Catalina Tamayo
Viernes, 06 de Agosto de 2021

Lo inútil

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“No, lo noble, lo hermoso es batirse por nada.”

(Edmond Rostand. Cyrano de Bergerac)

 

 

Conozco una biblioteca. Es pequeña, modesta, modestísima. El dueño la ha ido haciendo poco a poco desde hace muchos años. Desde que era un adolescente. En ella hay libros diversos. Pero sobre todo se encuentran libros de filosofía, de literatura –novela, poesía y algo de teatro– y de historia. Muchos de estos libros son clásicos. No están todos los clásicos, ni mucho menos, peo sí hay unos cuantos, más incluso de los que el dueño seguramente vaya a leer. También se puede ver algún que otro libro de éxito mediático. Casi todos son viejos, tienen ya sus años. Unos, porque se compraron hace mucho tiempo. Otros, porque, aunque se han adquirido recientemente, proceden de librerías de viejo. Pero esto ni les quita ni les añade nada. No los hace mejores ni peores. No los hace distintos. Los libros tienen una vida larga. Con creces sobreviven a sus dueños. Pueden sobrevivir a muchas generaciones de hombres.

     

Alguna vez el dueño –por vanidad, hay que reconocerlo– la enseña. Los que la visitan la observan detenidamente y en silencio. Siempre circunspectos. Como si se tratara de un ritual. A algunos no les sorprende nada, quizá porque ellos disponen de otra mayor y mejor. Más nutrida. Pero hay otros a los que sí les extraña. De entre estos, los hay que piensan que en esta época del libro electrónico, en la que en un mínimo espacio puede caber una biblioteca de miles de volúmenes, una biblioteca que además puede ir con uno cómodamente a donde se desee, no tiene mucho sentido acumular tanto papel, que por otra parte no hace otra cosa que ocupar espacio y coger polvo. El dueño sabe todo esto, no es ingenuo, y no le importa destinar una parte de su morada a los libros, ni que estos se llenen un poco de polvo. No le importa porque a él le gusta verlos en la estantería. Verlos bien alineados. Disfruta ladeando la cabeza y leyendo en el lomo el título y el autor. A menudo, no puede resistir la tentación y extrae alguno. Lo abre por la primera página, la de cortesía, donde sabe que está su nombre, y un lugar y una fecha: dónde y cuándo lo compró. Lo lee y le viene a la cabeza un mundo que ya no existe.

 

Cada uno de estos libros tiene su mundo. Después, va pasando las páginas: una, otra, otra, y encuentra una frase subrayada. Se detiene en ella. La lee y busca el motivo que le hizo destacarla. La razón por la que quería que no se le olvidara. A veces, la encuentra y trata de entenderla. Otras, es imposible, por mucho que piense. Finalmente, cierra el libro y lo deja en su sitio. Lo deja como se deja a un amigo: con unas gotas de pesar. Tristemente. No obstante, le echa una última mirada, y después ya pasa a otro. Y sí, no tarda en olvidarlo.

     

Pero también están los que son más sutiles y se fijan en el tipo de libro que predomina en las estanterías. No lo dicen, pero lo piensan: “El contenido de estos libros es inútil. Es algo que no sirve para nada, porque en nada contribuye al progreso del hombre: ni resuelve problemas ni remedia necesidades”. “Y es verdad”, asiente el dueño en su interior, que siempre  acaba adivinado el pensamiento de estos visitantes. Sin embargo, pese a ello, la mirada del dueño permanece serena y clara. Igual de dulce. Nada en él se ha alterado. Nada de nada, porque sabe algo que puede que otros –como acaso estos mismos visitantes– ignoren. Sabe que lo que contienen estos libros –conocimientos humanísticos, y también científicos; poemas, historias; historias de amor– vale, y vale mucho, aunque no sirva para construir puentes ni para curar enfermedades, y casi nunca reporte beneficio económico alguno.

 

Vale por sí mismo. Es cierto, un conocimiento humanístico, o unos versos, o una historia de amor, no resuelven ningún problema práctico, pero alimentan el espíritu; lo liberan, lo elevan, le hacen volar alto, por encima de todo. Desde arriba, desde la distancia, no se ve ya igual. El horizonte es otro, más ancho, y se alcanza a ver más y mejor. Se observan cosas, aspectos, detalles, sutilezas que no se aprecian desde abajo, desde cerca. Es una mirada muy distinta. Una mirada que le desvela que en este mundo hay cosas que no sirven para nada, pero que es necesario que las haya. No es capaz de imaginarse su vida sin poemas y sin flores. Una flor no vale para nada, pero cuando alguien la corta para regalarla, para regalarla a la persona amada, se eleva por encima de todos los demás seres –de las bestias– y se hace humano. Muy humano. Y pocas cosas son comparables a recibir una flor –eso que no vale para nada– de la persona a la que se ama. Si no hubiera flores, al mundo materialmente no le pasaría gran cosa, pero ¿quién querría que no existieran las flores? Seguramente nadie. El dueño de la biblioteca tampoco, que sería capaz de arrancar las patatas para plantar rosas. Con frecuencia, lo superfluo es lo más necesario.

