El malestar
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“Pero hoy,
….
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.”
(Ángel González)
Era el día de la fiesta del pueblo. El día estaba bueno, espléndido. Un buen día de junio. José no recordaba un día de de San Juan tan caluroso. Ni cuando era niño hubo días de San Juan así.
José se encontraba en el comedor sentado a la mesa, que ya estaba puesta, con la mejor vajilla, la de la boda. La que se sacaba solo en las ocasiones especiales. José no tenía chaqueta ni corbata. Nada más llegar de misa, se las había quitado y las había colgado cuidadosamente en la percha del armario de su habitación. Estaba solo. Esperaba. Hacía ya un buen rato que había llegado a casa. Este año, después de misa, no quiso pasar por el bar a tomar un vaso. Prefirió venir directamente para casa. No tenía ganas de hablar con la gente. Se le había puesto un malestar en la boca del estómago. Por el camino, al pasar por las huertas, vio algunos rosales florecidos, y le llegó el olor de las rosas. Ese olor le recordó este mismo día cuando era niño. Para él era el olor del día de San Juan. Un olor inconfundible, que sin embargo nunca había sabido decir con un mínimo de precisión cómo era. Solo sabía que lo dejaba un poco ausente, como ido, y quizá también un poco triste. A veces tristísimo, como si le estuviera ocurriendo algo que ya no tuviera remedio. Algo irreversible.
Consultó el reloj, su viejo ‘Certina’, que tenía el cristal rayado. Eran casi las tres, y sus hijos todavía no habían venido. Seguramente estarían en el bar, entretenidos hablando con unos y con otros, sin darse cuenta de que a su padre le gustaba comer pronto, incluso también el día de la fiesta. Es verdad que el día de la fiesta siempre se ha comido tarde. “Tarde sí, pero no tanto”, se dijo en voz baja, un poco irritado. El malestar del estómago no cedía. “Estos hijos míos no han cambiado, siguen sin venir a la hora a comer”, añadió. Si su mujer hubiera estado, si la pobre viviera, se habría quejado a ella: “Carmen, no llegan esos rapaces, y yo quiero comer, tengo hambre”. Y Carmen le habría respondido: “no tardarán, no tardarán, tranquilo. Ten un poco de paciencia, hombre. Compréndelos. Están con los amigos. Hoy vienen todos los que están fuera, y les gusta verse, hablar, estar juntos. Ya sabes… ¿No tuviste tú su edad?” Sí, él había tenido también esos años, pero siempre había respetado a su padre, y había llegado a la hora. Si no siempre, casi siempre. Por las ganas, cuando llegaran, les echaría una buena reprimenda. Pero era consciente de que ya eran mayores, hombres casados, y con hijos, y que lo mejor que podía hacer era callar. Había que callar para tener paz. No quería echar la fiesta a perder solo por esto. No obstante, es posible que cuando llegaran no se aguantara y algo les dejara caer. Iba a ser difícil que no oyeran cuatro palabras.
Desde la cabecera de la mesa, a través de la ventana del salón, miró la huerta, más por hacer tiempo que por ver lo que había, pues lo que había lo sabía de sobra. Cómo no saberlo si estaba todo el día metido en la huerta, cavando aquí y allá, no parando. Cundo no era una cosa era otra, pero siempre haciendo algo. Por eso la tenía tan cuidada. Sin una hierba.
Miraba el cerezo cubierto por la red. Hacía dos semanas había avisado: “Si no venís a ponerle la red, no quedarán cerezas. Los tordos en dos días acabarán con ellas”. Y tenía razón. Vaya que sí la tenía. Solo había que ver el cerezo de Néstor, que por no taparlo los tordos no le dejaron nada, se las comieron todas. De poco sirvió que Néstor hubiera salido cada poco a espantarlos. En cuanto se metía en casa, bandadas de tordos se posaban en las ramas a picotear las cerezas, y en nada de tiempo acabaron con ellas. No le dejaron ni una. Y lo mismo le habría ocurrido a él, si no hubiera sido por que al día siguiente vino su hijo mayor, y entre los dos, con mucha paciencia y algo de maña, le pusieron la red al cerezo y dejaron a los malditos tordos a dos velas, que quedaron mirando para el sol.
