Carmen Laforet. Ya han pasado cien años
![[Img #55576]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2021/5681_carmen-laforet.jpg)
El seis de septiembre la escritora Carmen Laforet hubiera cumplido cien años pero murió hace 17, en el 2004. Es una fecha señalada que los medios están aprovechando para recordarla, a ella como persona y como escritora ganadora del primer premio Nadal en 1945.
Inesperado para ella y para el colectivo literario fue el que ella se llevara el premio de un concurso literario que iniciaba su andadura, inmediatamente acabada la guerra, con la intención de empezar a mover una cultura catalana que se había quedado achicharrada por las balas, los cañonazos y la mezquindad. En el entorno de la editorial Destino, la que establecía el premio, nadie la conocía, y ya se sabe que los premios y más el primero de un concurso nuevo y más en un entorno cultural catalán, siempre muy suyo, los premios se dan a los amigos y no a una jovencísima mujer (además) de 23 años. Todos esos inconvenientes para ser la ganadora acabaron convirtiéndose en factores a su favor por ser todos novedosos desde su diferente manera de escribir, su tema intimista poco corriente, su juventud, su sexo… Ganó. Con sorpresa para ella y para muchos que aspiraban al premio por ser mucho más veteranos, y se suponía que por eso expertos curtidos y, además, amigos de la editorial… La joven inexperta y con su novela en castellano ¡ganó!
A Carmen Laforet no es que le gustara escribir es que la escritura era su verdadero medio de comunicación con ella misma y, además, acabó siendo su medio de comunicación con el mundo. Siempre llevaba unos cuadernos consigo para ir apuntando todo lo que se le ocurría sobre la marcha, lo que necesitaba expresar o lo que veía a su alrededor que quería retener. Por eso mismo, por el hecho de que escribir era algo inherente a su naturaleza, una necesidad vital, no buscaba en su escritura subir los escalones del ego hasta ser aclamada como una gran literata sino simplemente que sus novelas fueran leídas y que le dieran un soporte económico para vivir libremente, eso es lo que ella más buscaba, la libertad de expresión y de movimiento. Pero pronto, demasiado pronto, le cayó el rayo fulminante del éxito, y ese rayo acabó fulminándola.
En este punto me gusta recordar las palabras del escritor catalán Josep Plá cuando decía que lo mejor que le puede pasar a un escritor es publicar después de muerto. De esta manera no hay presiones editoriales (por tiempos, por temas, por economía, por marketing) que coartan la creatividad.
Yo compartí vida muy de cerca con Carmen por aproximaciones familiares. Carmen Laforet era la madre de mi cuñada y en una importante etapa de su vida vivió en la casa familiar de ellos, que era vecina a la nuestra. Dos casas en comunicación constante. Carmen siempre estaba presente en todos los acontecimientos familiares y no familiares, siempre con una dulce sonrisa en su gesto, siempre su persona irradiaba presencia y bondad, y siempre estaba sobre todo callada. Se la veía a gusto y participativa tan solo con su figura pero poco intervenía en las conversaciones, podía estar atendiendo a lo que se hablaba, o pasaba, o podía estar recluida en sus ensueños, su expresión dulce y sonriente daba calor al entorno.
Era una mujer que vivió con pocas palabras y una dulce sonrisa en su boca. Lo que tenía que decir lo expresaba por escrito o simplemente lo callaba.
Una vez que vino a pasar la tarde a casa se encontró con ganas de hablar y me contó con detalle aquel desafortunado episodio de su vida que se cuenta en sus biografías sobre la quemazón de su boca y esófago al ingerir por error un vaso de una especie de sosa caustica (potasa) diluida en agua que la señora de servicio le dio por error cuando ella tenía tres años. Mucho tiempo (años) le costó recuperarse de aquellas heridas teniendo que someterse a dolorosas curas y a poder ingerir tan sólo líquidos. Esa tarde estaba habladora. Otro día hablando con ella del estudio que tenía yo en Madrid para escribir (entonces yo escribía en varios periódicos y revistas y vivíamos a las afueras de Madrid, en Majadahonda), comentaba con nostalgia la diferencia de su época con la mía y se lamentaba de no haber tenido la oportunidad de tener ella un estudio fuera de su vivienda familiar, un lugar sólo suyo e independiente donde poder refugiarse a escribir “hubiera sido muy distinta mi vida” se lamentó suavemente.
