Los esclavos contentos
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Definitivamente, no me gusta el mundo en que vivo, el país en que vivo. Y soy consciente de que con esta afirmación tan contundente puedo dar la impresión de que soy una más de ese grupo de adultos cascarrabias que de tanto mirar atrás rechazan y temen el progreso, a la vez que desgranan las cuentas del rosario del “en mis tiempos…” o el más literario “cualquiera tiempo pasado /fue mejor”. No es así ni de lejos, pero me niego a ponerme las anteojeras de la corrección política y levantar la pierna al son de su cancán. Ningún patrón o patrocinador, ninguna pandilla de follogüeros van a castigarme por ello, así que puedo permitirme seguir escribiendo desde la divergencia.
Un cuerpo puede ir enfermando muy poco a poco, tan despacio que no parezca nada serio: un achaque por aquí, un malestar por allá, un mal día sin réplica, cosas de la edad, del tiempo, una mala racha pasajera aunque incómoda, nos explicamos sin ceder al miedo, hasta que la enfermedad se despoja de la máscara de la comedia y muestra su rictus más amargo, la gravedad que ha ido acumulando, el helor de la metástasis.
La educación prostituida cuando no arrastrada por el moño a la sentina de la ignorancia; los principios éticos devaluados por intereses espurios de comercio y banalidad; la imposición del modelo del vividor sin más oficio que su propio beneficio; el trapicheo con vidas e intimidades, con la lealtad, con la amistad, con el bien colectivo ante el empuje arrollador del tonto el último. La infantilización del joven, la adolescentización de los adultos, el hedonismo como dios supremo, el instante apurado sin pensar en un mañana que probablemente nos ahorque con la misma cuerda con que ahora volamos la cometa del placer instantáneo; la incapacidad para discernir entre la realidad y el deseo, la verdad y la mixtificación, los hechos y la propaganda, lo importante y lo accesorio. El control de las calles por los niños mimados de varias generaciones que se frotan unos con otros en un frenesí de cuerpos, en un erial de mentes, en un crujir de cadenas que llevan pintado con chafarrinones torpes el eslogan vacío de la LIBERTAD.
Bocas que besan la bota del amo que afirma su poder sobre nuestras cabezas, la vista clavada en las alcantarillas que nos venden como océano, en los adoquines que no ocultan la arena de ninguna playa. La real gana como heredera de aquel trono desde donde un día gobernó el libre albedrío. La ignorancia como mérito y blasón digno de orgullo, el pillaje como sustituto del cursus honorum que engrosaba con honra los currículos. La violencia contra el diferente como en los viejos, en los inmundos tiempos de dianas y capirotes, de las marcas a fuego señalando a la puta y al esclavo, al indígena, al mendigo, al maricón, al judío, a la loca, al hereje, al indígena, al infiel, al maqueto.
La mala praxis, la mala baba, la mala fe, la mala gente. Admirarlos. Intentar emularlos. Ponerlos como meta, pasearlos en andas y bajo palio doblando la cerviz, la rodilla, la razón ante ellos. Y la ciencia, mientras tanto, teniendo que salir a defender sus certezas frente a magos, curanderos, espiritistas, vendedores de poción mágica, iluminados, buhoneros mediáticos con patente de corso para divulgar supercherías, opinólogos y jetólogos con más de cinco milenios y cavernas a la espalda.
Han ido llegando poco a poco, tan poco a poco que no nos dimos cuenta. Tachamos a quienes lo advirtieron de tiquismiquis y utópicos trasnochados, secuencias en blanco y negro del Cinema Paradiso de la Historia. Pero ya están aquí. Con su ruido, con su odio, con su egoísmo presentista anclado en una eterna noche de los cristales rotos; con su narcisismo y superficialidad.
Ha ganado la parte por el todo, el símbolo por el concepto, la caricatura en lugar de la idea, el colorín del tebeo por los grises de una sociedad desigual y doliente.
Basta con encajarse unas anteojeras tecnológicas o químicas que oculten lo que no queremos ver, lo que no nos interesa saber porque eso nos obligaría a replantearnos todo aquello que nos resulta cómodo por conocido, una vez hecho el callo donde estuvo la llaga. Porque nos obligaría a actuar para cambiarlo.
Elegir -y no es nada nuevo en el devenir de los siglos- el circo y las cadenas. Creernos el emperador cuando somos las víctimas arrojadas a las fieras. Los esclavos contentos.