El cerezo lo había plantado el año que se casó. Aún vivían sus padres. Tenía muchas ganas de tener un cerezo. Además, a Carmen le encantaban las cerezas. Lo plantó en contra de la opinión de su padre, que, cuando le dijo que pensaba poner un cerezo en la huerta, torció la cara y de mala manera le respondió que las cerezas serían para los tordos y que él no iba a comer ni una. Pero entonces nadie le ponía red a los cerezos. A los pocos cerezos que había por allí.
Un sábado de mediados febrero, por la mañana, marchó al vivero y compró el cerezo. Alfredo, su amigo, había ido con él. Por la tarde lo plantaron en la huerta, cerca de la higuera. Él hizo la poza. Ese año no dio nada, pero al siguiente ya tuvo algunas cerezas, y pudieron ver cómo eran. Carmen y Alfredo fueron los primeros en probarlas.
Alfredo y él eran amigos desde pequeños, desde que llevaban pantalón corto. Eran amigos incluso desde antes de entrar a la escuela. Los dos fueron muy trastos, pero él más. También estuvieron juntos en el instituto. Después, cada uno tomó su camino, pero siguieron siendo amigos. Igual de amigos. Aunque vivían lejos el uno del otro, se escribían y se llamaban por teléfono con frecuencia. En verano siempre se veían en el pueblo. Siempre amigos. Siempre hasta hace unos años, que Alfredo se enfadó. Una tontería de nada. José, aunque sabía que no tenía culpa ninguna, le pidió perdón muchas veces. Pero eso no fue suficiente para Alfredo, que acabó dejando de hablarle. No quería saber ya nada de él. Todo eso a José le dolía.
Ese mismo día de San Juan, a la salida de la iglesia, en el portal, un poco antes de comenzar la procesión, José hizo otro intento y lo buscó con la mirada, pero él le volvió la cara, y se marchó con otros en la procesión, como si nada. José se quedó solo, con cara de tonto. Caminaba por detrás del santo, casi en paralelo al cura, arrastrando un poco con los pies las espadañas y el hinojo que alfombraban las calles por donde pasaba la procesión. Los años, que no perdonan. A lo lejos veía a Alfredo, que también andaba con cierta dificultad, pese a que trataba de disimularlo. De hecho, al doblar una esquina tropezó con uno de los ramos que adornaban las fachadas de las casas y estuvo a punto de caerse de bruces. Si se hubiera caído, es casi seguro que José se habría alegrado, aunque después en su fuero interno sintiera vergüenza por ello. Estaba muy disgustado con Alfredo. Por eso, en cuanto terminó la procesión, no esperó a más y se vino para casa.
De pronto, escuchó el chirrido metálico de la puerta grande, y al instante la casa se llenó de risas, voces y portazos. Eran por fin ellos: sus hijos, sus yernos, sus nietos. Todos los que faltaban. Pese a los portazos, que lo irritaban sobremanera, le pareció que el malestar del estómago le estaba remitiendo. Al momento, vio a tres de sus nietas acercarse con el frutero al cerezo. Deshicieron uno de los cosidos de la red y se metieron debajo del árbol. Al instante se pusieron a pelar cerezas. Le agradó verlas, aunque veía que las estaban pelando sin rabo, de cualquier manera. Las pelaban hasta con hojas y todo, tronchando a veces algunas ramas. Dañando quizá al cerezo. Sin embargo, lo que lo alarmó de verdad fue ver a una de las niñas subida en las ramas altas intentando alcanzar las cerezas más maduras. Pero, por suerte, enseguida desistió y fue bajando poco a poco hasta llegar al suelo. “Menos mal”, pensó. Y pensaba bien, porque sabía que el cerezo era muy traidor: sus ramas se rompían con facilidad, y más de uno ya se había caído cogiendo cerezas y se había descalabrado.
En esto, alguien –seguramente su hija– dijo que a comer, y todos, sin dejar de reír y de hablar, fueron entrando en el comedor y sentándose en las sillas. Cada uno elegía la que le parecía. Era una fiesta. Mientras se acomodaban, él apartó la mirada de la ventana y les espetó con los ojos puestos en su hijo mayor: “Qué horas son estas de comer, llevo esperando una hora”. Estas palabras no lograron hacer el silencio en la mesa porque algunos no las escucharon y siguieron hablando y riendo. Pero su hijo mayor sí las escuchó. Las escuchó bien. Solo que no dijo nada, bajó la cabeza y continuó abriendo la botella de vino, como si eso no fuera con él. Después, cuando su padre parecía que ya no lo miraba, buscó a su hermana y le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. José, que aún se daba cuenta de todo, también de la complicidad de sus hijos, no quiso insistir más. Le bastaba con lo que había dicho. Había cumplido. Y ya solo quedaba ponerse a comer.
