El caballito
![[Img #54395]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2021/8831_caballarescanear0007.jpg)
“Yo las amo, yo las oigo
cual oigo el rumor del viento
el murmurar de la fuente
o el balido del cordero”
(Rosalía de Castro)
Ayer, cuando llegué a casa, me encontré en el salón, aún medio en penumbra, con un bulto negro. Después de reparar un poco en él, me di cuenta de que se trataba de algo envuelto en bolsas negras de basura. Le pregunté a mi mujer que qué era aquello. “El caballito, que lo voy a bajar para el trastero”, me respondió con naturalidad, sin darle importancia. Me quedé callado, como pensativo. Pero al momento reaccioné y le dije muy serio: “El caballito no se baja, se queda en casa, en la habitación de los niños, donde siempre ha estado”. Ella puso el grito en el cielo y adujo un rosario de razones por las que el caballito no podía seguir permaneciendo en casa: que si no había sitio, que si cogía polvo, que si ya no iba bien, que si todo eran trastos. Y por último remató: “Tú te crees que tus hijos todavía son unos niños, pero ya son mayores, son unos hombres, igual que tú, ¿o no te has dado cuenta todavía?” Ante lo cual, preferí no replicar, y aguanté el chaparrón como pude, aunque en mi interior no me retracté ni un ápice.
En la comida, cuando estábamos los cuatro a la mesa, salió el tema del caballito, y discutimos: ella volvió a sus razones; yo las maticé, las rebatí, pero en ningún momento desvelé las mías, como si me hubiera dado pudor hacerlo. Los niños escuchaban y no decían nada; no quería tomar partido por ninguno. Con todo, yo me mantuve en mis trece, firme, sin ceder en nada. Cabezón. Finalmente, los dos nos quedamos en silencio, enfadados.
Después de comer, cuando estaba solo en la cocina, fregando, limpiando la mesa, entró mi hijo, el mayor, y me dijo en voz baja, para que no lo oyera nadie: “Papá, mamá tiene razón, el caballito ya no pinta nada en casa, es un trasto que no hace otra cosa que estorbar. Pero, dime, ¿por qué no quieres que lo bajemos al trastero?” No le respondí. Ni siquiera lo miré. Hice como si no le hubiera oído y seguí a lo mío, huraño, más enfadado todavía que antes.
A media tarde, mientras leía en el salón, mi mujer se acercó a mí por detrás, sin que yo me diera cuenta, y me susurró al oído con dulzura: “De acuerdo. El caballito se queda en casa”. Entonces, me giré y la miré a los ojos. No fue necesario decir nada, lo comprendió todo.
Al poco tiempo, en cuanto acabé de leer la página, me arrodillé delante del bulto negro. Poco a poco, con cuidado, pacientemente, fui desenvolviendo el caballito, y mientras lo hacía me iba diciendo: “Yo lo arreglaré, le quitaré el polvo, lo cuidaré, y por nada del mundo consentiré que salga de casa, y menos todavía que acabe en el trastero, donde al fin y al cabo termina, abandonado, casi todo lo que no sirve. En esta casa este caballito siempre tendrá un sitio, y no será nunca un estorbo; al contrario, para mí será otro adorno más, como lo es un portafotos o un cuadro. Será, en fin, el mejor adorno. Porque sin él esta casa ya no será la misma”. Cuando terminé, lo miré, pasé tiernamente mi mano por su lomo rojo, sus patas verdes y sus orejas amarillas, todo de madera, y recordé cuando lo montamos aquel día de Reyes por la tarde. Nos llevó lo suyo, pero al final lo logramos. Y ya entonces me pareció precioso.
Al instante, lo tomé en brazos y lo llevé a la habitación de mi hijo mayor. Lo puse en su sitio, donde había estado toda la vida, y nunca nadie había dicho que estorbaba. Cuando ya me iba, antes de cerrar la puerta, desde el umbral, volví a mirarlo, y vi a mi hijo mayor, aquella misma tarde de Reyes, montado sobre él, balanceándose como un loco, sin miedo, riéndose a carcajadas, feliz, y a mi mujer, feliz también, sujetándolo para que no se cayera. Y sobre él vi también a mi otro hijo otras tardes, y a sus primos, y a sus amigos, y a todos los niños que llegaban a casa y entraban en la habitación. Vi un mundo que ya se había ido, perdido, irrecuperable, que ya casi había olvidado, el mejor mundo, y lo vi gracias al caballito, que me lo trajo, no sé cómo. Como un milagro.