El piso familiar en la calle O’Donnell de Madrid era un piso relativamente pequeño, y en una misma estancia trabajaban ella y su marido, el escritor y editor Manuel Cerezales, tecleando y tecleando todo el día por lo que los cinco niños tenían que estar callados y reducidos a otra estancia para no molestar ni interrumpir las inspiraciones de los progenitores, y ahí entraba la actuación de la joven abulense Julia (quien estaría ligada a la familia hasta su vejez). Ella les entretenía y cuidaba para suplir esos vacíos maternos a los que Carmen, por las presiones literarias de haber sido ganadora de uno de los primeros premios literarios después de la debacle de la guerra, estaba obligada a asumirlos para cubrir las expectativas de sus editores y lectores. Esa presión por la gran expectativa por ‘lo siguiente a su primera y premiada novela Nada’ fue tremendamente negativa para la libertad y el fluir natural de su inclinación a la escritura. Presión sobre su ansiada libertad en todos los frentes que la llevó a separarse de su marido en 1970.
Cuando volvió de Roma, donde compartía tertulias con el exiliado Rafael Alberti, a Madrid (a mediados de los años 70) se estableció en un pequeño apartamento en el barrio de Salamanca. Entonces tenía pendiente la publicación de una novela que ya el editor tenía en galeradas (impresión de un libro en pruebas para corregir antes de la impresión definitiva) y solo faltaba escribir el prólogo. Yo me brindé a hacerle de secretaria y al salir de la facultad iba a su apartamento a escribir a máquina el dictado de su prólogo. No acababa de estar satisfecha con el resultado y cada día escribíamos un texto nuevo. Ella me preguntaba mi parecer y yo le decía (abusando de mi inexperiencia) que estaba muy bien, pero… a ella no acababa de convencerle y al día siguiente empezábamos de nuevo. Finalmente, cada día, acabábamos tomando el té y ella solía siempre dirigir la conversación hacia su familia, sus hijos y su hermano Eduardo. Tenía necesidad de familia, esa familia que había abandonado por su libertad pero que esta libertad no logró cubrir los espacios familiares. Aquella sesiones acabaron sin acabar de rematar y la novela en cuestión Al volver la esquina se publicó en el 2004, ya fallecida ella.
Llevaba siempre el mismo corte de pelo que le sentaba estupendamente al corte de su cara y un día me interesé por quien o dónde se cortaba el pelo y mi sorpresa fue que era ella misma quien se cortaba el pelo. Sorpresa porque una de las características más significativa de su personalidad era su despiste; era tremendamente despistada y no me pegaba nada que estuviera al tanto de su pelo y que además se lo cortara ella misma. A mí me parecía siempre un corte perfecto y muy adecuado. Otra característica significativa era su amor por el tabaco; fumaba mucho. Y entre el endémico despiste y el manejo de los pitillos hay más de una curiosa y divertida anécdota familiar.
Recuerdo una que no parece real pero que en familia se contaba como tal. En Roma, Carmen iba en un autobús sentada justo detrás del conductor. Ella iba fumando. Eran tiempos en que se podía fumar en los autobuses. Ella iba tan feliz e iba depositando la ceniza de su cigarrillo en una pequeña cavidad que tenía delante de su asiento y que ella tomaba por cenicero. Cada vez que ella hacía caer su ceniza dentro del ‘cenicero’ el conductor echaba una mirada a Carmen a través del retrovisor con cara de sorpresa e interrogación, Carmen, que se pensaba que la miraba a ella por deferencia, le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas, él, entonces, volvía a centrarse en su conducción. Y así repetidas veces. Pero Carmen acabó el cigarrillo y lógicamente aplastó la colilla dentro del ‘cenicero’. El bote y chillido del conductor fue inmenso y la sorpresa de Carmen mayúscula. Resultó que el pequeño hueco que Carmen había tomado por cenicero era en realidad el espacio cóncavo producido por el pantalón y el cinturón del conductor al ir sentado. En su despiste Carmen confundió ese espacio con el cenicero y la constante ceniza todavía le hacía ciertas cosquillas al cordial conductor, aunque le era difícil determinar de dónde procedía ese cosquilleo, pero apagar la colilla contra su piel fue un remate excesivo. Las grandes risas que producían siempre esta historia con este final del cigarrillo no llevaba la curiosidad a saber cómo resolvió la situación el conductor frente a Carmen. Sí, era muy despistada.
Me parece acertado lo que dice la escritora Anna Caballé en cuanto a que Carmen Laforet era una mujer en fuga.
Con estas pocas y sencillas líneas he querido recordar a Carmen Laforet en tan señalada fecha y agradecerle su cariño y su bondad. Si hubiera llegado a los cien años sería una ‘Nonna’ de cuento, dulce y sonriente con todo el mundo, y con el suave y afectuoso deje canario de “mi niña”, “mi niño”. Pero se fue antes. Nos quedamos con su recuerdo.