Definitivamente, no me gusta el mundo en que vivo, el país en que vivo. Y soy consciente de que con esta afirmación tan contundente puedo dar la impresión de que soy una más de ese grupo de adultos cascarrabias que de tanto mirar atrás rechazan y temen el progreso, a la vez que desgranan las cuentas del rosario del “en mis tiempos…” o el más literario “cualquiera tiempo pasado /fue mejor”. No es así ni de lejos, pero me niego a ponerme las anteojeras de la corrección política y levantar la pierna al son de su cancán. Ningún patrón o patrocinador, ninguna pandilla de follogüeros van a castigarme por ello, así que puedo permitirme seguir escribiendo desde la divergencia.
Un cuerpo puede ir enfermando muy poco a poco, tan despacio que no parezca nada serio: un achaque por aquí, un malestar por allá, un mal día sin réplica, cosas de la edad, del tiempo, una mala racha pasajera aunque incómoda, nos explicamos sin ceder al miedo, hasta que la enfermedad se despoja de la máscara de la comedia y muestra su rictus más amargo, la gravedad que ha ido acumulando, el helor de la metástasis.
La educación prostituida cuando no arrastrada por el moño a la sentina de la ignorancia; los principios éticos devaluados por intereses espurios de comercio y banalidad; la imposición del modelo del vividor sin más oficio que su propio beneficio; el trapicheo con vidas e intimidades, con la lealtad, con la amistad, con el bien colectivo ante el empuje arrollador del tonto el último. La infantilización del joven, la adolescentización de los adultos, el hedonismo como dios supremo, el instante apurado sin pensar en un mañana que probablemente nos ahorque con la misma cuerda con que ahora volamos la cometa del placer instantáneo; la incapacidad para discernir entre la realidad y el deseo, la verdad y la mixtificación, los hechos y la propaganda, lo importante y lo accesorio. El control de las calles por los niños mimados de varias generaciones que se frotan unos con otros en un frenesí de cuerpos, en un erial de mentes, en un crujir de cadenas que llevan pintado con chafarrinones torpes el eslogan vacío de la LIBERTAD.
Bocas que besan la bota del amo que afirma su poder sobre nuestras cabezas, la vista clavada en las alcantarillas que nos venden como océano, en los adoquines que no ocultan la arena de ninguna playa. La real gana como heredera de aquel trono desde donde un día gobernó el libre albedrío. La ignorancia como mérito y blasón digno de orgullo, el pillaje como sustituto del cursus honorum que engrosaba con honra los currículos. La violencia contra el diferente como en los viejos, en los inmundos tiempos de dianas y capirotes, de las marcas a fuego señalando a la puta y al esclavo, al indígena, al mendigo, al maricón, al judío, a la loca, al hereje, al indígena, al infiel, al maqueto.
La mala praxis, la mala baba, la mala fe, la mala gente. Admirarlos. Intentar emularlos. Ponerlos como meta, pasearlos en andas y bajo palio doblando la cerviz, la rodilla, la razón ante ellos. Y la ciencia, mientras tanto, teniendo que salir a defender sus certezas frente a magos, curanderos, espiritistas, vendedores de poción mágica, iluminados, buhoneros mediáticos con patente de corso para divulgar supercherías, opinólogos y jetólogos con más de cinco milenios y cavernas a la espalda.
Han ido llegando poco a poco, tan poco a poco que no nos dimos cuenta. Tachamos a quienes lo advirtieron de tiquismiquis y utópicos trasnochados, secuencias en blanco y negro del Cinema Paradiso de la Historia. Pero ya están aquí. Con su ruido, con su odio, con su egoísmo presentista anclado en una eterna noche de los cristales rotos; con su narcisismo y superficialidad.
Ha ganado la parte por el todo, el símbolo por el concepto, la caricatura en lugar de la idea, el colorín del tebeo por los grises de una sociedad desigual y doliente.
Basta con encajarse unas anteojeras tecnológicas o químicas que oculten lo que no queremos ver, lo que no nos interesa saber porque eso nos obligaría a replantearnos todo aquello que nos resulta cómodo por conocido, una vez hecho el callo donde estuvo la llaga. Porque nos obligaría a actuar para cambiarlo.
Elegir -y no es nada nuevo en el devenir de los siglos- el circo y las cadenas. Creernos el emperador cuando somos las víctimas arrojadas a las fieras. Los esclavos contentos.