Javier Huerta
Sábado, 25 de Septiembre de 2021

Lorca manipulado / y 4

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Concluyo esta serie de saetas acerca de las torpes manipulaciones de que, en la actualidad, es objeto la figura y obra de Federico García Lorca, tocando otro de los temas considerados tabúes por el pensamiento dominante: la religión; mejor dicho, la religión católica. Un rancio anticlericalismo de orígenes decimonónicos, todavía vigente, ha entendido incompatible el humanismo cristiano ?una de las aportaciones gigantes de la civilización europea al mundo? con los valores del progreso y la democracia. Es esta una cuestión que no supieron negociar bien los gobiernos laicistas de la Segunda República?de ahí el odio que tantos templos y religiosos se llevó por delante? y que, por supuesto, tampoco resolvió la dictadura franquista, imponiendo el llamado nacionalcatolicismo, cuyas nefastas consecuencias todavía se echan de ver.

 

Pero estamos en el siglo XXI, y quien esto escribe es un acérrimo defensor del espíritu de la Transición, que tan feliz tabla rasa hizo de lo peor de aquellos dos regímenes fracasados. Y, sin embargo, cuesta sacudirse los prejuicios. Una parte de la izquierda se resiste a admitir, por ejemplo, la avenencia de republicanismo y cristianismo. El caso de Unamuno es bien conocido. También el de María Zambrano, sobre el cual ha escrito páginas admirables Antonio Colinas, no poco indignado por la mirada reductora que acerca de la pensadora tienden tantos zambranistas que, si por un lado, ensalzan su faceta de republicana cabal, por el otro ignoran escandalosamente la raíz cristiana de su pensamiento.

 

Escribo estas líneas desde la Fundación Universitaria Española, una venerable institución asentada en principios cristianos al servicio de la cultura, a donde la voluntad de conspicuos republicanos que eran a su vez católicos, como don Claudio Sánchez Albornoz, quiso que a sus fondos fuera a parar el Archivo de la Segunda República en el exilio. El autor de España, un enigma histórico era íntimo de don Pedro Sainz Rodríguez, ministro que fue del primer gobierno de Franco y artífice del plan de bachillerato vigente durante décadas y en el que tantos nos formamos. Don Claudio era un republicano de ley, a la vez que católico, mientras que don Pedro era un católico de la escuela menendezpelayiana, pero un político de firmes convicciones liberales y monárquicas que pronto lo apartaron de un césar visionario cuyo propósito era perpetuarse en el poder. Don Pedro y don Claudio, ilustres representantes de las dos Españas que, a pesar de haber militado en trincheras opuestas, supieron entenderse: todo un ejemplo para la memoria cainita en que algunos se han instalado.

 

García Lorca, republicano convicto y cercano al socialismo democrático de su maestro don Fernando de los Ríos, tan opuesto al radical del primer Prieto, Largo Caballero, Álvarez del Vayo y tantos otros, no vio contradicción alguna entre esas ideas y su fe católica, jondamente sentida. Lo escribo a la andaluza porque la religiosidad lorquiana es la genuina de su tierra, o sea barroca, fastuosa, espectacular, pagana. Por eso, al muy católico, aunque más pacato, don Manuel de Falla, no le hizo mucha gracia la “Oda al Santísimo Sacramento del Altar”, que como homenaje a su figura Lorca incluyó en el Romancero gitano. Falla no comprendió bien la atrevida imaginería de que Lorca se vale en este poema enorme, a medio camino entre la pirotecnia surrealista y la sensualidad típica de las procesiones del Corpus, no solo del andaluz. Como irreverencia intolerable debió interpretar que el poeta viera en la hostia consagrada un “cuerpo de luz humana con músculos de harina”; o que presentara al Demonio con maneras de donjuán: ”el enemigo bello” o el “mágico prodigioso de fuegos y colores”; o que de repente se aludiera a los “senos sin huella de la monja dormida”. También debieron escandalizarle los tan profanos requiebros al cuerpo de Cristo, que recuerdan los que los devotos lanzan a la Macarena: “Es tu cuerpo, galán, tu boca, tu cintura, / el gusto de tu sangre por los dientes helados. / […] ¡Oh Corpus Christi! ¡Oh Corpus de absoluto silencio / donde se quema el cisne y fulgura el leproso.”

