Alvaro Delgado
Domingo, 20 de Octubre de 2013
Apuntes tras los pasos de Panero
El autor de este artículo nació en Madrid, en 1922. Pintor español. Formado en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, es un firme seguidor de Benjamín Palencia dentro de la Escuela de Vallecas. Su pintura, en la que predominan los retratos, los bodegones, los paisajes y los animales, oscila entre la tradición y la vanguardia.
Fue Llorens Artigas, el ceramista catalán, quien una mañana nos presentó. Lo había querido el propio Leopoldo, quien en esos momentos era el comisario de la 1ª Bienal de Arte Hispano Americano. Estaba a punto de inaugurarse, y quería que me comprometiera en el proyecto. Yo había eludido participar por razones complejas y él pretendía que rectificase. Para hablar de ello se preparó aquel encuentro, en la oficina de la propia Bienal, que estaba montada en el edificio de la Biblioteca Nacional, en el Paseo de Recoletos, aquí en Madrid. Estuvieron presentes Luis Rosales y González Robles, éste hoy día injustamente olvidado, quien comenzaba en aquellos momentos una labor a favor del Arte Actual que duró años, muy eficazmente. Fui firme no aceptando la invitación que me ofrecían por razones complejas no fáciles de explicar, pero el encuentro fue muy cordial e inició una amistad entre Leopoldo y yo, que duró años.
Panero era hombre de trato muy amable. Gran talante y con señales sociales que le venían de su estancia varios años en Inglaterra. En aquel momento en una España bastante esquinada eran estas virtudes que escaseaban y su capacidad de trato hacía suponer que se era amigo de él desde siempre.
En un tiempo breve y a través de él fui conociendo el grupo de poetas de su generación: Rosales, Vivanco, Dionisio Ridruejo, Dámaso Alonso, Eduardo Llosent, y otros. Los encuentros se sucedían en las distintas tertulias entonces muy frecuentes, donde se hablaba poco de política y mucho del pasado inmediato. Conversaciones interminables acompañadas de un deber para y con temas de poesía, experiencias personales diversas y esperanzas. No se sabía de qué, pero se tenían muchas esperanzas.
Leopoldo era de los más escuchados. Su condición de buen poeta, su cargo en la 1ª Bienal y el ser sujeto puente entre el antes y el después de la Guerra Civil ayudaban a ello. Se añadían su locuacidad extrema y cierta ironía que amenizaban su decir de contertulio advertido.
Otro amigo suyo muy querido era Carlos Pascual de Lara. Sujeto de mi generación, muy singular y artista destacado. Habíamos coincidido en el colegio. Más tarde, en plena Guerra Civil, en la Escuela de Bellas Artes y más tarde en lo que se llamó la 'Escuela de Vallecas', junto a Benjamín Palencia. El azar había hecho que nos encontrásemos en la amistad con Leopoldo Panero, quien llegó a sentir por Carlos un profundo afecto. Murió muy joven. Acompañé a nuestro poeta en sus visitas diarias a la clínica donde Carlos yacía en espera de la muerte y fui testigo del dolor que le acompañó durante tiempo.
Otro recuerdo que tengo preciso fueron las visitas dominicales a su casa de la calle Ibiza, en Madrid. Era un piso modesto pero confortable, lleno de libros y señales de afecto de sus amigos pintores. Nos recibía junto a su esposa Felicidad Blanc, atractiva, elegante y atenta. Solían estar junto a ellos sus hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi, dando la impresión de ser una familia muy unida alrededor de un padre en extremo cariñoso con ellos. Años más tarde la película de Querejeta El Desencanto produjo en nosotros, amigos de Leopoldo, una gran sorpresa, pues no coincidía lo que en ella se decía con lo que creíamos haber visto.
En aquellas tardes en la casa de la calle Ibiza, solían ser visita frecuente el matrimonio Dámaso Alonso, padrinos del que familiarmente era llamado 'Leopoldín'. Mantenían diálogos con el niño, que iniciaban siempre preguntando por el 'Capitán Marciales'. El niño corría entonces a su cuarto, de donde regresaba momentos más tarde tocado de un viejo sombrero de paja vestido con delantal de colegio y apoyándose en una vara larga, contando en forma de recital cómo el capitán Marciales aquella noche se había apoyado en la baranda, intentando ver la luna y había improvisado un poema que recitaba. El poema era distinto en los distintos domingos y era celebrado con calor por los allí presentes, afirmando su padre emocionado que tenía mucho que aprender del niño Leopoldo María, que es hoy un poeta muy estimado y protagonista de una extraña leyenda.
Ignoro cuál fue la dinámica de los hechos para que mis encuentros con Leopoldo Panero se distanciasen. Cuando volvíamos a vernos las señales de alegría eran firmes, también la promesa de que haríamos lo posible porque se repitiesen. Compartíamos el recuerdo de muchas situaciones para no ser olvidadas.
En ese debatirnos, estando en Asturias, la prensa me hizo llegar la noticia de la súbita muerte de nuestro amigo. La mala consideración de un percance lo había hecho posible. Era la confirmación de la idea de que nacemos para morir y que el tiempo nos convierte en evocación. Estoy seguro que esta evocación me acompañará siempre.
