Pedagogía social
![[Img #54869]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2021/8087_angael-orquesta-017.jpg)
España registra índices de contagio del pasado mes de enero, cuando los del lugar nos hacíamos cruces con la fatal coincidencia de bichos y temporales de nieve a escape libre. En esta ocasión confluyen el comodín del virus y la coyuntura de un segundo verano reprimidos en el festejo. Demasiado para Gálvez, que volvería a escribir el añorado Jorge M. Reverte.
La estadística abofetea con números que fueron santo y seña de lo más duro de la crisis, solo dos meses después de levantar el estado de alarma y creernos vencedores definitivos con la vacunación exprés en siete de cada diez españoles convenientemente blindados a las puertas de un paradisíaco otoño.
Lo que ya no podrá desaparecer de nuestras sensaciones de futuro es que este drama mundial ha dejado escrito, con tiza sobre pizarra negra, la necesidad ineludible de abordar una nueva pedagogía social. Las actuales reglas han quedado desfasadas ante la rotundidad de unos comportamientos propios de convivencia equivocada; de primacía abusiva de lo individual sobre lo colectivo. La ofensiva del ser humano contra el virus se ha conjugado en la pluralidad de acciones, en la planificación de ingentes recursos públicos, en la solidaridad edificante de colectivos profesionales y laborales, en la resistencia opuesta a la relajación. En este combate no ha destacado un nombre propio; todo ha llevado la firma de lo común.
El minuto uno de este repunte se ha escenificado en fiestas masivas de fin de curso. Ya se esperaba el desembarco de la variante delta que tantos estragos causó en la India. Pero pocas dudas puede ofrecer que esas demostraciones irresponsable de jóvenes, como si la cosa no fuera con ellos, iban a ser un acelerador de repuntes que nos devuelven a estados de temor que se creían superados por mensajes muy adelantados en hora a la solución final. Primó deseo sobre razón, en aras a salvar los muebles de la economía en los tiempos de vacas gordas que para un país turístico de primera línea, como España, es el verano. Alimentar un 13 por ciento del PIB nacional exige mucho dilema cruzado.
El ejemplo de jóvenes y adolescentes en este proceso no ha sido edificante. Las escenas de botellones y fiestas sin control, de continuo filmadas y relatadas en los medios de comunicación, eran un latigazo para otros colectivos concienciados en renuncias y sacrificios como necesario atajo a la salida de esta pesadilla. La ubicación de España y, sobre todo, Madrid, su capital, como zona franca del turismo de borracheras, en una Europa cerrada a cal y canto a esta sinrazón, nos ha colocado como arquetipo de frivolidad que ahora cobra factura.
Me comentaba un amigo y colega qué podría pasar por la mente de estos jóvenes en la angustiosa soledad de un confinamiento que les ha terminado por llegar, cuando no, lo más grave, recalan ya en las UCI de hospital. Crudo debe resultar caer en la certeza de que no se es invulnerable.
Le contesté escéptico. Pienso que a muchos, esta caída del caballo no les ha distraído ni una sola meditación acerca de sus abusos de comportamiento. Hay que aceptar que las más recientes generaciones no han sido educadas en valores de colectividad; todo lo contrario, de imperiosa individualidad. Estamos tan ensimismados que desenfocamos esa permanente lección que es la visión cotidiana de la calle. Basta un somero vistazo para ver que han desaparecido las pandillas de chavales donde se socializaba con auténtico sentido de grupo. Fui niño de la calle vivida con mis coetáneos y puedo alegar que esa vivencia me enseñó el valor de la camaradería. Hoy a los chicos se les ve bajo el único entorno protector de padres que, tantas veces, deriva en perjudicial engolamiento del infante. No interactúan con semejantes en edad, sino con consolas y teléfonos móviles. Bajos esas premisas se hace complicado emitir una opinión esperanzadora y optimista. Y bien que me gustaría estar equivocado.
El marco normativo de la educación, la cantera de un país, ha relajado los niveles de exigencia, apelando a un antídoto contra el fracaso escolar, ha traído una juventud acomodada, nada proclive al esfuerzo en pro de un objetivo satisfactorio en lo individual y colectivo. Cerrar de ese modo las puertas al revés colegial abre otras encaminadas al descalabro como sociedad.
La familia es otro de los ejes de actuación. Los padres han abdicado de sus condiciones inherentes de autoridad y potestad, sin que ello se entienda como terapia educativa basada en la instrucción violenta y exigente hasta lo casi imposible. Pero de eso, a la costumbre extendida de los hijos como colegas, media un abismo. Sirva una metáfora amable: los progenitores somos entrenadores de nuestros vástagos para esa competición caprichosa que es la vida. Nuestra obligación es prepararlos adecuadamente en pizarra y gimnasio. Tutelarlos, corregirlos, para evitar que se encajen goles tan ostentosos como los que nos ha metido esta pandemia con jugadores muy mal capacitados.
El mañana sin mascarillas se ha prefigurado en una nueva normalidad. Si queremos que esta sea el fruto de una lección bien aprendida, hay que trabajar en una nueva pedagogía social con fundamentos básicos en un individuo que no puede empezar ni acabar en sí mismo, que tiene que prolongarse en un poderoso concepto de colectividad desde que empiece a ejercer uso de razón.
