Cuasi otoño
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        			        			        			        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        			        			        			        			        	
                                
                    			        			        
        
                
        
         
![[Img #55656]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2021/329__dsc0203.jpg)
 
 
Cuando éramos niños (…)
la muerte lisa y llana
no existía. 
(…)Ahora veteranos(…)
empieza a ser la nuestra. 
M.Benedetti
 
Mientras camino por las calles vacías de mi pueblo en cuesta y advierto la desaparición de seres y de cosas acaecida en los últimos años, -“Aquí había una higuera, aquí un aprisco que ya no está, aquí vivía zutano, si parece que va a abrir la puerta y saludar” -me viene a la cabeza el revelador título del libro de Milan Kundela ‘La insoportable levedad del ser’. Humano, añadiría yo, porque somos los humanos los únicos seres vivos con capacidad de pensamiento y raciocinio conscientes de nuestra finitud.
 
Y tan insoportablemente insoportable nos resulta saber que un día desapareceremos, que nos hemos inventado un cielo donde permanecer eternamente -creer o no creer, ya lo he dicho más veces, pero lo repito, es una simple cuestión de fe-. Un cielo que nos sirve como consuelo y trata de explicar lo inexplicable, esto es, el gran misterio de ser y estar aquí y ahora. Esa es la función de las religiones.   
 
Creo además que toleramos tan mal esa futilidad nuestra porque mientras estamos sanos, mientras somos jóvenes, nos creemos dueños y señores -dioses- de nuestro cuerpo y mente. Y no lo somos. No tanto como pensamos. La química, el amasijo de nervios, tejidos, neuronas que nos conforman, nos condicionan enormemente. ¡Cuántas veces son sentimos tristes, cansados, irascibles, sin saber la causa! ¡Cuántas nos proponemos hacer cosas que luego no cumplimos o que nos salen de forma muy distinta a cómo las ideamos! ¡Y esto en circunstancias normales! Cuando envejecemos o enfermamos nuestras capacidades y el dominio y control sobre nosotros mismos se ve mucho más mermado.
 
Me llego al altozano desde donde se divisan los campos y sentada en un banco, contemplo la inmensidad del horizonte. Es esa inmensidad la que me hace dar cuenta que, como avis de paso que somos, no vale la pena darle demasiada importancia a lo que nos sucede. Creo que debemos apartar la trascendencia (la mía, la primera) y tomarnos las cosas con la misma levedad e inconsistencia que caracteriza nuestro transitar por el mundo.
 
Dejémonos fluir apaciblemente como esos campos de maíz que, en este tiempo de casi otoño, mece el viento (en realidad no somos mucho más que éstos dentro del conjunto del universo) intentando estar en armonía con nosotros, también con los otros. Y aunque nos tengamos que apear por un momento de la noria que rige el mundanal ruido, mirémonos dentro, interroguémonos, dialoguémonos, conozcámonos mejor. No hay nadie mejor que nosotros para saber y dar respuestas a lo que nos pasa.
 
Pese a nuestros sueños, afanes, deseos, somos una única estación (primavera cuando nacemos y crecemos, verano cuando estamos en nuestra mayor plenitud y apogeo, otoño cuando nos damos cuenta de nuestras limitaciones, invierno cuando nuestra vida toca a su fin) dentro del ciclo natural de estaciones que desde millones de años se repite. En el corto período de tiempo que supone una vida, entramos en contacto afectivo con personas que un día dejaron de existir, lo mismo que nosotros dejaremos de existir para aquellos que nos aman. Todos sin excepción, en mayor o menor medida, somos palimpsestos que conservamos los restos y huellas de quienes nos precedieron.
 
Me levanto y como el protagonista de Pedro Páramo me adentro en la calle donde vivieron los míos. Es entonces cuando escucho en mi imaginación, en realidad en la calle vacía no se escucha nada, un griterío de chavales que corren cuesta abajo siguiendo el rodar de la naranja amarga, aunque para ellos, estoy segura, esa naranja fue un tesoro. De pronto la descubro en mis manos. Se la entrego a un niño de ojos vivos de no más de diez años.“Gracias, señora”, me dice el niño que ya no existe, sonriendo. “No hay de qué”, me sorprendo contestando en voz alta.
 
