Días de cine
![[Img #54396]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2021/5205_195827493_322272136104238_4687885645853277498_n.jpg)
“Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma”.
Francois Truffaut
Hace unos días amanecí con la fotografía del cine de mi pueblo que me mandó un amigo. Un edificio de dos plantas e influencia modernista rematado por un frontón en cuya parte principal se podía leer, en grandes letras pintadas de negro, el sugerente rótulo de Central Cinema. Esa fotografía me trasportó a mis años jóvenes y volvieron a mí, como en una sucesión de imágenes de cinemascope, un sinfín de vivencias y recuerdos. Justo lo que consigue el cine con el espectador. El cine tiene la capacidad, a través de la pantalla grande, de sustraernos del tiempo y del espacio reales y trasportarnos, mientras dura la proyección, a otro tiempo y espacio que, aunque nos son ajenos, se convierten, por unos momentos, en propios. El cine obra en nosotros en el milagro de hacer desaparecer el tiempo.
Entonces evoqué las veces que, aupada en el extremo izquierdo de las escalerillas de la entrada, me puse delante de los fotogramas que se exhibían a modo de reclamo en la vitrina de la pared, intentando adivinar el desarrollo de la película que se anunciaba. Presintiendo la historia, equivocándome, sin duda. Pero eso era lo de menos. Con imaginar bastaba.
Otras veces sí tuve ocasión de sacar la entrada y pasar dentro. Y fui simia en el planeta de los simios, ‘niña bien” prendada del impostor ‘Pijoaparte’ en las últimas tardes con Teresa, aprendiz de bailarina en los brazos de Johnny Castle, obstinada O’Hanna que, como el Ave Fénix, resurge una y otra vez de sus cenizas en un campo de algodón del sur de Estados Unidos que el viento se llevó, mujer al borde de un ataque de nervios bajo la emblemática dirección del emblemático Almodóvar, protagonista indiscutible tanto de África como de los viejos puentes de Madison, joven bizca que, tras años de maltrato, deseó tener un poco de buena estrella, sagaz aspirante al FBI que investigó el origen del mal entre un silencio de corderos, mujer fatal de guantes de raso y nombre Gilda, estudiante de imagen en Tesis, intrépida princesa en la guerra de las galaxias, puta teñida de rubio platino que unas veces atendía al nombre de Ramona, otras al de Aurora Nin, mientras intentaba sobrevivir en el barrio chino de una Barcelona recién salida de la guerra. Y de la mano de impostoras de primera, yo también amé, y soñé, y odié y maldije, y deseé por encima incluso del deseo, y usurpé la propiedad ajena, y morí, y sufrí, y volé, y enloquecí un poco, y sané otro poco, y tuve miedo, y fui feliz y desgraciada, y mil vidas tuve.
Tarzán y sus escenarios de lianas y bosques venía siempre con el día de Reyes y la ilusión de una rifa que a mí nunca me tocó. Siempre asocié este heroico personaje que jamás enfermó de amigdalitis a esa parte especial de cine llamada gallinero que olía a palomitas, a pipas, a regaliz, a mobiliario desgastado, a tardes de domingo y propina, a infancia, a crecimiento, a posibilidad.
Han pasado más de treinta años de la fotografía que me mandó mi amigo y el cine de mi pueblo ya ha desaparecido. Como ocurrió con muchos. Otros, en cambio, se transformaron en pequeñas salas que sobreviven a duras penas. Sin embargo, por fortuna su esencia y su poder de meternos dentro de la historia se mantienen intactos.
Llevaba un año sin ir a ver una película en la pantalla grande y recientemente lo hice. Confieso que cuando me senté frente a la gran pantalla en busca de evasión y salió la publicidad hablando del uso de mascarillas en su apuesta por una cultura segura, sentí un azote de realidad. “Hasta aquí ha llegado la pandemia”, me dije. Luego ya fue como siempre, y ante mi mirada asombrada se fue obrando el milagro, la magia, el espejismo, la catarsis, la ilusión.
“Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma”.
Francois Truffaut
Hace unos días amanecí con la fotografía del cine de mi pueblo que me mandó un amigo. Un edificio de dos plantas e influencia modernista rematado por un frontón en cuya parte principal se podía leer, en grandes letras pintadas de negro, el sugerente rótulo de Central Cinema. Esa fotografía me trasportó a mis años jóvenes y volvieron a mí, como en una sucesión de imágenes de cinemascope, un sinfín de vivencias y recuerdos. Justo lo que consigue el cine con el espectador. El cine tiene la capacidad, a través de la pantalla grande, de sustraernos del tiempo y del espacio reales y trasportarnos, mientras dura la proyección, a otro tiempo y espacio que, aunque nos son ajenos, se convierten, por unos momentos, en propios. El cine obra en nosotros en el milagro de hacer desaparecer el tiempo.
Entonces evoqué las veces que, aupada en el extremo izquierdo de las escalerillas de la entrada, me puse delante de los fotogramas que se exhibían a modo de reclamo en la vitrina de la pared, intentando adivinar el desarrollo de la película que se anunciaba. Presintiendo la historia, equivocándome, sin duda. Pero eso era lo de menos. Con imaginar bastaba.
Otras veces sí tuve ocasión de sacar la entrada y pasar dentro. Y fui simia en el planeta de los simios, ‘niña bien” prendada del impostor ‘Pijoaparte’ en las últimas tardes con Teresa, aprendiz de bailarina en los brazos de Johnny Castle, obstinada O’Hanna que, como el Ave Fénix, resurge una y otra vez de sus cenizas en un campo de algodón del sur de Estados Unidos que el viento se llevó, mujer al borde de un ataque de nervios bajo la emblemática dirección del emblemático Almodóvar, protagonista indiscutible tanto de África como de los viejos puentes de Madison, joven bizca que, tras años de maltrato, deseó tener un poco de buena estrella, sagaz aspirante al FBI que investigó el origen del mal entre un silencio de corderos, mujer fatal de guantes de raso y nombre Gilda, estudiante de imagen en Tesis, intrépida princesa en la guerra de las galaxias, puta teñida de rubio platino que unas veces atendía al nombre de Ramona, otras al de Aurora Nin, mientras intentaba sobrevivir en el barrio chino de una Barcelona recién salida de la guerra. Y de la mano de impostoras de primera, yo también amé, y soñé, y odié y maldije, y deseé por encima incluso del deseo, y usurpé la propiedad ajena, y morí, y sufrí, y volé, y enloquecí un poco, y sané otro poco, y tuve miedo, y fui feliz y desgraciada, y mil vidas tuve.
Tarzán y sus escenarios de lianas y bosques venía siempre con el día de Reyes y la ilusión de una rifa que a mí nunca me tocó. Siempre asocié este heroico personaje que jamás enfermó de amigdalitis a esa parte especial de cine llamada gallinero que olía a palomitas, a pipas, a regaliz, a mobiliario desgastado, a tardes de domingo y propina, a infancia, a crecimiento, a posibilidad.
Han pasado más de treinta años de la fotografía que me mandó mi amigo y el cine de mi pueblo ya ha desaparecido. Como ocurrió con muchos. Otros, en cambio, se transformaron en pequeñas salas que sobreviven a duras penas. Sin embargo, por fortuna su esencia y su poder de meternos dentro de la historia se mantienen intactos.
Llevaba un año sin ir a ver una película en la pantalla grande y recientemente lo hice. Confieso que cuando me senté frente a la gran pantalla en busca de evasión y salió la publicidad hablando del uso de mascarillas en su apuesta por una cultura segura, sentí un azote de realidad. “Hasta aquí ha llegado la pandemia”, me dije. Luego ya fue como siempre, y ante mi mirada asombrada se fue obrando el milagro, la magia, el espejismo, la catarsis, la ilusión.