Irse
![[Img #55276]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2021/9264__jose-manuel-dsc0071.jpg)
“Eres los sabores que tuviste en la boca de niño” (Pedro Simón. Los ingratos)
Desde que te fuiste, me acuerdo de muchas cosas. Son cosas que me llegan al pensamiento cuando me quedo solo. Cuando tú no estás. Son cosas tuyas y mías. De los dos. Solo de los dos. Cosas que a un tiempo me ponen alegre y triste. Y como no quiero perderlas, las voy a escribir. Además, las voy a escribir según me vienen, como las siento, de esa manera que a ti no te gusta, que te da vergüenza, pero que yo no puedo evitar, ni quiero, la verdad, porque soy así, tan tonto. Tonto de remate. Qué quieres que le haga.
Me acuerdo cuando tú siempre querías estar conmigo. No como ahora, que nos cruzamos por el pasillo y ni siquiera me miras. Pasas y no me dices nada. Parece que no existiera. Entonces, te faltaba tiempo para verme y echarte en mis brazos; para pegar tu cara a la mía; para besarme. Y yo, mientras te tenía en el cuello, te decía palabras bonitas, te llamaba de mil maneras, todas graciosas, y tú te reías, y te reías; no parabas de reírte. Nos reíamos los dos, enloquecidos, felices, como si el mundo fuera un paraíso. Nuestro paraíso. Por las noches me acostaba contigo. Eras tú la que me pedías que me metiera en tu cama, y yo encantado, ya ves. Te abrazaba. Te contaba un cuento. Siempre uno distinto.
¿Te acuerdas de aquel día que fui al colegio a contarles un cuento a los niños de tu clase? Un cuento mío. Parecido a los que yo cada noche inventaba para ti. Solo que más elaborado. Lo había escrito y el día antes te lo había leído. Y tú me habías dicho que te gustaba mucho. Cuando entré en clase estabais todos en círculo. Yo también me coloqué en el círculo, donde tu profesora me indicó. Entonces, con el permiso de la profesora, dejaste tu sitio y te pusiste a mi lado, pegadita a mí, orgullosa. Lo que yo daría por ver hoy en tus ojos aquel orgullo. El orgullo de que yo sea tu padre. Pero en tus ojos no encuentro más que indiferencia. Se han vuelto de hielo para mí.
Tengo otro recuerdo. Un pequeño recuerdo que me ha quedado entero en la memoria. Intacto. Es el recuerdo de aquella vez que tu hermano y su amigo te dejaron sola en una calle del pueblo de los abuelos. Fue el día de la fiesta. Es casi seguro que tú no lo recuerdes; eras muy pequeña; muy chiquitina; todavía un coco. Yo estaba en la plaza y te vi venir sola por la calle. Completamente sola. Tan pequeña. No sé lo que me dio. Tú aún no me habías visto. Cuando llegaste a la entrada de la plaza, te sentaste en el peldaño de la puerta de una casa donde había otros niños que no conocías de nada. Te sentías tan sola que no sabías qué hacer. Y eso fue lo mejor que se te ocurrió. Después, ya me viste, y entonces corriste desesperada hacia mí. En mis brazos rompiste a llorar. Temblabas, suspirabas. Yo no sabía qué hacerte ni qué decirte. De qué manera abrazarte. Cómo quererte.
Pero poco a poco fuiste creciendo. Yo lo notaba. Era consciente de todos tus cambios. Consciente del paso del tiempo: de cada minuto que se iba. Que se nos iba. Recuerdo también aquel día por la tarde que estábamos jugando en tu habitación. Después de hacer los deberes. Yo interrumpí el juego y te dije: “¡Qué poco nos queda de estar juntos, mi sol!” Te lo dije bajito, casi sin querer, como si se me hubiera escapado. Al poco me arrepentí. “¿Adónde te vas a ir, papá?”, me preguntaste, llena de asombro, y un poco asustada. “A ninguna parte, mi vida”, te contesté. Y después, con un hilo de voz, un hilo muy delgado, a punto de romperse, añadí: “Eres tú la que pronto se va a ir”. Y ya no recuerdo más. Como si se me hubiera borrado todo lo que vino a continuación. Y no sé cómo acabó aquello. No lo sé, o no quiero saberlo.
Solo sé que ya llegó lo que veía venir desde hacía tiempo. Lo que siempre he sabido. No llegó de repente, llegó despacito, sin hacer ruido, como quien no quiere la cosa; como una sombra. A pesar de que veía claramente cómo estaba llegando, cada paso que se daba, no quería creerlo. ¡Me dolía tanto! Pero un día no me quedó otra y tuve que aceptarlo. Recuerdo bien ese día. No se me va, y sé que no se me irá. Lo llevaré siempre conmigo. Como una espina. Fue el día que te decepcioné. Puedo decirte las palabras exactas que me dijiste. Todas y cada una de ellas. Ver el gesto de tu cara al decirlas; tu mirada apagada y triste. Decirte en qué lugar ocurrió todo. Creo que podría, incluso, alargar la mano y tocar esa decepción. Sentir en mis dedos todo aquel frío.
Desde ese día, todo sucedió más rápido hacia peor. El abismo, que ya llevaba un tiempo abriéndose, se fue haciendo a ojos vistas cada vez más grande. En este momento, lo veo tan enorme que me parece casi insalvable. Por eso recurro a estos recuerdos, para ver si puedo salvarlo y vuelvo a estar de alguna manera otra vez contigo. A estar contigo aunque nada más sea de esa manera tan precaria que nos permiten los recuerdos. Como pudieran estar acaso las sombras. Aunque nada más sea.
