Catalina Tamayo
Sábado, 24 de Julio de 2021

La rendija

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“El recuerdo se tiene, el recuerdo se olvida,

pasea por la memoria,

vaga por el olvido”.

(Esther Videgain)

 

A veces –no sé por qué– en la memoria se me abre una rendija invisible, y por ella me llegan volando del olvido algunos recuerdos. Estos recuerdos, durante unos momentos, vuelan en círculos dando unos enormes aletazos, y yo me quedo embobado mirándolos. Mirándolos. Después, poco a poco el vuelo va languideciendo hasta que las alas se quedan inertes. Entonces, caen al suelo de la memoria, como en otoño caen las hojas secas de los chopos en el sendero por donde ya no pasa nadie. Algunos de estos recuerdos se quedan en el suelo, pálidos, sin color, palpitando levemente, como si no fueran a tardar en morir. En cambio, hay otros que se deslizan hacia la grieta y por allí se cuelan y vuelven al olvido.

     

Ayer mismo, en el coche, conduciendo, cuando venía del trabajo, solo, la memoria –también sin conocer la razón– comenzó a resquebrajarse, y otra vez apareció la grieta. Lo primero que entró fue el recuerdo de un día cuando era niño. Un día claro de verano. El día que nos dieron las vacaciones. Yo estaba con pantalón corto sentado en la acera y tenía la espalda apoyada contra la pared encalada de la escuela. Las piernas flexionadas y las manos en las rodillas. Era por la mañana, temprano, un poco antes de que la maestra –una señora mayor ya a punto de jubilarse– saliera y nos dijera que “para dentro”. Estaba con otros niños, pero no estábamos todos. El último día, algunos ya no venían, se tomaban las vacaciones por su cuenta. A pesar de ser verano y estar el día bueno, yo tenía frío y medio tiritaba. Cuando entramos en el aula, la maestra nos dejó dibujar, que era lo que más nos gustaba, y en el recreo ya nos dio las vacaciones. Ese día estuvo revoloteando largo tiempo. Pero al final también se vino al suelo. Después, gravitó hacia la grieta y cayó en el abismo.

     

Pero antes ya había entrado otro recuerdo. Otro recuerdo de días más cercanos. Días no felices. Días de dolor. Amargos días. Terribles.  Este sí que estuvo volando tiempo y tiempo. Cuanto más deseaba yo que cesara, con mayor brío él sacudía las alas. Y no veía la hora de que acabara. Un tormento. Pero en cuanto me distraje con algo –no sé con qué– y dejé de mirarlo, perdió fuerza y, aunque tardó, también acabó en el suelo desfallecido. Si bien, no perdió el color, ni se volvió traslúcido, y de cuando en cuando hacía amagos de remontar el vuelo. Sin embargo, a medida que llegaban nuevos recuerdos, más se debilitaba, hasta el punto de que después todos sus intentos por levantarse ya resultaron inútiles. No obstante, aunque yo lo deseaba, no se deslizó hacia la ranura, se quedó adherido al suelo de la memoria y, aunque desvaído, todavía lo tengo ahí, amenazándome en ocasiones con volver a volar, quizá precisamente por eso, porque quiero que se vaya, que desaparezca de una vez y para siempre. Quizá por eso no se vaya nunca.

    

 De entre estos últimos recuerdos, hubo uno que quise más que a ninguno. El recuerdo de un amor. Me pareció tan hermoso que me costaba creer que yo hubiera vivido eso que estaba recordando. Llegué a pensar que lo había soñado. Pero no, había ocurrido de verdad. Pues, fue a mí a quien dijo que sí, y no una vez, sino muchas, todas. Pero antes, era a mí a quien había mirado, a quien finalmente había sonreído, y todo furtivamente, que eso aún lo hace más bello. Mucho más. Yo fui, y no otro, el que acabó bailando con ella. Mis manos, estas mismas manos que ahora tiemblan presionando las teclas, fueron las que, ciegas e indecisas, asieron aquel cuerpo de primavera. Aquel pedazo de cielo. Aquellas promesas me las hizo a mí, solo a mí. Los ojos que había en sus ojos eran mis ojos. Yo la besé. La besé cuando nadie aún la había besado. Cuando ni ella ni yo sabíamos lo que era besar. Besar de verdad. Besar con el alma.

     

Deseé que este recuerdo no cesara nunca de volar y lo sostuve en el aire todo el tiempo que pude. Pero, también, como los otros, como todos, cayó.  Y ahí está, como un cadáver, tendido en el suelo. Exhausto. A menudo, lo soplo para ver si se levanta y recobra el vuelo. Sería maravilloso verlo otra vez volando. Pero no hay manera, y eso que a veces parece que quiere despegar. Se agita, pero no lo logra. Ni siquiera consigue un vuelo corto. Sin embargo, lo peor de todo es que un día caerá también por la rendija, y entonces quizá ya nunca más vuelva a la memoria. Me apena esta posibilidad, pese a que su vuelo siempre acaba poniéndome triste.

 

 

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