El círculo
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“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido” (Pablo Neruda)
Es mediodía. Estoy en el salón de casa. Miró por la ventana. Aún llueve. Toda la mañana ha estado lloviendo. Son las primeras lluvias del otoño. Es un día gris. También hace un poco de aire. De vez en cuando se agitan las ramas medio desnudas de los árboles del parque. La fuente no echa agua, la han cegado los niños. Por la calle apenas pasa gente. No se oye ningún ruido. Parece que el mundo se ha parado. Presiento que fuera hace frío. Del verano ya no queda nada. Nada. Solo los recuerdos. Pero los recuerdos son lo que son: sombras.
Esta tarde he quedado contigo. Ha sido cosa tuya. Si te digo la verdad, no me ha cogido de nuevas. En el fondo, hace tiempo que ya lo esperaba. Pese a todo, no me he quedado como si tal cosa, indiferente, pues por un instante he sentido que me faltaba el aire, que me ahogaba. Lo que sí me ha sorprendido es el whatsapp. Nunca lo hubiera imaginado de ti. Pero, pensándolo bien, lo comprendo: siempre es más fácil escribir que hablar; hablar cuesta más, mucho más. Y para ti esta situación también tiene que ser difícil. Estoy seguro.
Hemos quedado esta tarde en el mismo sitio y a la misma hora. También esto lo has decidido tú. A las seis. A las seis en esa cafetería. La misma cafetería donde comenzó todo. El círculo va a cerrarse. Allí estaré, puntual. Quizá incluso llegue antes que tú. Antes de tiempo. Invitaré yo, como la primera vez. No me importa.
Te llevaré el libro que me prestaste. Es una pena, porque todavía no he acabado de leerlo y me estaba gustando. También te devolveré las fotos; y la pluma, claro. La pluma estilográfica que me regalaste hace nada. Te lo entregaré todo. Todo menos la servilleta de papel en la que me escribiste tu número de teléfono aquella tarde. Una tarde muy distinta a esta. La mejor tarde. Tarde azul. Aún lo recuerdo bien. Recuerdo que, cuando me ibas a dar tu teléfono, yo, en lugar de sacar el móvil para grabarlo en contactos, te pedí que me lo escribieras en una servilleta. ¿Tú ya no te acuerdas? Pues aquello te hizo gracia, y sonreíste, extrañada, divertida. ¡No sabes lo guapa que te pusiste! Todavía hoy, al recordarlo, pese a todo, me conmuevo. Tiemblo. Y sí, no lo dudaste: cogiste la servilleta, le pediste al camarero un bolígrafo, y en ella escribiste tu número, y también tu nombre y tus apellidos, que esto último yo no te lo había pedido. Ese fue el primer regalo que me hiciste. Toda tú quedó en aquel pedazo de papel fino, casi transparente, tan débil. Te lo pedí por la misma razón que más adelante te pediría las fotos. Porque, si iba a haber algo entre nosotros, no quería que fuera virtual, como lo es todo ahora. No quería que fuera niebla, humo, vaho. Algo intangible, huidizo. Yo quería que esto nuestro fuera como eran hace años las cosas. Que tuviera alguna consistencia, aunque nada más fuera esa mínima consistencia que da la servilleta de papel de una cafetería. Algo que yo pudiera tocar. Ay, tocar lo que tú ya habías tocado. Sí, yo quería un amor como los de antes. El amor de siempre. El de las películas. Ese que yo veía en las películas antiguas. Por eso, por favor, deja que me quede con ella, que la guardaré en otro libro y me hará de marca páginas, para que, cuando me canse de leer, pueda desplegarla y pasar mi dedo por tu nombre, y eso será como si te estuviera tocando. Como si de alguna manera no te hubieras ido del todo.
Lo que más siento es que esta tarde lo vas a pasar mal. Porque, al fin y al cabo, tendremos que hablar, y me lo tendrás que decir. No te va a quedar otra. Pero no te preocupes, que te lo pondré fácil y haré que sea rápido. Y no lloraré. Ya me he imaginado muchas veces las palabras que vas a decirme, y he calculado hasta dónde me van a entrar, su profundidad, el destrozo que me causarán. Ya he visto todo su desorden. Tranquila, que tampoco pondré cara de cordero degollado. Ni siquiera pareceré triste. Cuando acabes, no te haré ningún reproche. Al contrario, te daré las gracias por todo el tiempo que me has dedicado. Por lo feliz que me has hecho. Seré breve, puedes estar segura.
Después, pagaré y nos iremos. Tú por un lado y yo por el otro. Lloverá, pues ya ves cómo está hoy el día de malo. Yo no abriré el paraguas. Dejaré que la lluvia me moje para que se confunda con mis lágrimas y nadie sepa que voy llorando, ni siquiera yo mismo. Sí, acabaré dándome la vuelta para verte, y te veré alejarte bajo el paraguas. Te veré velada allá lejos. Cada vez más velada y más lejos. Y esperaré a que la cortina de la lluvia, y la de mis lágrimas, te oculten del todo. Hasta que ya no seas.
Esta tarde, como todas las tardes, también irá cayendo. En el salón, desde la ventana –la misma ventana por la que ahora miro– veré cómo se va la tarde; esta tarde amarga. Es posible que ya no llueva y que en el horizonte se abra un claro por donde se pueda ver el sol rozando las montañas. El sol muriéndose. Tendré un libro en la mano y entre sus páginas la servilleta con tu teléfono y tu nombre. Y eso me bastará para saber que has existido, que no eres un sueño que he tenido a noche; un espejismo, una quimera. Para saber que hubo días en que fui dichoso. Que la felicidad sí existe, no es una ilusión. No lo es, no.
