La regresión
La Ilustración trajo consigo el enorme avance cualitativo para el individuo de evolucionar de súbdito a ciudadano. Sobre la brasas de la declaración de los derechos del hombre se asó un nuevo concepto de humanidad que fue más allá de un simple cambio de palabras. La arrogancia de divinidad y sangre en realeza, aristocracia y clero de las edades Media y Moderna, viró a un poder popular más igualitario en las relaciones entre clases, por aquello de que la burguesía, el estamento de las urbes, se hizo con el poder, evidentemente con esa constante histórica de vocación de corrupción en el horizonte.
Innegable este avance de la historia asentado, por desgracia, más en lo teórico que en lo práctico, pero desde aquel bendito instante, el hombre tomó conciencia de su papel en el mundo como eje de la sociedad, supliendo el rol de mero instrumento al servicio de las élites de la nobleza, dueñas y señoras de vidas y haciendas de semejantes, para convertirse, al menos sobre el papel, en dueño de su destino.
Dos siglos ha perdurado la primacía del ciudadano sobre el súbdito, pero las nuevas corrientes, instaladas en una globalización económica y tecnológica, sin la cortapisa de la ética y la estética, han devuelto el tufo de una regresión en los valores esenciales y presenciales del hombre.
No son ahora testas coronadas ni estandartes o blasones los que cabalgan sobre este retroceso percibido con nitidez. A la vanguardia, un sistema inhumano de avaricias y plusvalías sin límite, que nos hace retornar a la condición de súbditos, desde la perspectiva de vernos convertidos en sujetos inermes por el ojo todopoderoso de una tecnología sin embridar. Hostil a muerte con nuestra condición inherente de pensamiento, resistencia y rebelión, la nueva edad lleva el sello tenebroso de una conquista mediante guerra silenciosa y fantasmal.
La pandemia del coronavirus se presenta como coartada, aunque las pezuñas de la bestia se dejaron ver bastante antes. Se empezó con el objeto inofensivo de un teléfono móvil, que hoy es un poderoso artilugio para conocer desde oscuros centros de poder lo más profundo de nuestros pensamientos. Se alabó el servicio instantáneo de conocimientos que prometía Internet, y ahora hay estudios científicos que demuestran que las nuevas generaciones pierden coeficiente intelectual, por atrofiar o adocenar la perfecta máquina que es el cerebro. Se hizo apología sin límites del ahorro sublime de complicaciones en las tareas laborales, y por la puerta de atrás se han colado canales de emisión de informaciones y datos que es imposible controlar, e incluso, seleccionar, en lo que se ha revelado avalancha esclavizadora.
El hombre retorna a la condición de súbdito desde la segregación inherente de los idiomas y lenguas. El frente abierto entre lo analógico y lo digital es una metáfora de la torre de Babel. Ya no hay otra alternativa que hablar con una máquina y estar al albur de un algoritmo incapaz de ser sensible a una angustia, una meditación o un matiz del indefenso interlocutor. Millones de humanos se ven condenados a la condición de analfabetos silenciosos, pese a ejemplos contrastados de innegable riqueza intelectual, por las prisas voraces de una tecnología con aversión más que probada a las transiciones sosegadas y pacíficas que demoren réditos.
La condición de ciudadano se vinculó a otra con fines comerciales: la de cliente. Para las empresas de ayer, éste era una cima a escalar; había que mimarlo para conservar su confianza en pro del sano y lógico beneficio del negocio. Del pasado al presente, esta figura se ha difuminado hasta la práctica desaparición. Y todo ello porque se le ha perdido de vista.
Buen ejemplo puede ser el de las entidades bancarias que, guardianes de los ahorros y haberes de la gente, han caído en la cuenta de creerse que tienen la sartén por el mango y fuerzan a sus impositores a aceptar condiciones leoninas, puro trágala, en la gestión de bienes ajenos que entienden como propios y sometidos a su voluntad. Imponen la interrelación anulando el cara a cara. Nos hacen siervos de horarios antojadizos, de inmersiones en la red fiándonos en sistemas de seguridad que, en mentalidades con todo el derecho, más escépticas, tienen justificada la renuencia. Un sector incapaz de mirar hacia atrás y apreciar que sus abusos en la neblinosa actividad financiera fueron reparados con una importante suma de dinero público, ese que es de todos, y parecen no comprenderlo, del cual buena parte está pendiente de devolución y que, de nuevo, en las arcas públicas, serviría para acometer una intensa obra social para esa ciudadanía cada día más abstracta.
No interpreten en este escrito mentalidad de caverna. En ella seguiríamos de no mediar en las edades de las distintas civilizaciones el poder renovador de la tecnología.
Se olvida que el pasado equiparó las humanidades a la técnica del conocimiento que aupó al hombre libre. Pero este es momento de avances más que dudosos en cuanto al progreso y asentamiento del ciudadano y, por el contrario, poderosos en la regresión a la condición de súbdito. Una tecnología desbocada, incontrolada, como la actual en estos pasos, esclaviza más que libera.
