Aidan Mcnamara
Sábado, 05 de Junio de 2021

EBAUhaus 2021

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El no saber es lo que nos une a todos. Ya lo creo. (La fe es un tipo de saber también sin póliza de seguro). No sabemos si vamos a nacer ni cuándo. Y no sabemos cuándo vamos a morir ni cómo. Podría seguir así durante horas… si no supiera parar. La pandemia es una metáfora para la vida. Vamos acumulando información y, según ella, modificamos nuestras conductas. En el fondo, nos gusta vivir, aunque sea una lucha ardua, continua y, si tenemos suerte (que es la risa del no saber), acabamos siendo felices siempre que nos acordemos de que todo es pasajero, incluso el saber.

 

Cuando era niño, la infancia estaba aislada del mundo de los adultos y más si uno tenía padres torpes, avergonzados, incultos, temerosos, pobres y tristes. No era mi caso en al menos algunos de estos apartados, afortunadamente. Y mis padres, como mucha gente de su generación, tenían una visión del mundo y de la existencia casi medieval: las cosas eran como las cosas son. He consultado con mis amigos juristas y con mi gran amigo de años universitarios que ya trabaja en Lille, Francia, como politólogo progre. (Hay sesgos sin indultos por todas partes).

 

Me dicen todos estos señores y señoras que procrear es un derecho humano. John Lennon decía que la vida seguía gracias a las borracheras de fin de semana. No es el caso de mis padres: no bebían, no fumaban, no apostaban, no salían de fiesta ni tenían pasatiempos. Yo no sabía otra cosa y crecí en un ambiente estable y no faltaba nada excepto el saber. Claro, insisto, era feliz: no sabía que no sabía. En mis momentos más cínicos, llamo la infancia de aquella época un suburbio. Cuando llegué a la universidad era como si después de acostarte en Kosovo en el año 1388, te levantaras en Times Square en al año 2000.

 

En la universidad conocí a todo el mundo: a los muertos interesantes por los libros y a los vivos potencialmente interesantes, gracias a que Irlanda era un país muchísimo menos clasista que su país vecino al otro lado del Mar de Irlanda. En Dublín, si podías hablar con soltura (gracias, mamá), te dejaban colarte en todas las actividades culturales, y yo era ávido: como he dicho en otro lugar, mi curiosidad sobre el planeta era casi neurótica, obsesiva.

 

Desde luego, yo no habría dicho tal cosa a mis 17 años… Estos vocablos no formaban parte de la cena. Para mis padres, Freud y Marx eran los nombres de los perros del Ministro de Asuntos Exteriores y los años sesenta eran el comienzo de la decadencia: el Reino Unido ya había abolido el servicio militar en el año 1960 y aunque no lo había en Irlanda (por no tener apenas ejército), mi padre, quien nunca odió a los ingleses, pensaba (correctamente) que si pasaba el caos por el patio del vecino, llegaría al suyo.

 

  • ¿De qué va la columna?
  • No lo sé todavía. Te lo diré cuando acabe.

 

No hay honor sin verdad. Y en honor de mis padres debo subrayar que se gastaron todo su dinero en mi formación y en la de mis hermanos. Eso sí, en la de mis hermanas, no, porque las niñas se casan. Escribo esta frase y parece que tengo 400 años. Me enviaron a un instituto privado (siempre va a haber un clasismo de pasta) y con 16 años (1981, junio), me presenté a lo que sería en términos de acá la selectividad. No tenía nota para matricularme en la facultad – culpa mía (y posiblemente la de David Bowie y Woody Allen) -así que repetí en una crammer (voz inglesa: institución que prepara intensivamente a los alumnos para un examen durante un corto período de tiempo). Fue maravilloso. Había chicos y chicas, católicos y protestantes, blancos y negros, rapados y melenudos. Además, estaba en el centro de la ciudad y, por lo tanto, casi rodeada del siglo veinte. Flipé, pero no mucho: aprobé todas y con los 18 cumplidos en agosto 1982, empecé en la universidad en el mes de septiembre del mismo año. Y gracias a mis estudios ya sé titular mis columnas con juegos de palabras ridículos. Pero siendo joven, estar confinado en casa en primavera/verano es un horror. Todavía no entiendo el calendario escolar.

 

¡Ya sé lo que quiero decir! Antes de repetir la selectividad no sabía lo que quería hacer con mi vida aparte de vivirla. (Sigo así más o menos, pero de manera consciente). Me gustaría animar a todos los alumnos y a todos los m/padres: si luego hay decepciones, que nadie se desanime. Volver a empezar, como vemos estos días gracias a la ciencia y a la paciencia enorme por parte de la sociedad en su inmensa mayoría, forma parte de la vida: no hay fracasos, sólo caminos con baches. Hasta la palabra bachillerato tiene una etimología (en sus raíces remotas) rica en dudas. Feliz junio y ¡apaga esa luz!

 

 

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