Y querían que me deshiciera de él. ¡Estarán locos!
“Yo las amo, yo las oigo
cual oigo el rumor del viento
el murmurar de la fuente
o el balido del cordero”
(Rosalía de Castro)
Ayer, cuando llegué a casa, me encontré en el salón, aún medio en penumbra, con un bulto negro. Después de reparar un poco en él, me di cuenta de que se trataba de algo envuelto en bolsas negras de basura. Le pregunté a mi mujer que qué era aquello. “El caballito, que lo voy a bajar para el trastero”, me respondió con naturalidad, sin darle importancia. Me quedé callado, como pensativo. Pero al momento reaccioné y le dije muy serio: “El caballito no se baja, se queda en casa, en la habitación de los niños, donde siempre ha estado”. Ella puso el grito en el cielo y adujo un rosario de razones por las que el caballito no podía seguir permaneciendo en casa: que si no había sitio, que si cogía polvo, que si ya no iba bien, que si todo eran trastos. Y por último remató: “Tú te crees que tus hijos todavía son unos niños, pero ya son mayores, son unos hombres, igual que tú, ¿o no te has dado cuenta todavía?” Ante lo cual, preferí no replicar, y aguanté el chaparrón como pude, aunque en mi interior no me retracté ni un ápice.
En la comida, cuando estábamos los cuatro a la mesa, salió el tema del caballito, y discutimos: ella volvió a sus razones; yo las maticé, las rebatí, pero en ningún momento desvelé las mías, como si me hubiera dado pudor hacerlo. Los niños escuchaban y no decían nada; no quería tomar partido por ninguno. Con todo, yo me mantuve en mis trece, firme, sin ceder en nada. Cabezón. Finalmente, los dos nos quedamos en silencio, enfadados.
Después de comer, cuando estaba solo en la cocina, fregando, limpiando la mesa, entró mi hijo, el mayor, y me dijo en voz baja, para que no lo oyera nadie: “Papá, mamá tiene razón, el caballito ya no pinta nada en casa, es un trasto que no hace otra cosa que estorbar. Pero, dime, ¿por qué no quieres que lo bajemos al trastero?” No le respondí. Ni siquiera lo miré. Hice como si no le hubiera oído y seguí a lo mío, huraño, más enfadado todavía que antes.
A media tarde, mientras leía en el salón, mi mujer se acercó a mí por detrás, sin que yo me diera cuenta, y me susurró al oído con dulzura: “De acuerdo. El caballito se queda en casa”. Entonces, me giré y la miré a los ojos. No fue necesario decir nada, lo comprendió todo.
Al poco tiempo, en cuanto acabé de leer la página, me arrodillé delante del bulto negro. Poco a poco, con cuidado, pacientemente, fui desenvolviendo el caballito, y mientras lo hacía me iba diciendo: “Yo lo arreglaré, le quitaré el polvo, lo cuidaré, y por nada del mundo consentiré que salga de casa, y menos todavía que acabe en el trastero, donde al fin y al cabo termina, abandonado, casi todo lo que no sirve. En esta casa este caballito siempre tendrá un sitio, y no será nunca un estorbo; al contrario, para mí será otro adorno más, como lo es un portafotos o un cuadro. Será, en fin, el mejor adorno. Porque sin él esta casa ya no será la misma”. Cuando terminé, lo miré, pasé tiernamente mi mano por su lomo rojo, sus patas verdes y sus orejas amarillas, todo de madera, y recordé cuando lo montamos aquel día de Reyes por la tarde. Nos llevó lo suyo, pero al final lo logramos. Y ya entonces me pareció precioso.
Al instante, lo tomé en brazos y lo llevé a la habitación de mi hijo mayor. Lo puse en su sitio, donde había estado toda la vida, y nunca nadie había dicho que estorbaba. Cuando ya me iba, antes de cerrar la puerta, desde el umbral, volví a mirarlo, y vi a mi hijo mayor, aquella misma tarde de Reyes, montado sobre él, balanceándose como un loco, sin miedo, riéndose a carcajadas, feliz, y a mi mujer, feliz también, sujetándolo para que no se cayera. Y sobre él vi también a mi otro hijo otras tardes, y a sus primos, y a sus amigos, y a todos los niños que llegaban a casa y entraban en la habitación. Vi un mundo que ya se había ido, perdido, irrecuperable, que ya casi había olvidado, el mejor mundo, y lo vi gracias al caballito, que me lo trajo, no sé cómo. Como un milagro.
Y querían que me deshiciera de él. ¡Estarán locos!