     

Superfluo nos puede parecer también el saber por el saber. La ciencia por la ciencia. El conocer sin más quizá no nos reporte beneficio económico, ni poder, ni tampoco prestigio social, pero –y esto lo sabe también de sobra el dueño– nos hace mejores, y lo bueno es siempre mejor que lo útil. No solo el arte, que ya sabemos por Óscar Wilde que es completamente inútil, sino también el conocimiento –la misma ciencia– ha desafiado, y aún desafía, la lógica utilitarista del beneficio monetario. Sí, todo puede comprarse, todo tiene un precio económico. Se puede comprar el éxito, y también –¡cómo no!– el poder. Pero el conocimiento, no. No hay dinero en el mundo que nos permita adquirir mecánicamente lo que otros saben. El conocimiento no es –como le dice Sócrates a Agatón en el Banquete– un líquido que fluye a través de un hilo de lana desde un recipiente lleno hasta otro vacío. No. El precio del conocimiento es otro. Es el precio de la pasión, del esfuerzo y del tiempo. Solo quien esté picado por la curiositas y esté dispuesto a esforzarse y a echar tiempo podrá aprender de quien sabe. Porque nadie puede hacer por nosotros ese trabajo esforzado y paciente que es aprender. No obstante, el que sabe nos puede ayudar a aprender eso que sabe. Y al enseñar también se puede conculcar la ley del mercado, porque se da algo, un conocimiento, que enriquece a quien lo recibe sin que el que lo da en absoluto se empobrezca, pues regalar un conocimiento, a diferencia de cualquier otra cosa, no hace que te quedes sin él.

     

Además, el valor del conocimiento –del conocimiento gratuito y desinteresado– está relacionado con la felicidad. Con la vida buena. En la memoria del dueño, aflora el recuerdo de Aristóteles. El recuerdo de que la vida dedicada al saber por ganas de saber es la vida perfecta. El estagirita le llama a esta vida la vida contemplativa. Una vida que solo está al alcance del hombre. Porque solo el conocimiento se puede adquirir con el instrumento que más distingue al hombre del resto de los seres vivos: la inteligencia. Sin duda, el placer y el éxito social nos pueden reportar cierto grado de felicidad. Pero este grado de felicidad no es comparable con el grado de felicidad que nos da el conocimiento. La felicidad del conocimiento es el grado más elevado de felicidad. Nada nos puede hacer más dichosos que conocer. El conocimiento es lo que más nos acerca a los dioses. Claro que no nos convierte en dioses, pero sí nos hace más humanos.

    

Con todo, se sabe que muchas investigaciones científicas que se hicieron no para resolver problemas sino para satisfacer la curiosidad acabaron resultando inesperadamente útiles. Por ejemplo, Marconi no habría podido inventar la radio sin las investigaciones científicas desinteresadas que hicieron Maxwell y Hertz sobre las ondas electromagnéticas. Sin locos desinteresados como estos, que jamás pensaron en la utilidad, que murieron pobres, algunos solos y olvidados, los hombres prácticos –los más conocidos– no habrían podido llenarnos el mundo de multitud de artefactos que nos hacen la vida mucho más llevadera. Sin aquellos, estos tampoco no habrían adquirido tanta riqueza ni se les habría concedido tanto reconocimiento social. Evidentemente, sin estos locos el mundo sería otro. Un mundo peor.

    

Cuando los visitantes –sean de un tipo, sean de otro– se van, el dueño vuelve a la biblioteca y se queda de pie en medio de la sala echando otra mirada a los libros. La última del día. Entonces, de pronto, sin necesidad de cerrar los ojos, de taponarse los oídos, comienza a ver y a oír cosas extraordinarias. Fascinantes. Ve a Aquiles batirse como un león en la guerra de Troya. Oye lo que Ulises le responde a Calipso cuando esta le pregunta si Penélope es más hermosa que ella. Ve cómo Aristóteles enseña al joven Alejandro allá en Pela. Resuenan las palabras que Epicuro, en su último día, le escribió a Idomeneo: “He tenido muchos dolores, sobre todo en la vejiga, pero el recuerdo de los días felices que pasamos juntos ha hecho que no fuera tanto y pudiera llevarlos con alegría”. Observa a Arquímedes muerto en el suelo, sangrando, sobre un dibujo geométrico. Escucha los pensamientos de Marco Aurelio en la guerra contra los bárbaros. Mira cómo San Agustín de Hipona se asombra al sorprender a San Ambrosio leyendo sin mover los labios. Oye los versos doloridos que Jorge Manrique le dedica a su padre después de haber muerto. Ve cómo Rinaldo, en el momento de llevarse la copa a los labios para beber, la baja y la deja sobre la mesa, desgarrado entre el deseo de saber y la prudencia de ignorar. Contempla a Eloísa, a Melibea, a Julieta, tan bellas, tan locamente enamoradas. Como un susurro le llega la frase Eppur si muove que Galileo pronunció por lo bajo después de haber abjurado del heliocentrismo ante el Tribunal de la Santa Inquisición. Ve a Faraday experimentando en su laboratorio con la electricidad sin pensar en nada práctico. Ve a Jim y a Huck navegando contentos en la balsa por el río Misisipi. Le taladran los oídos los gritos desesperados de los soldados españoles en Monte Arruit. Percibe el deseo encendido en los ojos de la casada infiel aquella noche de Santiago en que se apagaron los faroles y se encendieron los grillos. Mira cómo José María Palacio en una tarde azul sube al Espino con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas. Se ve “En los días buenos, de lluvia, en los días en los que nos quisimos totalmente”. Son voces e imágenes que terminan por desvanecerse. Por ser nada. Cuando esto ocurre, el dueño deja la biblioteca y se retira a descansar. Mañana será otro día.

     

Pero por estas voces y estas imágenes, aunque hechas con el barro del sueño de otros hombres, el dueño de la biblioteca ha podido salir de sí mismo y mudarse en otro. Ha podido ser de veras humano.

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