![[Img #5821]](upload/img/periodico/img_5821.jpg)
Fue Llorens Artigas, el ceramista catalán, quien una mañana nos presentó. Lo había querido el propio Leopoldo, quien en esos momentos era el comisario de la 1ª Bienal de Arte Hispano Americano. Estaba a punto de inaugurarse, y quería que me comprometiera en el proyecto. Yo había eludido participar por razones complejas y él pretendía que rectificase. Para hablar de ello se preparó aquel encuentro, en la oficina de la propia Bienal, que estaba montada en el edificio de la Biblioteca Nacional, en el Paseo de Recoletos, aquí en Madrid. Estuvieron presentes Luis Rosales y González Robles, éste hoy día injustamente olvidado, quien comenzaba en aquellos momentos una labor a favor del Arte Actual que duró años, muy eficazmente. Fui firme no aceptando la invitación que me ofrecían por razones complejas no fáciles de explicar, pero el encuentro fue muy cordial e inició una amistad entre Leopoldo y yo, que duró años.
Panero era hombre de trato muy amable. Gran talante y con señales sociales que le venían de su estancia varios años en Inglaterra. En aquel momento en una España bastante esquinada eran estas virtudes que escaseaban y su capacidad de trato hacía suponer que se era amigo de él desde siempre.
En un tiempo breve y a través de él fui conociendo el grupo de poetas de su generación: Rosales, Vivanco, Dionisio Ridruejo, Dámaso Alonso, Eduardo Llosent, y otros. Los encuentros se sucedían en las distintas tertulias entonces muy frecuentes, donde se hablaba poco de política y mucho del pasado inmediato. Conversaciones interminables acompañadas de un deber para y con temas de poesía, experiencias personales diversas y esperanzas. No se sabía de qué, pero se tenían muchas esperanzas.
![[Img #5822]](upload/img/periodico/img_5822.jpg)
Leopoldo era de los más escuchados. Su condición de buen poeta, su cargo en la 1ª Bienal y el ser sujeto puente entre el antes y el después de la Guerra Civil ayudaban a ello. Se añadían su locuacidad extrema y cierta ironía que amenizaban su decir de contertulio advertido.
Otro amigo suyo muy querido era Carlos Pascual de Lara. Sujeto de mi generación, muy singular y artista destacado. Habíamos coincidido en el colegio. Más tarde, en plena Guerra Civil, en la Escuela de Bellas Artes y más tarde en lo que se llamó la 'Escuela de Vallecas', junto a Benjamín Palencia. El azar había hecho que nos encontrásemos en la amistad con Leopoldo Panero, quien llegó a sentir por Carlos un profundo afecto. Murió muy joven. Acompañé a nuestro poeta en sus visitas diarias a la clínica donde Carlos yacía en espera de la muerte y fui testigo del dolor que le acompañó durante tiempo.
Otro recuerdo que tengo preciso fueron las visitas dominicales a su casa de la calle Ibiza, en Madrid. Era un piso modesto pero confortable, lleno de libros y señales de afecto de sus amigos pintores. Nos recibía junto a su esposa Felicidad Blanc, atractiva, elegante y atenta. Solían estar junto a ellos sus hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi, dando la impresión de ser una familia muy unida alrededor de un padre en extremo cariñoso con ellos. Años más tarde la película de Querejeta El Desencanto produjo en nosotros, amigos de Leopoldo, una gran sorpresa, pues no coincidía lo que en ella se decía con lo que creíamos haber visto.
![[Img #5823]](upload/img/periodico/img_5823.jpg)
En aquellas tardes en la casa de la calle Ibiza, solían ser visita frecuente el matrimonio Dámaso Alonso, padrinos del que familiarmente era llamado 'Leopoldín'. Mantenían diálogos con el niño, que iniciaban siempre preguntando por el 'Capitán Marciales'. El niño corría entonces a su cuarto, de donde regresaba momentos más tarde tocado de un viejo sombrero de paja vestido con delantal de colegio y apoyándose en una vara larga, contando en forma de recital cómo el capitán Marciales aquella noche se había apoyado en la baranda, intentando ver la luna y había improvisado un poema que recitaba. El poema era distinto en los distintos domingos y era celebrado con calor por los allí presentes, afirmando su padre emocionado que tenía mucho que aprender del niño Leopoldo María, que es hoy un poeta muy estimado y protagonista de una extraña leyenda.
Ignoro cuál fue la dinámica de los hechos para que mis encuentros con Leopoldo Panero se distanciasen. Cuando volvíamos a vernos las señales de alegría eran firmes, también la promesa de que haríamos lo posible porque se repitiesen. Compartíamos el recuerdo de muchas situaciones para no ser olvidadas.
En ese debatirnos, estando en Asturias, la prensa me hizo llegar la noticia de la súbita muerte de nuestro amigo. La mala consideración de un percance lo había hecho posible. Era la confirmación de la idea de que nacemos para morir y que el tiempo nos convierte en evocación. Estoy seguro que esta evocación me acompañará siempre.