Catalina Tamayo
Sábado, 22 de Mayo de 2021

Sorprender

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“Habrá pasado por la vida como si nunca hubiera pasado. Apenas se la recordará”

 

La estoy viendo. Ella no me ve a mí, ni siquiera se ha dado cuenta de que he llegado. No ha escuchado el coche ni la puerta de la calle. Ni mis pasos. Tiene ya el oído un poco duro. Los años. No obstante, es verdad, he entrado con cuidado de no hacer ruido. Con cierto cuidado también he llegado hasta aquí, donde me he encontrado la puerta del corral entreabierta, y en el último segundo me he detenido. Y me he quedado observando. Observándola. Como un furtivo que acecha su intimidad.

     

Está sentada en la silla cosiendo la red de los cerezos. A la sombra. Es verano; hace calor, bochorno. Estamos en la hora de la siesta. Todo se ha parado. Quizá el mundo también se haya quedado quieto. Silencio. Este es el mejor momento para hacer estas cosas. Ponerse a esto es su modo de descansar. De descansar del trajín de toda la mañana, de toda una vida, donde ha habido sobre todo trabajo, preocupaciones, estrecheces, abnegación. Amarguras. También, ciertamente, no ha faltado alguna alegría. Pero la alegría no dura nada, se desvanece enseguida, y de nuevo vuelve a quedar al aire ese poso agrio en el fondo de su ser. Ese poso que se ha ido haciendo con los años. Sedimento de detrito. Con todo, hay que tirar, tirar hacia adelante, como sea, hasta donde Dios quiera. No hay otra opción.

     

Mientras tanto, ese momento es suyo. Solo suyo. Y lo sabe. Se siente a gusto. Se siente bien zurciendo la red. A estas horas, ella sola. Se nota que se encuentra tranquila, en paz. No dichosa, feliz, desde luego, pero sí razonablemente contenta. Al menos de momento. De vez en cuando masculla algo que no se llega a entender. Piensa en alto. No sé lo que estará pasando por su cabeza. A qué idea le estará dando vueltas. Nunca lo he sabido. Y cuando he intentado entrar en su cabeza, o en su corazón, me he topado con rincones oscuros, a donde no llega la luz, y no hay manera de ver nada. De conocer de dónde viene y qué veredas sigue ese enfado que a veces le sale por los ojos. Que escupe por la boca. Esas sombras, en donde seguramente ni siquiera ella misma ve, y también se pierde, sin saber qué hacer.

     

Aún así, no se engaña, sabe de sobra que el zurcido no le está quedando del todo bien. Ella no es curiosa, no se le dan bien estas labores, delicadas hasta cierto punto. Es muy trafallona, como le dicen a menudo. Sin duda, otras mujeres lo harían mucho mejor. Pero, a pesar de su impericia, va logrando cerrar el desgarrón e impedir que el próximo año entren por él los tordos y coman las cerezas. Sin embargo, lo mejor, lo mejor de todo para ella, es que, como nadie la está viendo, puede hacerlo a su modo, como mejor le parece, sin tener que escuchar de nadie: “Lo haces mal, no aprendes, da igual lo que te digan, no hay quien te saque de la rodera”. Sin que nadie le recuerde lo mal que se le dan las cosas.

     

Cuando acabe, plegará la red, la meterá en el saco y la dejará en su sitio, ya lista para el año que viene. Después, estoy seguro, saldrá al huerto a acabar de mullir las fresas. De paso, mirará otra vez las patatas, los frutales, las parras, el rosal, todo. Todo, por si hay que sulfatar o regar algo.  A la vuelta, traerá un puñado de fresas y un ramo de gladiolos, tulipanes, rosas y lilas. Dejará las fresas en un plato y colocará las flores, también a su modo, torpemente, en un jarrón con agua, que lo pondrá encima del mueble del pasillo o sobre la encimera de la cocina. Entonces, toda la casa olerá distinto, a flores. A flores de verdad. Pero nadie se preguntará de dónde salieron esas fresas tan rojas, tan grandes, tan sabrosas, ni por qué la casa huele así de bien. Como tampoco nadie se preguntará dónde está la red y si ha sido o no reparada. Nadie. Nadie dejará caer una palabra amable.

     

Me retiro un poco para atrás, no quiero seguir viéndola. Cierro incluso los ojos. Pero no puedo dejar de verla. La sigo viendo sentada en la silla, en el huerto, en la cocina. La veo también en el campo, entre el polvo, sudorosa, y todo comienza a dolerme. Algo me quema por dentro. No quiero llorar, pero lloro. Lloro como un niño pequeño. Como aquel niño que se apretaba contra su pecho cuando se había caído y se había hecho daño. Lloro, pero ella no me ve, y no quiero que me vea. No quiero que sepa que lloro, y menos aún por qué lloro. No, no quiero.

 

 

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