“Eres los sabores que tuviste en la boca de niño” (Pedro Simón. Los ingratos)
Desde que te fuiste, me acuerdo de muchas cosas. Son cosas que me llegan al pensamiento cuando me quedo solo. Cuando tú no estás. Son cosas tuyas y mías. De los dos. Solo de los dos. Cosas que a un tiempo me ponen alegre y triste. Y como no quiero perderlas, las voy a escribir. Además, las voy a escribir según me vienen, como las siento, de esa manera que a ti no te gusta, que te da vergüenza, pero que yo no puedo evitar, ni quiero, la verdad, porque soy así, tan tonto. Tonto de remate. Qué quieres que le haga.
Me acuerdo cuando tú siempre querías estar conmigo. No como ahora, que nos cruzamos por el pasillo y ni siquiera me miras. Pasas y no me dices nada. Parece que no existiera. Entonces, te faltaba tiempo para verme y echarte en mis brazos; para pegar tu cara a la mía; para besarme. Y yo, mientras te tenía en el cuello, te decía palabras bonitas, te llamaba de mil maneras, todas graciosas, y tú te reías, y te reías; no parabas de reírte. Nos reíamos los dos, enloquecidos, felices, como si el mundo fuera un paraíso. Nuestro paraíso. Por las noches me acostaba contigo. Eras tú la que me pedías que me metiera en tu cama, y yo encantado, ya ves. Te abrazaba. Te contaba un cuento. Siempre uno distinto.
¿Te acuerdas de aquel día que fui al colegio a contarles un cuento a los niños de tu clase? Un cuento mío. Parecido a los que yo cada noche inventaba para ti. Solo que más elaborado. Lo había escrito y el día antes te lo había leído. Y tú me habías dicho que te gustaba mucho. Cuando entré en clase estabais todos en círculo. Yo también me coloqué en el círculo, donde tu profesora me indicó. Entonces, con el permiso de la profesora, dejaste tu sitio y te pusiste a mi lado, pegadita a mí, orgullosa. Lo que yo daría por ver hoy en tus ojos aquel orgullo. El orgullo de que yo sea tu padre. Pero en tus ojos no encuentro más que indiferencia. Se han vuelto de hielo para mí.
Tengo otro recuerdo. Un pequeño recuerdo que me ha quedado entero en la memoria. Intacto. Es el recuerdo de aquella vez que tu hermano y su amigo te dejaron sola en una calle del pueblo de los abuelos. Fue el día de la fiesta. Es casi seguro que tú no lo recuerdes; eras muy pequeña; muy chiquitina; todavía un coco. Yo estaba en la plaza y te vi venir sola por la calle. Completamente sola. Tan pequeña. No sé lo que me dio. Tú aún no me habías visto. Cuando llegaste a la entrada de la plaza, te sentaste en el peldaño de la puerta de una casa donde había otros niños que no conocías de nada. Te sentías tan sola que no sabías qué hacer. Y eso fue lo mejor que se te ocurrió. Después, ya me viste, y entonces corriste desesperada hacia mí. En mis brazos rompiste a llorar. Temblabas, suspirabas. Yo no sabía qué hacerte ni qué decirte. De qué manera abrazarte. Cómo quererte.
Pero poco a poco fuiste creciendo. Yo lo notaba. Era consciente de todos tus cambios. Consciente del paso del tiempo: de cada minuto que se iba. Que se nos iba. Recuerdo también aquel día por la tarde que estábamos jugando en tu habitación. Después de hacer los deberes. Yo interrumpí el juego y te dije: “¡Qué poco nos queda de estar juntos, mi sol!” Te lo dije bajito, casi sin querer, como si se me hubiera escapado. Al poco me arrepentí. “¿Adónde te vas a ir, papá?”, me preguntaste, llena de asombro, y un poco asustada. “A ninguna parte, mi vida”, te contesté. Y después, con un hilo de voz, un hilo muy delgado, a punto de romperse, añadí: “Eres tú la que pronto se va a ir”. Y ya no recuerdo más. Como si se me hubiera borrado todo lo que vino a continuación. Y no sé cómo acabó aquello. No lo sé, o no quiero saberlo.
Solo sé que ya llegó lo que veía venir desde hacía tiempo. Lo que siempre he sabido. No llegó de repente, llegó despacito, sin hacer ruido, como quien no quiere la cosa; como una sombra. A pesar de que veía claramente cómo estaba llegando, cada paso que se daba, no quería creerlo. ¡Me dolía tanto! Pero un día no me quedó otra y tuve que aceptarlo. Recuerdo bien ese día. No se me va, y sé que no se me irá. Lo llevaré siempre conmigo. Como una espina. Fue el día que te decepcioné. Puedo decirte las palabras exactas que me dijiste. Todas y cada una de ellas. Ver el gesto de tu cara al decirlas; tu mirada apagada y triste. Decirte en qué lugar ocurrió todo. Creo que podría, incluso, alargar la mano y tocar esa decepción. Sentir en mis dedos todo aquel frío.
Desde ese día, todo sucedió más rápido hacia peor. El abismo, que ya llevaba un tiempo abriéndose, se fue haciendo a ojos vistas cada vez más grande. En este momento, lo veo tan enorme que me parece casi insalvable. Por eso recurro a estos recuerdos, para ver si puedo salvarlo y vuelvo a estar de alguna manera otra vez contigo. A estar contigo aunque nada más sea de esa manera tan precaria que nos permiten los recuerdos. Como pudieran estar acaso las sombras. Aunque nada más sea.