Pilar Blanco
Sábado, 25 de Septiembre de 2021

El destino nunca es un lugar

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Viajar empieza a suponerme, según voy cumpliendo años, un incordio cada vez mayor. Y eso que no se me han desvanecido, ni mucho menos, la capacidad de maravillarme ni el placer de asistir a los espectáculos de la naturaleza, a la plasmación en piedra, lienzo, partitura o palabras del inigualable don humano para transformar en materia tanto las emociones más elevadas o carnales como la profundidad de sus dudas o su conocimiento. Incluso así.

 

El primer escollo es concentrar en una maleta (o dos, o ciento) con el peso tasado todos los climas, los requerimientos previstos o sorpresivos, las necesidades de lectura, escritura, embalsamamiento cosmético y cualquier tipo de ocurrencia que pueda planteársele a la audaz viajera (en mayor proporción y drama que al audaz viajero unicalzonio).

 

Luego vienen todas las dificultades que los últimos tiempos han ido añadiendo al ya de por sí engorroso procedimiento: controles sanitarios y policiales, esperas, retrasos, cancelación de vuelos, peso del equipaje, reservas y facturaciones desde el móvil, aeropuertos en casadiós para abaratar precios que luego invertirás en taxis… Por si no hubiéramos tenido bastante con caminar descalzos y sujetándonos los pantalones charlot con una mano mientras en la otra llevamos, con escasa destreza camarera, la bandeja con el móvil, el reloj, los pendientes y collares, las gafas, los zapatos, los implantes dentales y cualquier otro adminículo sometido a escrutinio, siempre con el temor de que el detector de bombas salte a nuestro gentil paso. Que salta.

 

Con los años se va volviendo una más amiga del sosiego, es decir, renuente a ese incómodo “durante” que va entre el antes y el después de todo viaje, por muy atractivo que resulte; aunque el pre- (hacer maletas) y el pos- (deshacerlas) tampoco son moco de pavo.

 

No se trata de una postura moral ni distanciamiento exquisito ante el plebeyo apiñamiento del paisanaje en vacaciones. Es que viajar se ha vuelto un auténtico agobio de peceerres, esperas en los aeropuertos, hacinamientos en el avión, citas onlain en aplicaciones irritantes que nos marean durante horas delante de una pantalla inconmovible que solo sabe pedir códigos, claves y que identifiques farolas en unas fotos infames, que te deniegan una autorización porque has confundido un dígito que está a punto de romperte los tuyos de tanto teclear mientras te susurra Kafka en las meninges. Sin personas al otro lado que escuchen tu problema, resuelvan tu necesidad, ofrezcan alternativas, tengan voz y empatía en lugar de un eco metálico que repite “lo siento, no he entendido su respuesta” una y otra vez.

 

No es nuevo. De los viajes ha habido siempre defensores y detractores, personas templadas y personas coléricas que exponen sus motivos o golpean con ellos a quienes discrepan. Considero que cada uno tiene el derecho de opinar y el deber de respetar las opiniones ajenas, pero en el circo romano de las redes sociales ese ejercicio se ha vuelto imposible: de cualquier nonada se hace casus belli, brotan los insultos, se esgrimen mentiras interesadas, se siguen modas papanatas y se deja uno arrastrar por el aplauso de los petimetres o el consejo de los sin sustancia. Esta nueva religión, además, se está llenando de mártires que se asoman a los acantilados hasta abrazar el suelo con los dientes, que comen alacranes, se arrojan agua helada por encima o miel helada por dentro, se hacen mismis encaramados en grúas y rascacielos para eternizar su momento Ícaro… y así hasta el infinito de temeridades y parvadas que unos inventan para que los sigan millones de émulos y otros imitan para parecerse a sus admirados unineuronos a los que, precisamente por esa condición que comparten, habrán olvidado a los 30 segundos junto con lo que tanto les atrajo para reemplazarlo por la siguiente memez, pues el aplauso es explosión de autoestima que desaparece tan deprisa como llegó. Y deja el mismo vacío, la misma insatisfacción, la misma nada.

 

Siempre ha habido, la historia lo demuestra, viajeros ávidos de degustar ese cóctel on the rocks de adrenalina y peligro. Algunos, por interés científico, arriesgaron su vida e incluso la perdieron. Otros solo buscaban muescas que labrar con su navaja multiusos en su bastón de peregrino, en su mapa de cada continente, en su colección de experiencias y exotismos. También hay quienes erigen un cruceiro en el jardín de su casa -en su defecto les vale una maceta- donde en lugar de piedras acumulan suelas de las sucesivas botas sacrificadas en la noble labor de correcaminos, treparriscos, mullebosques, surcamares a la que dedicaron sus mejores años y de cuyos recuerdos se alimentarán durante los de decadencia y poltrona, que también llegan.

 

Yo misma, de ninguna manera Odisea, Burton o Magallanesa hiperactiva, ni siquiera modesta andariega por Alcarrias, Miños, Bidasoas, Cabreras, Ampurdanes o Castillas, he dejado deslenguadas más de un par. Y seguramente también, ay, los lomos, rodillas y tobillos otrora de garza y ya irrecuperables.