“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido” (Pablo Neruda)
Es mediodía. Estoy en el salón de casa. Miró por la ventana. Aún llueve. Toda la mañana ha estado lloviendo. Son las primeras lluvias del otoño. Es un día gris. También hace un poco de aire. De vez en cuando se agitan las ramas medio desnudas de los árboles del parque. La fuente no echa agua, la han cegado los niños. Por la calle apenas pasa gente. No se oye ningún ruido. Parece que el mundo se ha parado. Presiento que fuera hace frío. Del verano ya no queda nada. Nada. Solo los recuerdos. Pero los recuerdos son lo que son: sombras.
Esta tarde he quedado contigo. Ha sido cosa tuya. Si te digo la verdad, no me ha cogido de nuevas. En el fondo, hace tiempo que ya lo esperaba. Pese a todo, no me he quedado como si tal cosa, indiferente, pues por un instante he sentido que me faltaba el aire, que me ahogaba. Lo que sí me ha sorprendido es el whatsapp. Nunca lo hubiera imaginado de ti. Pero, pensándolo bien, lo comprendo: siempre es más fácil escribir que hablar; hablar cuesta más, mucho más. Y para ti esta situación también tiene que ser difícil. Estoy seguro.
Hemos quedado esta tarde en el mismo sitio y a la misma hora. También esto lo has decidido tú. A las seis. A las seis en esa cafetería. La misma cafetería donde comenzó todo. El círculo va a cerrarse. Allí estaré, puntual. Quizá incluso llegue antes que tú. Antes de tiempo. Invitaré yo, como la primera vez. No me importa.
Te llevaré el libro que me prestaste. Es una pena, porque todavía no he acabado de leerlo y me estaba gustando. También te devolveré las fotos; y la pluma, claro. La pluma estilográfica que me regalaste hace nada. Te lo entregaré todo. Todo menos la servilleta de papel en la que me escribiste tu número de teléfono aquella tarde. Una tarde muy distinta a esta. La mejor tarde. Tarde azul. Aún lo recuerdo bien. Recuerdo que, cuando me ibas a dar tu teléfono, yo, en lugar de sacar el móvil para grabarlo en contactos, te pedí que me lo escribieras en una servilleta. ¿Tú ya no te acuerdas? Pues aquello te hizo gracia, y sonreíste, extrañada, divertida. ¡No sabes lo guapa que te pusiste! Todavía hoy, al recordarlo, pese a todo, me conmuevo. Tiemblo. Y sí, no lo dudaste: cogiste la servilleta, le pediste al camarero un bolígrafo, y en ella escribiste tu número, y también tu nombre y tus apellidos, que esto último yo no te lo había pedido. Ese fue el primer regalo que me hiciste. Toda tú quedó en aquel pedazo de papel fino, casi transparente, tan débil. Te lo pedí por la misma razón que más adelante te pediría las fotos. Porque, si iba a haber algo entre nosotros, no quería que fuera virtual, como lo es todo ahora. No quería que fuera niebla, humo, vaho. Algo intangible, huidizo. Yo quería que esto nuestro fuera como eran hace años las cosas. Que tuviera alguna consistencia, aunque nada más fuera esa mínima consistencia que da la servilleta de papel de una cafetería. Algo que yo pudiera tocar. Ay, tocar lo que tú ya habías tocado. Sí, yo quería un amor como los de antes. El amor de siempre. El de las películas. Ese que yo veía en las películas antiguas. Por eso, por favor, deja que me quede con ella, que la guardaré en otro libro y me hará de marca páginas, para que, cuando me canse de leer, pueda desplegarla y pasar mi dedo por tu nombre, y eso será como si te estuviera tocando. Como si de alguna manera no te hubieras ido del todo.
Lo que más siento es que esta tarde lo vas a pasar mal. Porque, al fin y al cabo, tendremos que hablar, y me lo tendrás que decir. No te va a quedar otra. Pero no te preocupes, que te lo pondré fácil y haré que sea rápido. Y no lloraré. Ya me he imaginado muchas veces las palabras que vas a decirme, y he calculado hasta dónde me van a entrar, su profundidad, el destrozo que me causarán. Ya he visto todo su desorden. Tranquila, que tampoco pondré cara de cordero degollado. Ni siquiera pareceré triste. Cuando acabes, no te haré ningún reproche. Al contrario, te daré las gracias por todo el tiempo que me has dedicado. Por lo feliz que me has hecho. Seré breve, puedes estar segura.
Después, pagaré y nos iremos. Tú por un lado y yo por el otro. Lloverá, pues ya ves cómo está hoy el día de malo. Yo no abriré el paraguas. Dejaré que la lluvia me moje para que se confunda con mis lágrimas y nadie sepa que voy llorando, ni siquiera yo mismo. Sí, acabaré dándome la vuelta para verte, y te veré alejarte bajo el paraguas. Te veré velada allá lejos. Cada vez más velada y más lejos. Y esperaré a que la cortina de la lluvia, y la de mis lágrimas, te oculten del todo. Hasta que ya no seas.
Esta tarde, como todas las tardes, también irá cayendo. En el salón, desde la ventana –la misma ventana por la que ahora miro– veré cómo se va la tarde; esta tarde amarga. Es posible que ya no llueva y que en el horizonte se abra un claro por donde se pueda ver el sol rozando las montañas. El sol muriéndose. Tendré un libro en la mano y entre sus páginas la servilleta con tu teléfono y tu nombre. Y eso me bastará para saber que has existido, que no eres un sueño que he tenido a noche; un espejismo, una quimera. Para saber que hubo días en que fui dichoso. Que la felicidad sí existe, no es una ilusión. No lo es, no.