 

Pese al voltaje sensual de estos versos, no se explicarían sin la pasión que Lorca sintió por dos grandes poetas religiosos del Siglo de Oro como lo fueron Lope y Calderón. En sus autos sacramentales supieron recoger esa desbordante carnalidad de la fiesta del Corpus, en la que entran en juego todos los sentidos, desde la contemplación de los prodigios mostrados en los carros al olfato que despierta el embriagante olor a incienso y azahar. Con un auto sacramental, La vida es sueño, que Calderón escribió sobre el asunto de su más famosa tragedia, comenzó Lorca aquella aventura única del Teatro Universitario La Barraca. No sin incomprensiones de los hunos y de los hotros. Por una parte, los comunistas ?Alberti, María Teresa León? lo acusaron de traicionar el laicismo del gobierno republicano que había subvencionado aquella empresa. ¡Y es que aquello no era teatro proletario! Por la otra, las derechas –“cerrado y sacristía”–vieron en aquella elección una falta intolerable de respeto al género cumbre de la dramática católica.

 

Y, en medio de la polémica política, el poeta a lo suyo: el arte, la poesía. Octubre de 1932. La Barraca presenta en el paraninfo de la Universidad de Madrid, calle de San Bernardo, el mencionado auto de Calderón de la Barca, con figurines y decorados de Benjamín Palencia. Entre el público la plana mayor del gobierno republicano, librepensadores, masones, agnósticos, ateos… Como solía hacer al principio de sus espectáculos, Lorca aparece con unas cuartillas en la mano y, entre otras cosas, lee lo siguiente: “Por el teatro de Calderón se llega al Fausto, y yo creo que él mismo ya llegó con El mágico prodigioso; y se llega al gran drama, al mejor drama que se representa miles de veces todos los días, a la mejor tragedia teatral que existe en el mundo, me refiero al santo sacrificio de la misa”. En esa “hermosa hora de la nueva España” que el Lorca republicano saluda con entusiasmo, no sobraba la religión.

 

De la idiosincrasia religiosa de Lorca nos dicen mucho las cartas que, desde Nueva York, envía a sus padres. En sus paseos domingueros por la metrópoli, Federico se complace en asistir a ceremonias de credos diferentes, que le sorprenden por su frialdad: “Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España. […] La adoración del Sacramento, el culto a la Virgen son en España de una absoluta personalidad y de una enorme poesía y belleza”. Solo cuando asiste a una iglesia rusa, ve en la solemnidad del rito ortodoxo algo parangonable a la liturgia católica, y aun así “la profundidad del catolicismo” le parece de mayor perfección.

 

Esta vivencia de lo sagrado, que aúna espiritualidad y corporalidad a partes iguales, recorre todo el espinazo de la obra lírica y dramática de García Lorca. Está en los poemas arcangélicos del Romancero gitano; está en los profundamente evangélicos y muy críticos contra el papa y Roma de Poeta en Nueva York; está en esa apoteosis emotiva con que abrocha su ‘Oda a Walt Whitman’, en la que imagina a “un niño negro” anunciando “a los blancos del oro la llegada del reino de la espiga”. Está, asimismo, en sus tragedias. En El público, su obra menos popular pero acaso la más ambiciosa, parangona la angustia del héroe, el Hombre 1, con la del Cristo crucificado. La imagen de la Pietà se superpone también en la escena final cuando la Madre recibe en sus brazos al hijo muerto, transformado en pez-luna. Y elementos similares se encuentran en Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba.

 

Es, pues, lo sagrado un componente fundamental del mundo lorquiano. Como lo es el peso de lo homoerótico, mas sustanciado de un modo muy distinto a las consignas banalizadoras de las corrientes LGTBi. Como lo es, asimismo, lo taurino, criminalizado por quienes no soportan lo diferente. Cercenar estos grandes temas, como suelen hacer algunos profesores, críticos y directores de escena, es mostrar nulo respeto a la que fue voluntad auténtica del poeta. Quieren un Lorca a la medida de su alicorta ideología. Quieren, en fin, una literatura descafeinada que deje de cumplir la misión sagrada de quitarnos el sueño para llevarnos al mundo de los sueños.

           

 

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