 

Existe también, a pesar de que en décadas de despendole viajero promovido y alentado por la industria turística más rapaz y esquilmadora se ha visto bastante disminuido, un nutrido grupo de defensores de la televisión, la mesa camilla, el brasero y el tapete con flecos a modo de alfombra mágica que les permite desplazarse sin desplazarse, conocer y degustar el universo mundo solo con desplegar las alas de algún libro o el alcance del mando a distancia. Así, sin despeinarse siquiera, sin recibir picaduras, asfixiarse de calor o perecer de frío, sin hacer colas, envenenarse de pestilencias bronceadoras, irritarse por los gritos de los niños, por los requerimientos de los nativos, por las pejigueras fronterizas o los consuetudinarios retrasos aéreos, es decir, sin ninguno de los inconvenientes y todas las ventajas, pueden sentir en primera fila el entusiasmo, el horror, la satisfacción, el arrobo sthendaliano o l’infinito sin soltar su taza de manzanilla o su cerveza 00, el pote de caldo berciano o la bolsa de porquería archisalada, grasienta y matarterias que prefieran engullir. Sin maletas, sin mochila, sin inquisidores aduaneros, sin molestos compañeros de asiento, conversaciones a un paso del alarido y sin la amenaza omnipresente del terrorismo que cada vez usa medios más retorcidos y sofisticados, desde el tramo de vía con deficiencias de construcción de las que nadie se hace cargo al paquete explosivo tradicional, desde los cazas excursionistas de alguna potencia de las que suele ejercer de johnwaine de la humanidad sin que nadie se lo haya pedido a los que ladran con misiles a cada avión que cruza su espacio aéreo sin cave canem previo, solo por demostrar que están ahí y que a ellos nadie les tose. Sin olvidarnos de los cientos de bebés llorones, niños aulladores, flatulencias musicales sin auriculares, conversaciones telefónicas sin brida ni silenciador; ni la carrera de los 500 metros sombrilla cada amanecer para pillar buen sitio.

 

Ellos, desde la butaca de su salita de estar de clase media viven a salvo del atropello silencioso de los patinetes eléctricos y del atropello orquestal de las motos a escape libre y otras muestras de libertad, libertad. Solo que esta con ira. Lo más triste es que al final de ese transiberiano que chupa nuestra intimidad y acaba con nuestra paciencia no están ni Samarkanda ni Siam ni las fuentes del Nilo, sino cualquier destino de medio pelo y cabellera turística completa donde desfilaremos cual arenques, todos en la misma dirección, con el mismo gesto, reaccionando igual ante parecidos estímulos: ¿Las Meninas?¡Ohhhhh!¿Un gofre de Nutella? ¡Ahhhhh! ¿Las Cataratas de Iguazú?¡Ohhhhhh!¿El nuevo Megatrampolín de Aqualandia? ¡Ahhhhh! ¿Un cocido maragato? ¡Ahhhhh?¿Unos gatos del Trastèvere? ¡Ohhhhh!¿Un turista haciendo balconing en Magaluf? Ja, ja, ja, ja… Y así. La antigua épica desbancada por la epílica, el héroe por el influencer y la ilusión viajera por el afán de huida ma non troppo en la que no se desconecta de nada, al contrario, se retransmite en directo cada paso, la paella grasienta, el conato de ahogamiento del niño, el berrido en estéreo de los congregados ante el pantallón que transmite el sempiterno partido del milenio, las muestras de alegría porque es verano, es el extranjero, es el viaje de estudios, es el pie fuera de mi pueblo (aunque me lleve el polvo secular pegado a la bota) o es el regreso a mi pueblo y con lo que nos está costando demostremos para la posteridad lo felices que éramos, lo mucho que nos divertíamos, lo que disfrutábamos juntos posando para la foto, actuando para el vídeo, ya volveremos un minuto más tarde a fijar la vista en la pantalla y seguir a lo nuestro, como siempre pero con otro decorado.

 

O tal vez no. Ojalá no.

 

Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Pessoa, mostraba en El libro del desasosiego su desprecio por los viajes y por la manía viajera de la gente: ¡Ah, que viajen los que no existen! ?dice. Parece que viajar va implícito en el hecho de existir, así que si existes viajas porque el viaje son los viajeros mismos. Según esto, lo que vemos no es lo que nuestros ojos nos muestran sino lo que realmente somos. Cuando cambiamos de lugar no dejamos nuestra personalidad antigua sentada en el sofá hasta nuestra vuelta, nos la llevamos puesta como nos llevamos nuestras preocupaciones, problemas, gustos y necesidades. Los zafios seguirán siendo zafios y los juerguistas juerguistas. Los amantes del arte disfrutarán con todo el arte que se les ponga a tiro y los de la naturaleza paladearán las maravillas florifaunas que les salgan al paso. Y el que pasa los días enganchado a videojuegos o deportes intentará por todos los medios satisfacer su adicción, como esos turistas que cambian de continente y se indignan si no hay tortilla de patata o pizza cuatro quesos, campanas mudas, bichos que no piquen y boñigas que no huelan, si el entorno no se ajusta a las dimensiones, usos y costumbres del patio de su casa, que es particular. Y cualquier país, cultura o circunstancia, a la línea que forma el triste círculo de sus ombligos.

 

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