La Ilustración trajo consigo el enorme avance cualitativo para el individuo de evolucionar de súbdito a ciudadano. Sobre la brasas de la declaración de los derechos del hombre se asó un nuevo concepto de humanidad que fue más allá de un simple cambio de palabras. La arrogancia de divinidad y sangre en realeza, aristocracia y clero de las edades Media y Moderna, viró a un poder popular más igualitario en las relaciones entre clases, por aquello de que la burguesía, el estamento de las urbes, se hizo con el poder, evidentemente con esa constante histórica de vocación de corrupción en el horizonte.
Innegable este avance de la historia asentado, por desgracia, más en lo teórico que en lo práctico, pero desde aquel bendito instante, el hombre tomó conciencia de su papel en el mundo como eje de la sociedad, supliendo el rol de mero instrumento al servicio de las élites de la nobleza, dueñas y señoras de vidas y haciendas de semejantes, para convertirse, al menos sobre el papel, en dueño de su destino.
Dos siglos ha perdurado la primacía del ciudadano sobre el súbdito, pero las nuevas corrientes, instaladas en una globalización económica y tecnológica, sin la cortapisa de la ética y la estética, han devuelto el tufo de una regresión en los valores esenciales y presenciales del hombre.
No son ahora testas coronadas ni estandartes o blasones los que cabalgan sobre este retroceso percibido con nitidez. A la vanguardia, un sistema inhumano de avaricias y plusvalías sin límite, que nos hace retornar a la condición de súbditos, desde la perspectiva de vernos convertidos en sujetos inermes por el ojo todopoderoso de una tecnología sin embridar. Hostil a muerte con nuestra condición inherente de pensamiento, resistencia y rebelión, la nueva edad lleva el sello tenebroso de una conquista mediante guerra silenciosa y fantasmal.
La pandemia del coronavirus se presenta como coartada, aunque las pezuñas de la bestia se dejaron ver bastante antes. Se empezó con el objeto inofensivo de un teléfono móvil, que hoy es un poderoso artilugio para conocer desde oscuros centros de poder lo más profundo de nuestros pensamientos. Se alabó el servicio instantáneo de conocimientos que prometía Internet, y ahora hay estudios científicos que demuestran que las nuevas generaciones pierden coeficiente intelectual, por atrofiar o adocenar la perfecta máquina que es el cerebro. Se hizo apología sin límites del ahorro sublime de complicaciones en las tareas laborales, y por la puerta de atrás se han colado canales de emisión de informaciones y datos que es imposible controlar, e incluso, seleccionar, en lo que se ha revelado avalancha esclavizadora.
El hombre retorna a la condición de súbdito desde la segregación inherente de los idiomas y lenguas. El frente abierto entre lo analógico y lo digital es una metáfora de la torre de Babel. Ya no hay otra alternativa que hablar con una máquina y estar al albur de un algoritmo incapaz de ser sensible a una angustia, una meditación o un matiz del indefenso interlocutor. Millones de humanos se ven condenados a la condición de analfabetos silenciosos, pese a ejemplos contrastados de innegable riqueza intelectual, por las prisas voraces de una tecnología con aversión más que probada a las transiciones sosegadas y pacíficas que demoren réditos.
La condición de ciudadano se vinculó a otra con fines comerciales: la de cliente. Para las empresas de ayer, éste era una cima a escalar; había que mimarlo para conservar su confianza en pro del sano y lógico beneficio del negocio. Del pasado al presente, esta figura se ha difuminado hasta la práctica desaparición. Y todo ello porque se le ha perdido de vista.
Buen ejemplo puede ser el de las entidades bancarias que, guardianes de los ahorros y haberes de la gente, han caído en la cuenta de creerse que tienen la sartén por el mango y fuerzan a sus impositores a aceptar condiciones leoninas, puro trágala, en la gestión de bienes ajenos que entienden como propios y sometidos a su voluntad. Imponen la interrelación anulando el cara a cara. Nos hacen siervos de horarios antojadizos, de inmersiones en la red fiándonos en sistemas de seguridad que, en mentalidades con todo el derecho, más escépticas, tienen justificada la renuencia. Un sector incapaz de mirar hacia atrás y apreciar que sus abusos en la neblinosa actividad financiera fueron reparados con una importante suma de dinero público, ese que es de todos, y parecen no comprenderlo, del cual buena parte está pendiente de devolución y que, de nuevo, en las arcas públicas, serviría para acometer una intensa obra social para esa ciudadanía cada día más abstracta.
No interpreten en este escrito mentalidad de caverna. En ella seguiríamos de no mediar en las edades de las distintas civilizaciones el poder renovador de la tecnología.
Se olvida que el pasado equiparó las humanidades a la técnica del conocimiento que aupó al hombre libre. Pero este es momento de avances más que dudosos en cuanto al progreso y asentamiento del ciudadano y, por el contrario, poderosos en la regresión a la condición de súbdito. Una tecnología desbocada, incontrolada, como la actual en estos pasos, esclaviza más que libera.