Consideraciones en torno a una mesa
![[Img #54561]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2021/4177_dsc_9437.jpg)
Agazapada bajo la mesa de formica
veo a la niña que perdía siempre
a los cromos, a la soga, a la goma, al escondite, al pañuelo, al chorromorropicotaina.
Una mesa es seguramente uno de los primeros objetos con los que establecemos contacto cuando de niños empezamos a familiarizarnos con el mundo. También uno de los objetos más cotidianos que nos rodean. Tal vez por eso su presencia -esencial- se hace invisible a nuestros ojos.
Hace escasos días miraba la mesa de mi cocina y reparaba, por primera vez, en ella. Quiero decir que la pensaba descontextualizada de la mesa rectangular, de patas blancas y tablero de azulejos blancos y negros que veían mis ojos. La pensaba como concepto que recogía a todas las mesas del mundo con independencia de que fueran grandes, pequeñas, cuadradas, rectangulares, redondas, altas, bajas, extensibles, de madera, de plexiglass, de noche, de despacho, de escritorio…. En ese instante caí en la cuenta de la cantidad de cosas que podemos hacer en una mesa.
En una mesa comemos, pensamos, conversamos, discutimos, negociamos, tomamos decisiones, celebramos grandes acontecimientos, -también pequeños-, confraternizamos, leemos, escribimos, estudiamos, -los codos hincados, la cabeza gacha-, inventamos, inventariamos, elaboramos objetos de primera necesidad, -por ejemplo, el pan-, y lo ganamos cuando trabajamos en ella, escuchamos a los otros que están frente a nosotros, jugamos, -al parchis, al tute, al dominó, al ajedrez, al tres en raya-, amamos -si no que se lo digan a Cora y a Frank en el film de “El cartero siempre llama dos veces”, elaboramos objetos de segunda y de tercera y hasta de cuarta necesidad -un vestido, una vasija, un encaje-, clasificamos, -recuerdo que al escoger lentejas separaba éstas de los yeros, pero la clasificación de los objetos: botones, hilos, monedas, pastillas, documentos… es interminable-, cambiamos el pañal a nuestros hijos, y hacemos muchísimas más cosas que ahora no me vienen a la cabeza.
Una mesa es un objeto habitado que nos vincula y nos enraíza al mundo. La mesa situada en un rincón de mi cocina es el lugar donde más horas paso. De ahí salen las ideas o bosquejos que, a fuerza de escribir y reescribir, van tomando sentido y vida propia. La mesa en la que me siento cada tarde es mi bastión, mi espacio de soledad y de encuentro conmigo misma a través de la escritura como pulsión o deseo. Ese territorio íntimo que, a fuerza de usar, siento como propio, inexpropiable. Y no es mala cosa, creo.
Recuerdo que de pequeña me gustaba meterme bajo la mesa de formica azul que había en la casa de mis padres. Bajo sus patas me refugiaba, jugaba, inventaba otros mundos. A ella vuelvo, simbólicamente, ya de mayor, cuando no me gusta lo que me rodea y me siento naufraga o no tengo donde ir. Esa mesa ya no existe, pero sigue estando en un recodo de mi memoria infantil, y me sirve. A mí me sirve.
Claro que no hay mesa sin silla para ese gesto, postura o pose de estar sentado que pertenece al género humano y que es producto, sin duda, de la evolución. Así me encuentro ahora, sintiendo mi cuerpo, su respiración, dejando discurrir el pensamiento, mientras tecleo, concentrada, domesticadamente, estas consideraciones.
Hasta llenar la página.
Agazapada bajo la mesa de formica
veo a la niña que perdía siempre
a los cromos, a la soga, a la goma, al escondite, al pañuelo, al chorromorropicotaina.
Una mesa es seguramente uno de los primeros objetos con los que establecemos contacto cuando de niños empezamos a familiarizarnos con el mundo. También uno de los objetos más cotidianos que nos rodean. Tal vez por eso su presencia -esencial- se hace invisible a nuestros ojos.
Hace escasos días miraba la mesa de mi cocina y reparaba, por primera vez, en ella. Quiero decir que la pensaba descontextualizada de la mesa rectangular, de patas blancas y tablero de azulejos blancos y negros que veían mis ojos. La pensaba como concepto que recogía a todas las mesas del mundo con independencia de que fueran grandes, pequeñas, cuadradas, rectangulares, redondas, altas, bajas, extensibles, de madera, de plexiglass, de noche, de despacho, de escritorio…. En ese instante caí en la cuenta de la cantidad de cosas que podemos hacer en una mesa.
En una mesa comemos, pensamos, conversamos, discutimos, negociamos, tomamos decisiones, celebramos grandes acontecimientos, -también pequeños-, confraternizamos, leemos, escribimos, estudiamos, -los codos hincados, la cabeza gacha-, inventamos, inventariamos, elaboramos objetos de primera necesidad, -por ejemplo, el pan-, y lo ganamos cuando trabajamos en ella, escuchamos a los otros que están frente a nosotros, jugamos, -al parchis, al tute, al dominó, al ajedrez, al tres en raya-, amamos -si no que se lo digan a Cora y a Frank en el film de “El cartero siempre llama dos veces”, elaboramos objetos de segunda y de tercera y hasta de cuarta necesidad -un vestido, una vasija, un encaje-, clasificamos, -recuerdo que al escoger lentejas separaba éstas de los yeros, pero la clasificación de los objetos: botones, hilos, monedas, pastillas, documentos… es interminable-, cambiamos el pañal a nuestros hijos, y hacemos muchísimas más cosas que ahora no me vienen a la cabeza.
Una mesa es un objeto habitado que nos vincula y nos enraíza al mundo. La mesa situada en un rincón de mi cocina es el lugar donde más horas paso. De ahí salen las ideas o bosquejos que, a fuerza de escribir y reescribir, van tomando sentido y vida propia. La mesa en la que me siento cada tarde es mi bastión, mi espacio de soledad y de encuentro conmigo misma a través de la escritura como pulsión o deseo. Ese territorio íntimo que, a fuerza de usar, siento como propio, inexpropiable. Y no es mala cosa, creo.
Recuerdo que de pequeña me gustaba meterme bajo la mesa de formica azul que había en la casa de mis padres. Bajo sus patas me refugiaba, jugaba, inventaba otros mundos. A ella vuelvo, simbólicamente, ya de mayor, cuando no me gusta lo que me rodea y me siento naufraga o no tengo donde ir. Esa mesa ya no existe, pero sigue estando en un recodo de mi memoria infantil, y me sirve. A mí me sirve.
Claro que no hay mesa sin silla para ese gesto, postura o pose de estar sentado que pertenece al género humano y que es producto, sin duda, de la evolución. Así me encuentro ahora, sintiendo mi cuerpo, su respiración, dejando discurrir el pensamiento, mientras tecleo, concentrada, domesticadamente, estas consideraciones.
Hasta llenar la página.