España registra índices de contagio del pasado mes de enero, cuando los del lugar nos hacíamos cruces con la fatal coincidencia de bichos y temporales de nieve a escape libre. En esta ocasión confluyen el comodín del virus y la coyuntura de un segundo verano reprimidos en el festejo. Demasiado para Gálvez, que volvería a escribir el añorado Jorge M. Reverte.
La estadística abofetea con números que fueron santo y seña de lo más duro de la crisis, solo dos meses después de levantar el estado de alarma y creernos vencedores definitivos con la vacunación exprés en siete de cada diez españoles convenientemente blindados a las puertas de un paradisíaco otoño.
Lo que ya no podrá desaparecer de nuestras sensaciones de futuro es que este drama mundial ha dejado escrito, con tiza sobre pizarra negra, la necesidad ineludible de abordar una nueva pedagogía social. Las actuales reglas han quedado desfasadas ante la rotundidad de unos comportamientos propios de convivencia equivocada; de primacía abusiva de lo individual sobre lo colectivo. La ofensiva del ser humano contra el virus se ha conjugado en la pluralidad de acciones, en la planificación de ingentes recursos públicos, en la solidaridad edificante de colectivos profesionales y laborales, en la resistencia opuesta a la relajación. En este combate no ha destacado un nombre propio; todo ha llevado la firma de lo común.
El minuto uno de este repunte se ha escenificado en fiestas masivas de fin de curso. Ya se esperaba el desembarco de la variante delta que tantos estragos causó en la India. Pero pocas dudas puede ofrecer que esas demostraciones irresponsable de jóvenes, como si la cosa no fuera con ellos, iban a ser un acelerador de repuntes que nos devuelven a estados de temor que se creían superados por mensajes muy adelantados en hora a la solución final. Primó deseo sobre razón, en aras a salvar los muebles de la economía en los tiempos de vacas gordas que para un país turístico de primera línea, como España, es el verano. Alimentar un 13 por ciento del PIB nacional exige mucho dilema cruzado.
El ejemplo de jóvenes y adolescentes en este proceso no ha sido edificante. Las escenas de botellones y fiestas sin control, de continuo filmadas y relatadas en los medios de comunicación, eran un latigazo para otros colectivos concienciados en renuncias y sacrificios como necesario atajo a la salida de esta pesadilla. La ubicación de España y, sobre todo, Madrid, su capital, como zona franca del turismo de borracheras, en una Europa cerrada a cal y canto a esta sinrazón, nos ha colocado como arquetipo de frivolidad que ahora cobra factura.
Me comentaba un amigo y colega qué podría pasar por la mente de estos jóvenes en la angustiosa soledad de un confinamiento que les ha terminado por llegar, cuando no, lo más grave, recalan ya en las UCI de hospital. Crudo debe resultar caer en la certeza de que no se es invulnerable.
Le contesté escéptico. Pienso que a muchos, esta caída del caballo no les ha distraído ni una sola meditación acerca de sus abusos de comportamiento. Hay que aceptar que las más recientes generaciones no han sido educadas en valores de colectividad; todo lo contrario, de imperiosa individualidad. Estamos tan ensimismados que desenfocamos esa permanente lección que es la visión cotidiana de la calle. Basta un somero vistazo para ver que han desaparecido las pandillas de chavales donde se socializaba con auténtico sentido de grupo. Fui niño de la calle vivida con mis coetáneos y puedo alegar que esa vivencia me enseñó el valor de la camaradería. Hoy a los chicos se les ve bajo el único entorno protector de padres que, tantas veces, deriva en perjudicial engolamiento del infante. No interactúan con semejantes en edad, sino con consolas y teléfonos móviles. Bajos esas premisas se hace complicado emitir una opinión esperanzadora y optimista. Y bien que me gustaría estar equivocado.
El marco normativo de la educación, la cantera de un país, ha relajado los niveles de exigencia, apelando a un antídoto contra el fracaso escolar, ha traído una juventud acomodada, nada proclive al esfuerzo en pro de un objetivo satisfactorio en lo individual y colectivo. Cerrar de ese modo las puertas al revés colegial abre otras encaminadas al descalabro como sociedad.
La familia es otro de los ejes de actuación. Los padres han abdicado de sus condiciones inherentes de autoridad y potestad, sin que ello se entienda como terapia educativa basada en la instrucción violenta y exigente hasta lo casi imposible. Pero de eso, a la costumbre extendida de los hijos como colegas, media un abismo. Sirva una metáfora amable: los progenitores somos entrenadores de nuestros vástagos para esa competición caprichosa que es la vida. Nuestra obligación es prepararlos adecuadamente en pizarra y gimnasio. Tutelarlos, corregirlos, para evitar que se encajen goles tan ostentosos como los que nos ha metido esta pandemia con jugadores muy mal capacitados.
El mañana sin mascarillas se ha prefigurado en una nueva normalidad. Si queremos que esta sea el fruto de una lección bien aprendida, hay que trabajar en una nueva pedagogía social con fundamentos básicos en un individuo que no puede empezar ni acabar en sí mismo, que tiene que prolongarse en un poderoso concepto de colectividad desde que empiece a ejercer uso de razón.