión por sus múltiples y variados cauces, unos tranquilos, otros bullangueros, no pocos esperpénticos. El silencio y la oscuridad fueron dueños absolutos de horarios en penumbra que en nuestra idiosincrasia de socialización tienen abundante cuerda.
Pero nada de engaños ni de falsos asombros. Nadie con dos dedos de frente puede alegar inocente ignorancia a lo que estaba por llegar. Precedentes de fiestas clandestinas, recordatorios de los tiempos hampones de la Ley Seca, discurrían por doquier fin de semana sí, fin de semana también, incluyendo efecto llamada a la importación de descerebrados foráneos. Y a más: se teatralizaron panoplias de redadas policiales, sin la mínima credibilidad ante la opinión pública, de la punición correspondiente. Si eso no sirvió de advertencia es que estamos a un paso de la parábola de José Saramago en su Ensayo sobre la Ceguera.
Se activó el timbre del recreo, no legal, sino de vacío legislativo, a las medidas restrictivas. Las consecuencias adoptaron de inmediato la figura de un desatino. Pero antes, en las semanas previas al final del estado de alarma, se asistió a la irresponsabilidad política (una más) del continuo pasarse el marrón de una medida impopular del Gobierno Central a las autonomías y viceversa, con pretendido endose, de ambos, al poder judicial ¿Para esto piden el voto a cara de perro? La resaca de la campaña electoral y de los resultados en Madrid recrudeció la atroz percepción de dirigentes enganchados como yonquis a los veredictos de las urnas, prioridad insoslayable de sus quehaceres. La expectativa de voto manda con maneras despóticas en estos políticos raquíticos de magnanimidad o grandeza.
Las imágenes son elocuentes. La inconsciente algarabía de la bienvenida a este espejismo de libertad estuvo protagonizada por jóvenes de una generación que ha recibido la única pedagogía de la continua satisfacción de caprichos y gabelas. Los padres han abdicado de la condición de educadores para rendirse a un colegueo de pachanga irresponsable. Se hace complicado, viendo la manada de adolescentes en coma etílico, imaginar qué dique de contención albergan en el núcleo familiar. Puede servir de pista también el despojo de autoridad que se ha hecho a docentes, formadores que no educadores, en aulas y escuelas en aras a la ‘giliprogresía’ pedagógica que impera, la que posibilita a cualquier mastuerzo denunciar a sus progenitores y profesores solo por una regañina. En la sinrazón del pasado fin de semana, mucha de esta casuística pesa lo suyo.
Aguas más abajo todavía habrá que indagar en el quid sociológico de este país respecto a su comprensión del libre albedrío. Desatados de la soga de una dictadura, el eje de las libertades giró en torno a las de carácter individual, quedando en segundo plano las colectivas, más restrictivas. El festejo del derrumbe de cuarenta años de dictadura no estaba para poner lastres al feliz hallazgo de pensar y obrar por nosotros mismos. Ello puede explicar lo difícil que nos resulta aceptar como sociedad que la libertad propia concluye cuando empieza la ajena. Asignatura pendiente y que, a tenor de lo visto y padecido en esta pandemia, va para largo.
Hay una deuda pendiente. La más visible, con los sanitarios. Pero sin obviar a transportistas y empleados del sector alimentario, en sus vertientes productiva y comercial, que despejaron de los pésimos ánimos la tragedia añadida de un desabastecimiento de bienes esenciales. Merecen el respeto de la aceptación sosegada de medidas preventivas y curativas que no entienden de edades ni de clases; que están muy por encima de las ganas de juerga y liberación que todos estamos deseando explotar al despertar de esta pesadilla, pero no, todavía, en este letargo. La libertad expresada con estos excesos ofende el reconocimiento debido a los que guardan las trincheras, vitoreados cuando el miedo más apretaba. Una penosa travesía del aplauso al insulto.
ÁNGEL ALONSO
Recién levantado el estado de alarma por la pandemia, sonó otra alerta por la supina estupidez de una supuesta minoría, aunque otros alegorizan una masa amorfa que despliega sus tentáculos hasta lo más hondo de la irracionalidad. Y para eso no hacen falta muchos, con unos pocos, basta. Lo del pasado fin de semana es lección práctica.
En el recurso tan español de buscar excusas que no escarben a fondo en los argumentos, para que lo abstracto parezca concreción, superada la sorpresa, si es que puede concebirse como tal, afloró la retahíla de explicaciones superficiales al desaguisado de las calles tomadas por hordas que han parecido medir la libertad, según la escala de reciente y triunfante eslogan partidista.
La muchachada española del capítulo del botellón y berrea, como paradigma de la diversión en libertad, deja el zurriagazo de algo mucho más profundo que el desahogo a casi un año de toques de queda que hicieron de las noches en España una mortaja para la diversión por sus múltiples y variados cauces, unos tranquilos, otros bullangueros, no pocos esperpénticos. El silencio y la oscuridad fueron dueños absolutos de horarios en penumbra que en nuestra idiosincrasia de socialización tienen abundante cuerda.
Pero nada de engaños ni de falsos asombros. Nadie con dos dedos de frente puede alegar inocente ignorancia a lo que estaba por llegar. Precedentes de fiestas clandestinas, recordatorios de los tiempos hampones de la Ley Seca, discurrían por doquier fin de semana sí, fin de semana también, incluyendo efecto llamada a la importación de descerebrados foráneos. Y a más: se teatralizaron panoplias de redadas policiales, sin la mínima credibilidad ante la opinión pública, de la punición correspondiente. Si eso no sirvió de advertencia es que estamos a un paso de la parábola de José Saramago en su Ensayo sobre la Ceguera.
Se activó el timbre del recreo, no legal, sino de vacío legislativo, a las medidas restrictivas. Las consecuencias adoptaron de inmediato la figura de un desatino. Pero antes, en las semanas previas al final del estado de alarma, se asistió a la irresponsabilidad política (una más) del continuo pasarse el marrón de una medida impopular del Gobierno Central a las autonomías y viceversa, con pretendido endose, de ambos, al poder judicial ¿Para esto piden el voto a cara de perro? La resaca de la campaña electoral y de los resultados en Madrid recrudeció la atroz percepción de dirigentes enganchados como yonquis a los veredictos de las urnas, prioridad insoslayable de sus quehaceres. La expectativa de voto manda con maneras despóticas en estos políticos raquíticos de magnanimidad o grandeza.
Las imágenes son elocuentes. La inconsciente algarabía de la bienvenida a este espejismo de libertad estuvo protagonizada por jóvenes de una generación que ha recibido la única pedagogía de la continua satisfacción de caprichos y gabelas. Los padres han abdicado de la condición de educadores para rendirse a un colegueo de pachanga irresponsable. Se hace complicado, viendo la manada de adolescentes en coma etílico, imaginar qué dique de contención albergan en el núcleo familiar. Puede servir de pista también el despojo de autoridad que se ha hecho a docentes, formadores que no educadores, en aulas y escuelas en aras a la ‘giliprogresía’ pedagógica que impera, la que posibilita a cualquier mastuerzo denunciar a sus progenitores y profesores solo por una regañina. En la sinrazón del pasado fin de semana, mucha de esta casuística pesa lo suyo.
Aguas más abajo todavía habrá que indagar en el quid sociológico de este país respecto a su comprensión del libre albedrío. Desatados de la soga de una dictadura, el eje de las libertades giró en torno a las de carácter individual, quedando en segundo plano las colectivas, más restrictivas. El festejo del derrumbe de cuarenta años de dictadura no estaba para poner lastres al feliz hallazgo de pensar y obrar por nosotros mismos. Ello puede explicar lo difícil que nos resulta aceptar como sociedad que la libertad propia concluye cuando empieza la ajena. Asignatura pendiente y que, a tenor de lo visto y padecido en esta pandemia, va para largo.
Hay una deuda pendiente. La más visible, con los sanitarios. Pero sin obviar a transportistas y empleados del sector alimentario, en sus vertientes productiva y comercial, que despejaron de los pésimos ánimos la tragedia añadida de un desabastecimiento de bienes esenciales. Merecen el respeto de la aceptación sosegada de medidas preventivas y curativas que no entienden de edades ni de clases; que están muy por encima de las ganas de juerga y liberación que todos estamos deseando explotar al despertar de esta pesadilla, pero no, todavía, en este letargo. La libertad expresada con estos excesos ofende el reconocimiento debido a los que guardan las trincheras, vitoreados cuando el miedo más apretaba. Una penosa travesía del aplauso al insulto.
ÁNGEL ALONSO