Javier Huerta
Sábado, 24 de Julio de 2021

Cuba

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Ahora que el caimán parece despertar de un letargo de sesenta y dos años, que se dice pronto, me acuerdo de mis amigos cubanos, que en los 70 y 80 decidieron protestar contra el régimen de Fidel Castro del único modo que podían hacerlo: abandonando su país, no sin antes sufrir humillaciones y vejaciones sin cuento.

 

Habían tomado esa decisión sabiendo que ya no volverían nunca a la patria, pero con la esperanza de encontrar en otros lugares la libertad perdida. En Europa y, sobre todo, en España, eran recibidos con no poco recelo y, a veces, hasta con hostilidad. ¿Cómo era posible que los tales abandonaran un régimen concebido para la felicidad universal, la nueva sociedad, el hombre nuevo, la maravillosa utopía anunciada por el profeta Marx y realizada aquí en la tierra por Lenin, Stalin, Mao y otros grandes timoneles? ¡Algo habrían hecho! A buen seguro que eran infiltrados de la CIA, fascistas camuflados, traidores a la nación. Pero no, la mayoría había comulgado con los ideales de la Revolución en un primer momento e, incluso, en un segundo y en un tercero… Solo que con el tiempo se fueron dando cuenta de que los ideales, entregado Fidel a la disciplina de la Unión Soviética, habían abocado a una dictadura peor aún que la de Batista. Pero en la vida muelle del occidente capitalista seguía primando la épica barbuda del líder supremo?“la historia me absolverá”?o el ejemplo del Ché, cuya efigie de santo laico no faltaba en las habitaciones de todo joven que se preciara de contestatario.

           

Sin embargo, el goteo incesante de exiliados cubanos retumbaba cada vez con mayor fuerza en las conciencias de aquella gauche, que más que divine era diabolique. A sus voceros les traían al pairo los balseros, los marielitos, toda esa famélica legión de inmigrantes que Castro llegó a calificar de escoria humana. Lo que más mella les hacía eran los grandes nombres de la intelectualidad que desertaban del paraíso cubano y que, además, no eran gente cualquiera sino escritores de prestigio:  Guillermo Cabrera Infante, en Londres, Severo Sarduy, en París… Y encima, los cubanos de España.

           

Las circunstancias quisieron que, en mis primeros pasos como profesor universitario, entrara en contacto con algunos de ellos. Por ejemplo, el periodista y novelista Carlos Alberto Montaner, fundador de la editorial Plaza Mayor (luego Playor), donde algunos jóvenes filólogos publicamos en la década de los 80 nuestros primeros libros. Montaner, autor de una documentadísima biografía de Fidel, acogió generoso a los compatriotas que llegaban a Madrid con lo puesto. Así, por ejemplo, los poetas Edith Llerena y Pío E. Serrano. La primera había sido guerrillera en los primeros momentos de la Revolución. El segundo, profesor de Filosofía (marxista, por supuesto) en la Universidad de La Habana. Serrano era discípulo del gran Lezama Lima, y en su homenaje fundaría años después una editorial, aún viva, con la cabecera de la revista que fundara el autor de Paradiso: ‘Verbum’. En más de una ocasión Pío se acercó por Astorga, y tengo como entrañable recuerdo suyo un poema que publicó en su Segundo cuaderno de viaje, y que nos dedicó a mi mujer y a mí con motivo de nuestra boda en la ermita maragata de San Esteban.

 

Aunque nunca abandonó la isla, Lezama Lima había vivido con desgarro, por su condición homosexual, un penoso exilio interior. Algo parecido a lo que le ocurrió al dramaturgo y narrador Virgilio Piñera y, de modo mucho más trágico, a Reinaldo Arenas, torturado y encarcelado hasta que pudo escapar a los Estados Unidos. Arenas, con novelas como El mundo alucinante, es uno de los más notables seguidores del realismo maravilloso que acuñara su compatriota Alejo Carpentier. Su trágica peripecia es bien conocida por la película de Julian Schnabel, Antes que anochezca, basada en su autobiografía de igual título y protagonizada por Javier Bardem que, metido genialmente en la piel de Arenas,es probable comprendiera mejor las bondades del comunismo que no viviéndolo a la distancia, desde su lujosa residencia norteamericana.

           

Por entonces tuve también la oportunidad de conocer a Armando Valladares, que había pasado nada más que veintidós años en las cárceles castristas, de las que pudo salir merced a las gestiones del presidente François Miterrand. Otro de mis mejores amigos de entonces fue el novelista César Leante.  Nacido en México, había llegado a Cuba fascinado por la Revolución, y llegó a ejercer un alto cargo en el Ministerio de Cultura. Un día, haciendo escala en un país europeo, decidió, para ganar la dignidad de persona, perder el avión de vuelta. Después vinieron las terribles consecuencias para sus familiares, que tardarían tiempo en reunirse con él en Madrid. Con admirable empeño Leante fundó la editorial Pliegos, y escribió alguna novela de mérito, al estilo de su maestro Carpentier, como Capitán de cimarrones.

           

Aquellos intelectuales cubanos, humanamente encomiables porque hablaban sin rencor y desde la verdad de sus vidas, nos abrieron los ojos sobre la Cuba real que, a este lado del charco, algunos pintaban (la siguen pintando) idílica. Ahora tengo otros amigos cubanos más jóvenes, estudiantes en la universidad. Alguno de ellos escribe su tesis doctoral bajo mi dirección, como R.C., interesado por Piñera y el teatro en la época revolucionaria. Hace apenas cuatro días recibí de él un correo electrónico donde me hablaba de los problemas que estaba encontrando en sus pesquisas por los archivos cubanos: “Conseguir información sobre cualquier cosa que guarde relación con Cuba es un acto titánico, porque los funcionarios son muy celosos a la hora de permitir la consulta de los archivos. Para acceder a los documentos en Cuba he tenido que decir que la tesis doctoral es para una universidad extranjera, porque eso me hubiera señalado.” Lo que me cuenta mi alumno ocurre no en la Cuba de 1970 o 1980 sino en la de 2021. Una Cuba sometida a un régimen que nuestros mandatarios no saben bien definir: ¿una dictadura?, ¿una democracia orgánica, como lo era la franquista?, ¿una democracia real, como la Alemania del Este, la única de las dos que no era democrática? Ardua cuestión sobre la que no es fácil pronunciarse.Así que lo más pertinente es tirar de la retórica, esa herramienta de la que los artistas se valen para crear belleza y los políticos para adornar sus mentiras. “¿Es Cuba una dictadura?”. Y a tan transparente pregunta del entrevistador, el ilustre entrevistado no sabe sino responder balbuceando una oscurísima lítote: “Cuba no es una democracia”. Alguien más ingenioso hubiera contestado, parafraseando el título de la genial comedia de Tono y Mihura –Ni pobre ni rico sino todo lo contrario–, que Cuba no es una dictadura ni una democracia sino todo lo contrario.

 

En fin, el absurdo, esa constante humana, como desahogo, solo que en el caso de Cubasin la gracia redentora del teatro.

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