Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 14 de Agosto de 2021

Astorga escondida

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Astorga es mi imagen vívida del verano. Hoy, jubilado, quiero poner proa a una variedad estacional que abarque buena parte del año. La exclusividad del estío la idealiza, de ahí que pensar en calendas más rigurosas, como el otoño avanzado o el invierno, me enfrenten a una realidad más prosaica de este lugar y buena parte del hechizo se disipe.

 

Esta ha sido desde siempre mi zona de confort. Todas las pequeñas y grandes  cosas que alegran la vida se concitan en sus calles y parajes. Entre las primeras, el tranquilo paseo de una mañana fresca que puede llevarte a una mitad del día sofocante, nunca al borde del ahogo; ese dormir a pierna suelta al que predispone la cita fiel con una brisa nocturna; la intensidad de un atardecer en caprichosas e intensas pinceladas rojas sobre el horizonte; el vagar sin rumbo con la brújula imantada en las quiméricas coordenadas de a todas y a ninguna parte; los breves dos pasos del bullicio urbano a la placidez del campo, huerta o río. Entre las segundas, la única y colosal recompensa de  amistades añejas, proclives a la cascada de evocaciones de personajes, rincones, comercios, bares y otros lugares de despendole juvenil imborrables del disco duro de la memoria.

 

Astorga es eso y muchas cosas más, casi todas idílicas, pero la acumulación de años y experiencias nos vuelve exigentes con esos entornos del pasado, obcecados en su permanencia como asidero de tiempos imposibles de recuperar. Por eso hoy, los retornos ansiados y felices, encuentran algunos ejemplos de descuido que si no ofenden del todo, hacen inevitable una mueca de desaprobación. Son collejas en la conciencia de una Astorga genuina que, los que nos sentimos de aquí, portamos con irreductible orgullo.

 

En este nuevo agosto de pandemia, camuflado en la necesidad de ignorar y borrar, vía vacunas, las secuelas de estadísticas todavía preocupantes, Astorga se ha llenado de visitantes a caballo entre el reencuentro con el lugar y la curiosidad por una ciudad con una más que interesante oferta en dos puntos de apoyo esenciales del negocio turístico: monumentalidad y gastronomía. Colas ante los edificios más representativos de la ciudad y terrazas de bares y restaurantes atestadas, sin margen posible para la reserva de un condumio tardío, se hacen visión común de la cotidianidad ciudadana en este mes de éxodos masivos.

 

Los de aquí, los que vivimos otra dimensión de Astorga más intimista, nos felicitamos, un poco a regañadientes, de esta recuperación del pulso económico de lugar que asienta cuentas y proyectos en la industria nacional por excelencia. Pero también lamentamos el pertinaz olvido de lugares más recónditos o de huellas indelebles de un pasado cultural, de presencia o de paso, que merece una visibilidad que ayudaría a potenciar el ya de por sí generoso patrimonio ciudadano.

 

Me comentaba un amigo hace un par de días, con su miaja razonable de cabreo, el ostracismo en que está sumido un punto de referencia en la historia y la polémica locales como el edificio llamado de Las Emparedadas, cierto que oculto en la grandeza lindante de una catedral, pero con el indiscutible valor histórico de un monumento único que, al parecer, solo tiene parangón en el mundo con la ciudad de París. Aquí hay un maravilloso relato, sencillo, que pugna por salir de un anonimato inmerecido. Es uno de esos pequeños detalles que fecundan mitos y leyendas.

 

Casi al lado, discurre la calle del poeta Leopoldo Panero. Majestuosa en su frontal con el telón de la fachada catedralicia medio a escondidas. Entrar por ella, día o noche, es una cita con el pasmo interpretado en eufórico monólogo. A uno de sus lados montan guardia farolas decimonónicas que hacen de la noche un sortilegio de la luz. Es rúa para pasear, parar, pensar… pasear, parar, pensar… y embeberse, en su principio y final, con las lapidas del epitafio y estrofa del vate local, lamentablemente desdibujadas por su mucho tiempo al albur de los crudos y largos inviernos astorganos.

 

Va, igualmente, de lápidas. Sobre una casa en tal estado de ruina que se vendrá abajo de un momento a otro, se deja ver todavía el marchamo de una estancia astorgana de la escritora Concha Espina. Se dice que en dicha morada escribió algunos pasajes de su obra magna La Esfinge Maragata. No es huella para la eternidad, pero sí vestigio temporal de una grandeza literaria alumbrada a pie de obra. Esa lápida merece el indulto de la memoria en el olvido que será un derrumbe cantado.

 

Astorga es amiga del silencio. Cuando lo ejerce, aturde. Hay que vivirla en su compañía. Por eso se me hace difícil conciliarme con la irredenta costumbre hostelera de la música estridente o la televisión parlante sin espectadores, interrumpiendo la charla amiga o la discrepancia puntual de grupo. Es un palo metido a los radios de la rueda de la socialización.

 

Son apartes de Astorga que, no por escondidos (o irritantes), merecen el desapego que percibimos los que somos del verano de aquí, pero no perdemos la esperanza de ser y estar en todas las estaciones bajo el disfrute de su bien ganada relevancia en publicidad o privacidad. Aunque pensándolo bien….

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