O témpora o mores
El seis de septiembre la escritora Carmen Laforet hubiera cumplido cien años pero murió hace 17, en el 2004. Es una fecha señalada que los medios están aprovechando para recordarla, a ella como persona y como escritora ganadora del primer premio Nadal en 1945.
Inesperado para ella y para el colectivo literario fue el que ella se llevara el premio de un concurso literario que iniciaba su andadura, inmediatamente acabada la guerra, con la intención de empezar a mover una cultura catalana que se había quedado achicharrada por las balas, los cañonazos y la mezquindad. En el entorno de la editorial Destino, la que establecía el premio, nadie la conocía, y ya se sabe que los premios y más el primero de un concurso nuevo y más en un entorno cultural catalán, siempre muy suyo, los premios se dan a los amigos y no a una jovencísima mujer (además) de 23 años. Todos esos inconvenientes para ser la ganadora acabaron convirtiéndose en factores a su favor por ser todos novedosos desde su diferente manera de escribir, su tema intimista poco corriente, su juventud, su sexo… Ganó. Con sorpresa para ella y para muchos que aspiraban al premio por ser mucho más veteranos, y se suponía que por eso expertos curtidos y, además, amigos de la editorial… La joven inexperta y con su novela en castellano ¡ganó!
A Carmen Laforet no es que le gustara escribir es que la escritura era su verdadero medio de comunicación con ella misma y, además, acabó siendo su medio de comunicación con el mundo. Siempre llevaba unos cuadernos consigo para ir apuntando todo lo que se le ocurría sobre la marcha, lo que necesitaba expresar o lo que veía a su alrededor que quería retener. Por eso mismo, por el hecho de que escribir era algo inherente a su naturaleza, una necesidad vital, no buscaba en su escritura subir los escalones del ego hasta ser aclamada como una gran literata sino simplemente que sus novelas fueran leídas y que le dieran un soporte económico para vivir libremente, eso es lo que ella más buscaba, la libertad de expresión y de movimiento. Pero pronto, demasiado pronto, le cayó el rayo fulminante del éxito, y ese rayo acabó fulminándola.
En este punto me gusta recordar las palabras del escritor catalán Josep Plá cuando decía que lo mejor que le puede pasar a un escritor es publicar después de muerto. De esta manera no hay presiones editoriales (por tiempos, por temas, por economía, por marketing) que coartan la creatividad.
Yo compartí vida muy de cerca con Carmen por aproximaciones familiares. Carmen Laforet era la madre de mi cuñada y en una importante etapa de su vida vivió en la casa familiar de ellos, que era vecina a la nuestra. Dos casas en comunicación constante. Carmen siempre estaba presente en todos los acontecimientos familiares y no familiares, siempre con una dulce sonrisa en su gesto, siempre su persona irradiaba presencia y bondad, y siempre estaba sobre todo callada. Se la veía a gusto y participativa tan solo con su figura pero poco intervenía en las conversaciones, podía estar atendiendo a lo que se hablaba, o pasaba, o podía estar recluida en sus ensueños, su expresión dulce y sonriente daba calor al entorno.
Era una mujer que vivió con pocas palabras y una dulce sonrisa en su boca. Lo que tenía que decir lo expresaba por escrito o simplemente lo callaba.
Una vez que vino a pasar la tarde a casa se encontró con ganas de hablar y me contó con detalle aquel desafortunado episodio de su vida que se cuenta en sus biografías sobre la quemazón de su boca y esófago al ingerir por error un vaso de una especie de sosa caustica (potasa) diluida en agua que la señora de servicio le dio por error cuando ella tenía tres años. Mucho tiempo (años) le costó recuperarse de aquellas heridas teniendo que someterse a dolorosas curas y a poder ingerir tan sólo líquidos. Esa tarde estaba habladora. Otro día hablando con ella del estudio que tenía yo en Madrid para escribir (entonces yo escribía en varios periódicos y revistas y vivíamos a las afueras de Madrid, en Majadahonda), comentaba con nostalgia la diferencia de su época con la mía y se lamentaba de no haber tenido la oportunidad de tener ella un estudio fuera de su vivienda familiar, un lugar sólo suyo e independiente donde poder refugiarse a escribir “hubiera sido muy distinta mi vida” se lamentó suavemente.