Enseguida, su hija y una de sus nueras comenzaron a servir el primer plato. Ensaladilla rusa. Comenzaron por él, que para eso era el jefe de la casa. El patriarca. La mayonesa le recordó de nuevo a su mujer. “Carmen no hubiera comido esto, le habrían tenido que hacer otra cosa”, pensó. Y la vio diciendo que no, que con eso ella no podía. Carmen no era como él, que comía de todo y no le hacía ascos a nada. A Carmen muchas comidas nuevas no le gustaban. No necesitaba probarlas para saber que no le iban. Le bastaba con verlas. Carmen era muy especial para la comida. Carmen. Cómo la echaba de menos. Sobre todo ese día, el día de la fiesta, que estaban todos. Ese día, más que ningún otro, sentía ese vació que le dejó cuando se fue. Ese vacío era más que un pozo profundo y oscuro. Era un abismo. Un abismo que no dejaba de llamarlo. “Papá, ¿te retiro ya el plato?”, le preguntó su hija. “Sí”, le contestó. Fue un “sí” pequeño, casi inaudible, como si temiera que al pronunciarlo fuerte la imagen de Carmen se le borrara y ya nunca más pudiera evocarla. A veces le torturaba la posibilidad de olvidar a su mujer. De que le hablaran de ella y no supiera quién era.
Mientras esperaba el segundo plato, cordero asado, levantó la vista y los miró a todos. Permaneció callado, solo quería verlos. Hablaban y reían. Perecían bien avenidos. Los veía felices. Sin embargo, sabía que podía ser que no fuera lo que parecía. Los años le habían enseñado que en todas las familias hay cosas y que detrás de la alegría bien se podía esconder la tristeza. Por eso no descartaba que esas risas ocultaran algunos celos, envidias, incluso odios. No se podía descartar nada. Porque las familias no son perfectas. La vida no es perfecta. Nada lo es. Pero de momento, el día de la fiesta del pueblo, el día más importante, habían venido todos, no había fallado ninguno, y estaban juntos, y sonreían. Los tenía a todos con él. Todos a su alrededor. Lo que no es poco. Para él esto lo era todo, o casi todo. Durante ese momento, notó que el malestar, aunque no se le había pasado, definitivamente le iba a menos.
Llegó el cordero. Y después del cordero, la fruta: las cerezas de casa. Finalmente, trajeron la tarta, que en la fiesta no podía faltar. Su hija y sus nueras querían traer una tarta de la pastelería. Una de esas tartas sofisticadas de sabores raros. Pero él se negó, no lo consintió, ni poco ni mucho. “La tarta será la de siempre, la que le encargaba tu madre al panadero, que es la mejor, la que le gustaba a ella”, había sentenciado muy rotundo, sin dar opción a nada. “Yo me ocupo de la tarta”, apostilló por último. Y sí, él habló con el panadero y la encargó. Era una tarta de crema y de bizcocho. Una tarta de las de toda la vida.
En cuanto terminó su trozo de tarta, dijo que se acostaba. No quiso esperar al café ni a las pastas. Quería descansar. Quedarse solo. Lo necesitaba. Se levantó y se encaminó hacia la habitación. Cuando salía del comedor, con evidentes signos de cansancio, su hija le dijo que habían estado con Marta, esa señora mayor que era de Madrid y que venía por el verano, que vivía cerca de la plaza, y que le había preguntado por él. Que le había dado muchos recuerdos. Él, sin detenerse, sin levantar siquiera la mirada, asintió levemente con la cabeza y no dijo ni media palabra. Nada.
Marta y él fueron novios. Pero eso no lo sabía su hija, ni nadie de los que estaban allí presentes. Eran demasiado jóvenes. Tampoco lo supo Carmen, o eso creía él. Alfredo sí. Alfredo sí lo sabía. Alfredo lo sabía casi todo de él. Pero de eso había pasado ya mucho tiempo. Una eternidad.
Sin embargo, el nombre de Marta se le quedó enredado en la cabeza, latiéndole en las sienes, y al desvestirse, lentamente, con dificultad, al pie de la cama, le fueron viniendo los recuerdos. Ya en la cama, boca arriba, con los ojos cerrados, recordó que un día como hoy, el día de San Juan, también un día radiante, se hicieron novios. Fue ya al final, después de la verbena. Durante todo el día se habían mirado. Marta ese año había venido distinta. Había cambiado mucho. Era otra. José tampoco era el de siempre. Los dos habían dejado de ser niños. Tenían ya dieciséis años. Por la noche Marta había logrado que José bailara con ella. José era torpe. Pero a Marta no le importaba. Le gustaba así. Después, habían paseado solos por las calles oscuras del pueblo. Habían paseado como si no existiera el tiempo. Como si no existiera nada. Como si solo ellos existieran. Y por fin, en la plaza, desierta y silenciosa, cubierta de papeles de colores, vasos de plástico y botes vacíos de refrescos, como los restos de un naufragio, se habían besado. Desde entonces, ya no se separaron en todo el verano. Para José fue el mejor verano de su vida. Pero llegó septiembre y Marta tuvo que marchase. Cuando se despidieron, el día antes de irse Marta, por la noche, amparados por las sombras de las acacias de la iglesia, lloraron. Lloraron como niños pequeños. Al día siguiente, José madrugó para darle a Marta el último abrazo, el último beso, antes de subir al coche de línea.
Después de tanto tiempo, todavía ahora podía verla en la ventanilla diciéndole adiós con la mano mientras el coche de línea se alejaba. Se escribieron. Al principio con frecuencia, cada semana. Pero poco a poco las cartas se fueron espaciando. Hasta que dejaron de escribirse. En marzo José recibió la última carta de Marta. Pero lo peor fue que Marta ya no volvió el siguiente verano. Y se acabó todo. Marta estuvo muchos años sin pisar el pueblo, y cuando regresó, ya nada era igual: los dos tenían ya su vida hecha. Un hola, un qué tal, y poco más. Hubo años que ni eso. Sin embargo, hoy ella le mandaba recuerdos por su hija, y entonces él la recordaba. Esta vez no había podido evitarlo. Y sus recuerdos eran tan claros que parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Como si todo este tiempo –más de sesenta años– no hubiera pasado, fuera tan solo un sueño. El sueño de una noche cálida y serena de aquel verano. Parecía que mañana mismo volvería a ver a Marta, y a pasear con ella de la mano, como hacen los enamorados. Y que, antes de volverla a besar, le contaría este sueño extraño que había tenido anoche. Y entonces Marta se quedaría pensativa, un poco triste.
Papá, papá, ¿estás despierto?, le preguntó su hija muy bajito, con ternura, como si no quisiera despertarlo del todo. “Sí, ya llevo un poco despierto. ¿Qué es lo que quieres?”, le contestó José. “Es Alfredo. Viene a buscarte. Dice que si sales a dar un paseo por la carretera”, le dijo su hija. José abrió los ojos. La habitación no estaba completamente oscura, pues por las rendijas de la persiana penetraba una franja de claridad. Con todo, apenas pudo ver la cara de su hija, pese a que la tenían tan cerca, casi encima. Se quedó pensando. Callado. Como si no la hubiera oído. Después de un momento, su hija volvió a preguntarle: “¿Qué le digo?” Dile que voy ahora, le respondió de manera seca, casi áspera. Pero sin rastro ya de su malestar.
Por la carretera José caminaba despacio con Alfredo. A José le costaba despegar los pies del suelo. A Alfredo también, aunque no tanto. Ninguno de los dos llevaba bastón, pero los dos iban con el cuerpo encorvado, ya vencido. A veces se detenían y se quedaban hablando el uno enfrente del otro. Parados se explicaban mejor. Desde la puerta de casa, su hija los miraba, los veía alejarse lentamente carretera adelante. El campo estaba verde. La lluvia de hacía unos días había vigorizado los cultivos. Todavía quedaban en la cuneta algunos piornos en flor. Ese amarillo aún no se había ido del todo, pero no tardaría. Todo tiene su tiempo. Atardecía. De pronto, estallaron los primeros cohetes en el cielo. Un cielo limpio y sereno. Después, les llegó el sonido de la orquesta: “Sí, no, probando, hola, hola”. Al poco, la música. Algo más tarde, escucharon ya una canción. Y José volvió a recordar a Marta. Aquel verano. Y algo le subió desde el estómago hasta la garganta. En la garganta se le hizo un nudo y se le cortó el habla. También le llegó a los ojos, que se humedecieron y se nublaron. Ese algo no era el malestar, era otra cosa. Era lo mismo que había sentido por la mañana al inhalar el olor de las rosas. Exactamente lo mismo.