Sigo caminando y al llegar a la casa familiar, cojo papel y folio, escribo:
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                                                                                                                                                                                                    
    
    
	
    
![[Img #55656]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2021/329__dsc0203.jpg)
Cuando éramos niños (…)
la muerte lisa y llana
no existía.
(…)Ahora veteranos(…)
empieza a ser la nuestra.
M.Benedetti
Mientras camino por las calles vacías de mi pueblo en cuesta y advierto la desaparición de seres y de cosas acaecida en los últimos años, -“Aquí había una higuera, aquí un aprisco que ya no está, aquí vivía zutano, si parece que va a abrir la puerta y saludar” -me viene a la cabeza el revelador título del libro de Milan Kundela ‘La insoportable levedad del ser’. Humano, añadiría yo, porque somos los humanos los únicos seres vivos con capacidad de pensamiento y raciocinio conscientes de nuestra finitud.
Y tan insoportablemente insoportable nos resulta saber que un día desapareceremos, que nos hemos inventado un cielo donde permanecer eternamente -creer o no creer, ya lo he dicho más veces, pero lo repito, es una simple cuestión de fe-. Un cielo que nos sirve como consuelo y trata de explicar lo inexplicable, esto es, el gran misterio de ser y estar aquí y ahora. Esa es la función de las religiones.
Creo además que toleramos tan mal esa futilidad nuestra porque mientras estamos sanos, mientras somos jóvenes, nos creemos dueños y señores -dioses- de nuestro cuerpo y mente. Y no lo somos. No tanto como pensamos. La química, el amasijo de nervios, tejidos, neuronas que nos conforman, nos condicionan enormemente. ¡Cuántas veces son sentimos tristes, cansados, irascibles, sin saber la causa! ¡Cuántas nos proponemos hacer cosas que luego no cumplimos o que nos salen de forma muy distinta a cómo las ideamos! ¡Y esto en circunstancias normales! Cuando envejecemos o enfermamos nuestras capacidades y el dominio y control sobre nosotros mismos se ve mucho más mermado.
Me llego al altozano desde donde se divisan los campos y sentada en un banco, contemplo la inmensidad del horizonte. Es esa inmensidad la que me hace dar cuenta que, como avis de paso que somos, no vale la pena darle demasiada importancia a lo que nos sucede. Creo que debemos apartar la trascendencia (la mía, la primera) y tomarnos las cosas con la misma levedad e inconsistencia que caracteriza nuestro transitar por el mundo.
Dejémonos fluir apaciblemente como esos campos de maíz que, en este tiempo de casi otoño, mece el viento (en realidad no somos mucho más que éstos dentro del conjunto del universo) intentando estar en armonía con nosotros, también con los otros. Y aunque nos tengamos que apear por un momento de la noria que rige el mundanal ruido, mirémonos dentro, interroguémonos, dialoguémonos, conozcámonos mejor. No hay nadie mejor que nosotros para saber y dar respuestas a lo que nos pasa.
Pese a nuestros sueños, afanes, deseos, somos una única estación (primavera cuando nacemos y crecemos, verano cuando estamos en nuestra mayor plenitud y apogeo, otoño cuando nos damos cuenta de nuestras limitaciones, invierno cuando nuestra vida toca a su fin) dentro del ciclo natural de estaciones que desde millones de años se repite. En el corto período de tiempo que supone una vida, entramos en contacto afectivo con personas que un día dejaron de existir, lo mismo que nosotros dejaremos de existir para aquellos que nos aman. Todos sin excepción, en mayor o menor medida, somos palimpsestos que conservamos los restos y huellas de quienes nos precedieron.
Me levanto y como el protagonista de Pedro Páramo me adentro en la calle donde vivieron los míos. Es entonces cuando escucho en mi imaginación, en realidad en la calle vacía no se escucha nada, un griterío de chavales que corren cuesta abajo siguiendo el rodar de la naranja amarga, aunque para ellos, estoy segura, esa naranja fue un tesoro. De pronto la descubro en mis manos. Se la entrego a un niño de ojos vivos de no más de diez años.“Gracias, señora”, me dice el niño que ya no existe, sonriendo. “No hay de qué”, me sorprendo contestando en voz alta.
Sigo caminando y al llegar a la casa familiar, cojo papel y folio, escribo:






