Adelina Rodríguez
Domingo, 08 de Agosto de 2021

Rostros

[Img #55133]

 

           

Abro la puerta de la peluquería y no hay más que una chica. Pero no es Susana.

           

—¿No está Susana? —pregunto—. Bueno, es igual; tengo que cortar el pelo, ¿puedo quedarme ya?

 

Su voz suena como la de Susana y no sé por qué me tutea. Me parece raro. Supongo que me conoce. Yo a ella, no.

 

Me mira muy sorprendida. Es alta, delgada y rubia como Susana.

           

—Sí, por supuesto —dice la chica sin que se borre el asombro de su cara—. Primero lavamos. Pasa aquí, por favor.

 

Me lava el pelo lentamente, sus manos parecen las de Susana. Pero no es Susana. Después pasamos al sillón del espejo.

           

—¿Cómo quieres el corte? —pregunta ella.

           

—Corto, muy corto —contesto.

 

Al salir de la peluquería me saluda muy efusiva una señora de mi edad. Me da recuerdos de  compañeras de trabajo jubiladas y caigo en la cuenta de que debe ser Amalia, la de Matemáticas. Me dice que me ve muy bien y le sigo la conversación fácilmente recordando, perfectamente, a mis antiguas compañeras, pero… ¿ a ella? ¿por qué me recuerda ella a mí y yo a ella no?

 

Sigo caminando un poco inquieta, extrañada por la sensación que me deja ese olvido repentino y entro en la tienda. Tampoco está el tendero de siempre. Digo hola y buenos días pero no lo llamo por su nombre porque no lo sé. No es él. ¿Tanto habrán cambiado las cosas desde que no salgo?

Enseguida me saluda otra señora, esta vez bajita y gorda.

           

—¡Hola, cuánto tiempo sin verla! ¿Cómo está usted? —dice la señora—. Bueno, me pareció verla a usted  ayer con su marido, pero iba despistada y no me vio.

           

—Puede ser. Perdone pero tengo bastante prisa, porque llevo un buen rato en la peluquería.

           

—¡Qué bien peina Susana! ¿verdad? La ha dejado muy guapa.

 

Ésta me trata de usted. No me tutea. ¿Por qué intento ser natural sonriendo al tendero y a la señora? Saco la lista y se me cae al suelo. Empiezo a pedir la compra procurando no mirar al tendero porque me está entrando miedo.

           

—Necesito algo de fruta del tiempo, poca y escogida: cerezas, nectarinas y paraguayos también 

—sigo sonriendo.

 

La señora continúa hablándome.

           

—Está muy cambiada Susana, ¿verdad? —dice mirando de reojo al tendero.

Los dos me observan sin disimulo. Yo a ellos también pero disimulando. ¿Por qué tengo que disimular?

           

—¡Que va! Yo la veo igual que siempre —respondo con la mayor naturalidad que puedo, enarcando las cejas y moviendo la cabeza en negación a los lados.

Vuelvo al coche preguntándome si se habrá vuelto la gente loca. Saco las gafas de sol del bolso y me las pongo. Con gafas, y además la mascarilla, pasaré más desapercibida. No quiero más encuentros. ¿Estaré loca yo? No creo.

 

Pero en el trayecto a casa mi inquietud aumenta al pensar en mi marido. En mi mente se mezclan, inmediatamente, dos rostros distintos. No sé cuál de los dos es él. Intento concentrarme en una y otra visión mientras voy conduciendo. Las dos se alternan en mi mente y no sé cuál es. Un rostro me parece más antiguo: con barba y bigote escasos, piel clara y ojos negros, media melena lisa y rala que sobrepasa un poco el cuello; el otro rostro muy distinto, más reciente creo, sin barba ni pelo, prácticamente calvo, pero de piel blanca y ojos negros. Pero…, ¿qué me pasa ?, ¿estoy chiflando o qué?

 

Aparco frente al portal, dejo las bolsas en el coche y subo rápidamente al apartamento. En el ascensor me muevo con pasos cortos casi en círculo, las manos en las caderas, luego en la frente, respiro hondo y tapo mi rostro con las palmas de las manos. El ascenso se me hace eterno. Los dos rostros se alternan en mi cabeza. Sigo dudando sobre cuál será el verdadero y si habrá más rostros.

 

Al meter la llave en la puerta mi corazón se embala y me tiemblan mucho las piernas. Entro y escucho su voz. Menos mal. Es la misma.

           

—¿Dónde has ido tan temprano, cielo?

           

—A la pelu y a la compra —digo rápido y respiro hondo deseando ver qué  rostro tiene.

           

—¿Cómo te has sentido en tu primera salida? —dice desde el baño.

           

—Mal, muy mal. Creo que no reconozco a la gente. ¿Por qué no la reconozco? ¿Es por el accidente?

           

Él sale del baño con una toalla enrollada en su cintura. Su rostro no tiene barba ni bigote, sus ojos son negros y su piel muy clara, es casi totalmente calvo. Se acerca a mí sonriendo y me estrecha en sus brazos. Entonces, cierro mis ojos y sí reconozco su calor, sus labios que me besan la frente y el pelo, su pecho ancho que mulle mi cara. Escondo mis sollozos en su axila.

 

Cuando mi corazón deja de golpear su pecho le hablo desde mi escondite.

           

—Viviré si es necesario con los ojos cerrados y te amaré igual, con tu rostro de antes o con otro distinto porque ya no los recuerde, o con uno nuevo cada día —digo aún llorando.

           

—Te acostumbrarás cariño, y desarrollarás estrategias de identificación de los rostros, eso han asegurado los médicos. Ya verás como podrás. Podremos. No pasa nada por eso.

 

 

 

 

 

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