“Pero hoy,
….
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.”
(Ángel González)
Era el día de la fiesta del pueblo. El día estaba bueno, espléndido. Un buen día de junio. José no recordaba un día de de San Juan tan caluroso. Ni cuando era niño hubo días de San Juan así.
José se encontraba en el comedor sentado a la mesa, que ya estaba puesta, con la mejor vajilla, la de la boda. La que se sacaba solo en las ocasiones especiales. José no tenía chaqueta ni corbata. Nada más llegar de misa, se las había quitado y las había colgado cuidadosamente en la percha del armario de su habitación. Estaba solo. Esperaba. Hacía ya un buen rato que había llegado a casa. Este año, después de misa, no quiso pasar por el bar a tomar un vaso. Prefirió venir directamente para casa. No tenía ganas de hablar con la gente. Se le había puesto un malestar en la boca del estómago. Por el camino, al pasar por las huertas, vio algunos rosales florecidos, y le llegó el olor de las rosas. Ese olor le recordó este mismo día cuando era niño. Para él era el olor del día de San Juan. Un olor inconfundible, que sin embargo nunca había sabido decir con un mínimo de precisión cómo era. Solo sabía que lo dejaba un poco ausente, como ido, y quizá también un poco triste. A veces tristísimo, como si le estuviera ocurriendo algo que ya no tuviera remedio. Algo irreversible.
Consultó el reloj, su viejo ‘Certina’, que tenía el cristal rayado. Eran casi las tres, y sus hijos todavía no habían venido. Seguramente estarían en el bar, entretenidos hablando con unos y con otros, sin darse cuenta de que a su padre le gustaba comer pronto, incluso también el día de la fiesta. Es verdad que el día de la fiesta siempre se ha comido tarde. “Tarde sí, pero no tanto”, se dijo en voz baja, un poco irritado. El malestar del estómago no cedía. “Estos hijos míos no han cambiado, siguen sin venir a la hora a comer”, añadió. Si su mujer hubiera estado, si la pobre viviera, se habría quejado a ella: “Carmen, no llegan esos rapaces, y yo quiero comer, tengo hambre”. Y Carmen le habría respondido: “no tardarán, no tardarán, tranquilo. Ten un poco de paciencia, hombre. Compréndelos. Están con los amigos. Hoy vienen todos los que están fuera, y les gusta verse, hablar, estar juntos. Ya sabes… ¿No tuviste tú su edad?” Sí, él había tenido también esos años, pero siempre había respetado a su padre, y había llegado a la hora. Si no siempre, casi siempre. Por las ganas, cuando llegaran, les echaría una buena reprimenda. Pero era consciente de que ya eran mayores, hombres casados, y con hijos, y que lo mejor que podía hacer era callar. Había que callar para tener paz. No quería echar la fiesta a perder solo por esto. No obstante, es posible que cuando llegaran no se aguantara y algo les dejara caer. Iba a ser difícil que no oyeran cuatro palabras.
Desde la cabecera de la mesa, a través de la ventana del salón, miró la huerta, más por hacer tiempo que por ver lo que había, pues lo que había lo sabía de sobra. Cómo no saberlo si estaba todo el día metido en la huerta, cavando aquí y allá, no parando. Cundo no era una cosa era otra, pero siempre haciendo algo. Por eso la tenía tan cuidada. Sin una hierba.
Miraba el cerezo cubierto por la red. Hacía dos semanas había avisado: “Si no venís a ponerle la red, no quedarán cerezas. Los tordos en dos días acabarán con ellas”. Y tenía razón. Vaya que sí la tenía. Solo había que ver el cerezo de Néstor, que por no taparlo los tordos no le dejaron nada, se las comieron todas. De poco sirvió que Néstor hubiera salido cada poco a espantarlos. En cuanto se metía en casa, bandadas de tordos se posaban en las ramas a picotear las cerezas, y en nada de tiempo acabaron con ellas. No le dejaron ni una. Y lo mismo le habría ocurrido a él, si no hubiera sido por que al día siguiente vino su hijo mayor, y entre los dos, con mucha paciencia y algo de maña, le pusieron la red al cerezo y dejaron a los malditos tordos a dos velas, que quedaron mirando para el sol.
