Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 05 de Junio de 2021

Privado versus público

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Lo privado contra lo público es debate permanentemente abierto. Azuza más pasiones que razones. No es extraño. Regula la cotidianidad de cada uno de nosotros sin perder la pista de los futuros perfectos e imperfectos. Es feria de la que cada uno habla según le va. Paradigma visible y acústico de la colisión entre antónimos en la disputa socioeconómica sobre asuntos vitales como el dinero en nuestros bolsillos y la calidad de vida individual y colectiva.

 

Se enclaustra en clichés que marcan hoja de ruta. Se da por sentado que un partidario de lo privado se posiciona en las teorías conservadoras o de derechas, acunadas en la supuesta creencia de la superioridad como gestores en la administración de la riqueza nacional, quizá por su mucho currículo opaco en las propias. El adalid de lo público merodea por la progresía, monopolio, con frecuencia confuso, de la izquierda que, con ese punto de partida, anatemiza la iniciativa propia como pecado mortal de la sociedad, sin detenerse a pensar que prosperar es faceta consustancial a la condición humana.

 

La pandemia ha reavivado y encendido la llama de una controversia que jamás agota sus brasas. Todo apunta a que el día después de las mascarillas, reverdecerán las excelencias de lo público sobre lo privado. El espejo retrovisor de esta profunda crisis ofrece al mundo la foto fija de que sin el concurso de los fondos públicos todo estaría mucho peor y la secuela dañina del virus tendría efectos catastróficos multiplicados a la enésima potencia. El dinero de todos es, o tiene la obligación de ser, valiente; el de uno o unos pocos, cobarde. Será sensación analgésica con vigencia durante un par de generaciones.

 

En la etapa neoliberal de aniquilación de lo público por lo privado, a raíz del desplome de la URSS, se especuló hasta con el fin de la historia, una grandilocuencia capitalista que no tardó en diluirse como azúcar en agua, incluso en boca de su mentor. El mundo fue lo suficientemente estúpido como para, en vez de abolir el adefesio de las dictaduras, relevar la del proletariado por la del mercado sin contrapeso alguno. Veinte años después pagó los efectos con una Gran Recesión que temió por consecuencias similares a las del Crack de 1929. En ese ínterin, los apóstoles del nuevo dogma liberaron la bestia de un poder financiero sin ataduras a su instinto depredador de la avaricia.

 

Privatizar fue la consigna que no cesó. Ahí se hicieron presos de la primera gran contradicción. Si lo público era tan malo, ¿por qué ese deseo súbito de apropiarse de un sector que ellos mismo tachaban de ruinoso? En silogismo categórico: transformaron servicio social en mercadería. Expoliaron a los ciudadanos para retribuir a los accionistas y consejeros con injuriosas plusvalías.

 

Ahí no está la más grosera de sus incoherencias. Hay que buscarla y encontrarla en sus bocas llenas contra el estado opresor que, de repente, cuando rolan los vientos,  de los esplendores a las crisis, se empachan de hipócritas rogativas a su providencia. Hágase el esbozo de este último año y medio de pandemia. Hágase reflexión del ingente dinero público entregado a fondo perdido al sector bancario, pendiente de devolución en casi la mitad de su importe, y que estos ricachos de parábola evangélica agradecen con expedientes de regulación de empleo (ERE) a discreción y una insultante degradación de servicios básicos a sus clientes.

 

El dominio absoluto de lo privado ha abortado en una generación entera la esperanza de la emancipación: la ha condenado al confinamiento en hogar paterno hasta más allá de la treintena, y en progresión. Oí decir hace unos días que los jóvenes de hoy son remisos al trabajo. Puede. Pero en esa lacónica admisión, hay razones de calado. Veteranos que se pavonean de sus hazañas laborales sin reloj ni calendario, entre los que me encuentro, no podemos negar que tuvimos un horizonte de prosperidad, estabilidad en el empleo y elevada justicia en retribuciones que permitieron forjar con garantías una vida propia. Hoy, los chavales afrontan registros de paro ofensivos a la razón más relajada, salarios y jornada coetáneos de épocas esclavistas, junto a amalgamas de contratación que perpetúan la precariedad. Condimentos todos del darwinismo social que emana de lo privado. En condiciones así, clamar por el entusiasmo laboral es injusta exigencia. No es disparatado pensar que la razón básica de nuestro ínfimo índice de natalidad, un gravísimo problema para el mañana, esté en la fallida concepción de la juventud de hoy.

 

Lo público tiene tendencia peligrosa al alineamiento y ocultamiento en la masa, de la brillantez individual. Es permeable a sospechosa moneda de cambio en los clientelismos políticos. Pero a cambio, entiende  mucho mejor el concepto de justicia distributiva. Lo privado eleva al individuo, rinde culto a la genialidad como unidad. Pero es embrión de desigualdades y agravios, al nutrirse, con abundancia, en factores ostentosos como la elevada renta familiar y de clase, capaz de comprar posición y liderazgo sin más currículo.

 

Público/privado, una dicotomía con mucho de tramposa por su maniqueísmo. El arbitraje del  Estado tiene que ser regulador, no controlador.  Actúan como espejos respectivos de socialismo y de capitalismo. Incompletos e insatisfactorios ambos, fracasados en su fase de dominio. Baste señalar que su simbiosis mejor percibida es el contrapeso vigilante…el uno del otro.

    

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