El piso familiar en la calle O’Donnell de Madrid era un piso relativamente pequeño, y en una misma estancia trabajaban ella y su marido, el escritor y editor Manuel Cerezales, tecleando y tecleando todo el día por lo que los cinco niños tenían que estar callados y reducidos a otra estancia para no molestar ni interrumpir las inspiraciones de los progenitores, y ahí entraba la actuación de la joven abulense Julia (quien estaría ligada a la familia hasta su vejez). Ella les entretenía y cuidaba para suplir esos vacíos maternos a los que Carmen, por las presiones literarias de haber sido ganadora de uno de los primeros premios literarios después de la debacle de la guerra, estaba obligada a asumirlos para cubrir las expectativas de sus editores y lectores. Esa presión por la gran expectativa por ‘lo siguiente a su primera y premiada novela Nada’ fue tremendamente negativa para la libertad y el fluir natural de su inclinación a la escritura. Presión sobre su ansiada libertad en todos los frentes que la llevó a separarse de su marido en 1970.
Cuando volvió de Roma, donde compartía tertulias con el exiliado Rafael Alberti, a Madrid (a mediados de los años 70) se estableció en un pequeño apartamento en el barrio de Salamanca. Entonces tenía pendiente la publicación de una novela que ya el editor tenía en galeradas (impresión de un libro en pruebas para corregir antes de la impresión definitiva) y solo faltaba escribir el prólogo. Yo me brindé a hacerle de secretaria y al salir de la facultad iba a su apartamento a escribir a máquina el dictado de su prólogo. No acababa de estar satisfecha con el resultado y cada día escribíamos un texto nuevo. Ella me preguntaba mi parecer y yo le decía (abusando de mi inexperiencia) que estaba muy bien, pero… a ella no acababa de convencerle y al día siguiente empezábamos de nuevo. Finalmente, cada día, acabábamos tomando el té y ella solía siempre dirigir la conversación hacia su familia, sus hijos y su hermano Eduardo. Tenía necesidad de familia, esa familia que había abandonado por su libertad pero que esta libertad no logró cubrir los espacios familiares. Aquella sesiones acabaron sin acabar de rematar y la novela en cuestión Al volver la esquina se publicó en el 2004, ya fallecida ella.
Llevaba siempre el mismo corte de pelo que le sentaba estupendamente al corte de su cara y un día me interesé por quien o dónde se cortaba el pelo y mi sorpresa fue que era ella misma quien se cortaba el pelo. Sorpresa porque una de las características más significativa de su personalidad era su despiste; era tremendamente despistada y no me pegaba nada que estuviera al tanto de su pelo y que además se lo cortara ella misma. A mí me parecía siempre un corte perfecto y muy adecuado. Otra característica significativa era su amor por el tabaco; fumaba mucho. Y entre el endémico despiste y el manejo de los pitillos hay más de una curiosa y divertida anécdota familiar.
Recuerdo una que no parece real pero que en familia se contaba como tal. En Roma, Carmen iba en un autobús sentada justo detrás del conductor. Ella iba fumando. Eran tiempos en que se podía fumar en los autobuses. Ella iba tan feliz e iba depositando la ceniza de su cigarrillo en una pequeña cavidad que tenía delante de su asiento y que ella tomaba por cenicero. Cada vez que ella hacía caer su ceniza dentro del ‘cenicero’ el conductor echaba una mirada a Carmen a través del retrovisor con cara de sorpresa e interrogación, Carmen, que se pensaba que la miraba a ella por deferencia, le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas, él, entonces, volvía a centrarse en su conducción. Y así repetidas veces. Pero Carmen acabó el cigarrillo y lógicamente aplastó la colilla dentro del ‘cenicero’. El bote y chillido del conductor fue inmenso y la sorpresa de Carmen mayúscula. Resultó que el pequeño hueco que Carmen había tomado por cenicero era en realidad el espacio cóncavo producido por el pantalón y el cinturón del conductor al ir sentado. En su despiste Carmen confundió ese espacio con el cenicero y la constante ceniza todavía le hacía ciertas cosquillas al cordial conductor, aunque le era difícil determinar de dónde procedía ese cosquilleo, pero apagar la colilla contra su piel fue un remate excesivo. Las grandes risas que producían siempre esta historia con este final del cigarrillo no llevaba la curiosidad a saber cómo resolvió la situación el conductor frente a Carmen. Sí, era muy despistada.
Me parece acertado lo que dice la escritora Anna Caballé en cuanto a que Carmen Laforet era una mujer en fuga.
Con estas pocas y sencillas líneas he querido recordar a Carmen Laforet en tan señalada fecha y agradecerle su cariño y su bondad. Si hubiera llegado a los cien años sería una ‘Nonna’ de cuento, dulce y sonriente con todo el mundo, y con el suave y afectuoso deje canario de “mi niña”, “mi niño”. Pero se fue antes. Nos quedamos con su recuerdo.
O témpora o mores