El cerezo lo había plantado el año que se casó. Aún vivían sus padres. Tenía muchas ganas de tener un cerezo. Además, a Carmen le encantaban las cerezas. Lo plantó en contra de la opinión de su padre, que, cuando le dijo que pensaba poner un cerezo en la huerta, torció la cara y de mala manera le respondió que las cerezas serían para los tordos y que él no iba a comer ni una. Pero entonces nadie le ponía red a los cerezos. A los pocos cerezos que había por allí.
Un sábado de mediados febrero, por la mañana, marchó al vivero y compró el cerezo. Alfredo, su amigo, había ido con él. Por la tarde lo plantaron en la huerta, cerca de la higuera. Él hizo la poza. Ese año no dio nada, pero al siguiente ya tuvo algunas cerezas, y pudieron ver cómo eran. Carmen y Alfredo fueron los primeros en probarlas.
Alfredo y él eran amigos desde pequeños, desde que llevaban pantalón corto. Eran amigos incluso desde antes de entrar a la escuela. Los dos fueron muy trastos, pero él más. También estuvieron juntos en el instituto. Después, cada uno tomó su camino, pero siguieron siendo amigos. Igual de amigos. Aunque vivían lejos el uno del otro, se escribían y se llamaban por teléfono con frecuencia. En verano siempre se veían en el pueblo. Siempre amigos. Siempre hasta hace unos años, que Alfredo se enfadó. Una tontería de nada. José, aunque sabía que no tenía culpa ninguna, le pidió perdón muchas veces. Pero eso no fue suficiente para Alfredo, que acabó dejando de hablarle. No quería saber ya nada de él. Todo eso a José le dolía.
Ese mismo día de San Juan, a la salida de la iglesia, en el portal, un poco antes de comenzar la procesión, José hizo otro intento y lo buscó con la mirada, pero él le volvió la cara, y se marchó con otros en la procesión, como si nada. José se quedó solo, con cara de tonto. Caminaba por detrás del santo, casi en paralelo al cura, arrastrando un poco con los pies las espadañas y el hinojo que alfombraban las calles por donde pasaba la procesión. Los años, que no perdonan. A lo lejos veía a Alfredo, que también andaba con cierta dificultad, pese a que trataba de disimularlo. De hecho, al doblar una esquina tropezó con uno de los ramos que adornaban las fachadas de las casas y estuvo a punto de caerse de bruces. Si se hubiera caído, es casi seguro que José se habría alegrado, aunque después en su fuero interno sintiera vergüenza por ello. Estaba muy disgustado con Alfredo. Por eso, en cuanto terminó la procesión, no esperó a más y se vino para casa.
De pronto, escuchó el chirrido metálico de la puerta grande, y al instante la casa se llenó de risas, voces y portazos. Eran por fin ellos: sus hijos, sus yernos, sus nietos. Todos los que faltaban. Pese a los portazos, que lo irritaban sobremanera, le pareció que el malestar del estómago le estaba remitiendo. Al momento, vio a tres de sus nietas acercarse con el frutero al cerezo. Deshicieron uno de los cosidos de la red y se metieron debajo del árbol. Al instante se pusieron a pelar cerezas. Le agradó verlas, aunque veía que las estaban pelando sin rabo, de cualquier manera. Las pelaban hasta con hojas y todo, tronchando a veces algunas ramas. Dañando quizá al cerezo. Sin embargo, lo que lo alarmó de verdad fue ver a una de las niñas subida en las ramas altas intentando alcanzar las cerezas más maduras. Pero, por suerte, enseguida desistió y fue bajando poco a poco hasta llegar al suelo. “Menos mal”, pensó. Y pensaba bien, porque sabía que el cerezo era muy traidor: sus ramas se rompían con facilidad, y más de uno ya se había caído cogiendo cerezas y se había descalabrado.
En esto, alguien –seguramente su hija– dijo que a comer, y todos, sin dejar de reír y de hablar, fueron entrando en el comedor y sentándose en las sillas. Cada uno elegía la que le parecía. Era una fiesta. Mientras se acomodaban, él apartó la mirada de la ventana y les espetó con los ojos puestos en su hijo mayor: “Qué horas son estas de comer, llevo esperando una hora”. Estas palabras no lograron hacer el silencio en la mesa porque algunos no las escucharon y siguieron hablando y riendo. Pero su hijo mayor sí las escuchó. Las escuchó bien. Solo que no dijo nada, bajó la cabeza y continuó abriendo la botella de vino, como si eso no fuera con él. Después, cuando su padre parecía que ya no lo miraba, buscó a su hermana y le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. José, que aún se daba cuenta de todo, también de la complicidad de sus hijos, no quiso insistir más. Le bastaba con lo que había dicho. Había cumplido. Y ya solo quedaba ponerse a comer.
Enseguida, su hija y una de sus nueras comenzaron a servir el primer plato. Ensaladilla rusa. Comenzaron por él, que para eso era el jefe de la casa. El patriarca. La mayonesa le recordó de nuevo a su mujer. “Carmen no hubiera comido esto, le habrían tenido que hacer otra cosa”, pensó. Y la vio diciendo que no, que con eso ella no podía. Carmen no era como él, que comía de todo y no le hacía ascos a nada. A Carmen muchas comidas nuevas no le gustaban. No necesitaba probarlas para saber que no le iban. Le bastaba con verlas. Carmen era muy especial para la comida. Carmen. Cómo la echaba de menos. Sobre todo ese día, el día de la fiesta, que estaban todos. Ese día, más que ningún otro, sentía ese vació que le dejó cuando se fue. Ese vacío era más que un pozo profundo y oscuro. Era un abismo. Un abismo que no dejaba de llamarlo. “Papá, ¿te retiro ya el plato?”, le preguntó su hija. “Sí”, le contestó. Fue un “sí” pequeño, casi inaudible, como si temiera que al pronunciarlo fuerte la imagen de Carmen se le borrara y ya nunca más pudiera evocarla. A veces le torturaba la posibilidad de olvidar a su mujer. De que le hablaran de ella y no supiera quién era.
Mientras esperaba el segundo plato, cordero asado, levantó la vista y los miró a todos. Permaneció callado, solo quería verlos. Hablaban y reían. Perecían bien avenidos. Los veía felices. Sin embargo, sabía que podía ser que no fuera lo que parecía. Los años le habían enseñado que en todas las familias hay cosas y que detrás de la alegría bien se podía esconder la tristeza. Por eso no descartaba que esas risas ocultaran algunos celos, envidias, incluso odios. No se podía descartar nada. Porque las familias no son perfectas. La vida no es perfecta. Nada lo es. Pero de momento, el día de la fiesta del pueblo, el día más importante, habían venido todos, no había fallado ninguno, y estaban juntos, y sonreían. Los tenía a todos con él. Todos a su alrededor. Lo que no es poco. Para él esto lo era todo, o casi todo. Durante ese momento, notó que el malestar, aunque no se le había pasado, definitivamente le iba a menos.
Llegó el cordero. Y después del cordero, la fruta: las cerezas de casa. Finalmente, trajeron la tarta, que en la fiesta no podía faltar. Su hija y sus nueras querían traer una tarta de la pastelería. Una de esas tartas sofisticadas de sabores raros. Pero él se negó, no lo consintió, ni poco ni mucho. “La tarta será la de siempre, la que le encargaba tu madre al panadero, que es la mejor, la que le gustaba a ella”, había sentenciado muy rotundo, sin dar opción a nada. “Yo me ocupo de la tarta”, apostilló por último. Y sí, él habló con el panadero y la encargó. Era una tarta de crema y de bizcocho. Una tarta de las de toda la vida.
En cuanto terminó su trozo de tarta, dijo que se acostaba. No quiso esperar al café ni a las pastas. Quería descansar. Quedarse solo. Lo necesitaba. Se levantó y se encaminó hacia la habitación. Cuando salía del comedor, con evidentes signos de cansancio, su hija le dijo que habían estado con Marta, esa señora mayor que era de Madrid y que venía por el verano, que vivía cerca de la plaza, y que le había preguntado por él. Que le había dado muchos recuerdos. Él, sin detenerse, sin levantar siquiera la mirada, asintió levemente con la cabeza y no dijo ni media palabra. Nada.
Marta y él fueron novios. Pero eso no lo sabía su hija, ni nadie de los que estaban allí presentes. Eran demasiado jóvenes. Tampoco lo supo Carmen, o eso creía él. Alfredo sí. Alfredo sí lo sabía. Alfredo lo sabía casi todo de él. Pero de eso había pasado ya mucho tiempo. Una eternidad.
Sin embargo, el nombre de Marta se le quedó enredado en la cabeza, latiéndole en las sienes, y al desvestirse, lentamente, con dificultad, al pie de la cama, le fueron viniendo los recuerdos. Ya en la cama, boca arriba, con los ojos cerrados, recordó que un día como hoy, el día de San Juan, también un día radiante, se hicieron novios. Fue ya al final, después de la verbena. Durante todo el día se habían mirado. Marta ese año había venido distinta. Había cambiado mucho. Era otra. José tampoco era el de siempre. Los dos habían dejado de ser niños. Tenían ya dieciséis años. Por la noche Marta había logrado que José bailara con ella. José era torpe. Pero a Marta no le importaba. Le gustaba así. Después, habían paseado solos por las calles oscuras del pueblo. Habían paseado como si no existiera el tiempo. Como si no existiera nada. Como si solo ellos existieran. Y por fin, en la plaza, desierta y silenciosa, cubierta de papeles de colores, vasos de plástico y botes vacíos de refrescos, como los restos de un naufragio, se habían besado. Desde entonces, ya no se separaron en todo el verano. Para José fue el mejor verano de su vida. Pero llegó septiembre y Marta tuvo que marchase. Cuando se despidieron, el día antes de irse Marta, por la noche, amparados por las sombras de las acacias de la iglesia, lloraron. Lloraron como niños pequeños. Al día siguiente, José madrugó para darle a Marta el último abrazo, el último beso, antes de subir al coche de línea.
Después de tanto tiempo, todavía ahora podía verla en la ventanilla diciéndole adiós con la mano mientras el coche de línea se alejaba. Se escribieron. Al principio con frecuencia, cada semana. Pero poco a poco las cartas se fueron espaciando. Hasta que dejaron de escribirse. En marzo José recibió la última carta de Marta. Pero lo peor fue que Marta ya no volvió el siguiente verano. Y se acabó todo. Marta estuvo muchos años sin pisar el pueblo, y cuando regresó, ya nada era igual: los dos tenían ya su vida hecha. Un hola, un qué tal, y poco más. Hubo años que ni eso. Sin embargo, hoy ella le mandaba recuerdos por su hija, y entonces él la recordaba. Esta vez no había podido evitarlo. Y sus recuerdos eran tan claros que parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Como si todo este tiempo –más de sesenta años– no hubiera pasado, fuera tan solo un sueño. El sueño de una noche cálida y serena de aquel verano. Parecía que mañana mismo volvería a ver a Marta, y a pasear con ella de la mano, como hacen los enamorados. Y que, antes de volverla a besar, le contaría este sueño extraño que había tenido anoche. Y entonces Marta se quedaría pensativa, un poco triste.
Papá, papá, ¿estás despierto?, le preguntó su hija muy bajito, con ternura, como si no quisiera despertarlo del todo. “Sí, ya llevo un poco despierto. ¿Qué es lo que quieres?”, le contestó José. “Es Alfredo. Viene a buscarte. Dice que si sales a dar un paseo por la carretera”, le dijo su hija. José abrió los ojos. La habitación no estaba completamente oscura, pues por las rendijas de la persiana penetraba una franja de claridad. Con todo, apenas pudo ver la cara de su hija, pese a que la tenían tan cerca, casi encima. Se quedó pensando. Callado. Como si no la hubiera oído. Después de un momento, su hija volvió a preguntarle: “¿Qué le digo?” Dile que voy ahora, le respondió de manera seca, casi áspera. Pero sin rastro ya de su malestar.
Por la carretera José caminaba despacio con Alfredo. A José le costaba despegar los pies del suelo. A Alfredo también, aunque no tanto. Ninguno de los dos llevaba bastón, pero los dos iban con el cuerpo encorvado, ya vencido. A veces se detenían y se quedaban hablando el uno enfrente del otro. Parados se explicaban mejor. Desde la puerta de casa, su hija los miraba, los veía alejarse lentamente carretera adelante. El campo estaba verde. La lluvia de hacía unos días había vigorizado los cultivos. Todavía quedaban en la cuneta algunos piornos en flor. Ese amarillo aún no se había ido del todo, pero no tardaría. Todo tiene su tiempo. Atardecía. De pronto, estallaron los primeros cohetes en el cielo. Un cielo limpio y sereno. Después, les llegó el sonido de la orquesta: “Sí, no, probando, hola, hola”. Al poco, la música. Algo más tarde, escucharon ya una canción. Y José volvió a recordar a Marta. Aquel verano. Y algo le subió desde el estómago hasta la garganta. En la garganta se le hizo un nudo y se le cortó el habla. También le llegó a los ojos, que se humedecieron y se nublaron. Ese algo no era el malestar, era otra cosa. Era lo mismo que había sentido por la mañana al inhalar el olor de las rosas. Exactamente lo mismo.