Insólito
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“Es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices” (Montaigne)
Ayer, por la mañana, a media mañana, sobre las doce, cuando iba a visitarte, vi a dos jóvenes –un chico y una chica– sentados a una mesa en la terraza de la cafetería que está justo debajo de tu casa. Hasta aquí este hecho no tiene nada de extraordinario; un hecho consuetudinario más de la mañana; de estas mañanas serenas de verano. Pero la cosa cambia cuando reparo en que estos chicos no están con los móviles. No estaba cada uno con su teléfono ajeno al otro. Estaban hablando y sobre la mesa no se veía ningún móvil. Solo tenían los cafés. Más aún, y esto es lo que de verdad me sorprendió, ella tenía un libro en sus manos, desplegado, y le estaba leyendo algo a él, que escuchaba atentamente, casi con devoción. Es un cuadro extraño, de otro tiempo, de nuestro tiempo. Un maravilloso anacronismo ¿No te acuerdas que también nosotros de estudiantes nos leíamos cosas en las cafeterías de barrio cuando no podíamos pasear porque la tarde estaba fría o lluviosa?
Agucé mi vista, mi pobre vista, y mi oído, ya torpe también, pero no logré saber qué libro era ni lo que le estaba leyendo. Solo alcancé a ver que se trataba de un libro de bolsillo de la Colección Austral. La tapa gris indicaba que era un clásico. Me demoré un poco en tocar el timbre para ver si la chica giraba el libro y el título o el autor se hacían visibles. Pero la joven lo mantuvo en la misma posición y no pude ver nada. Tampoco alzó la voz y me fue imposible distinguir ninguna de sus palabras. Entonces, viendo que no había nada que hacer, ya presioné el timbre, y mientras me abrías, mi imaginación voló, y vi el título, y escuché la voz de la chica con claridad, como si estuviera leyendo para mí. Como si ella fueras tú, tú la de aquellos años, en una de aquellas sórdidas cafeterías.
El libro era la Odisea y le leía el encuentro de Ulises con Nausícaa en la isla de los feacios. En honor a Ulises se da una fiesta en el palacio real. Nausícaa, la hija del rey, joven –quizá de la misma edad que la chica que lee– y bella, a pesar de que sabe que no es posible, se acerca con su cuerpo de diosa, cimbreándose, a Ulises para hablarle, para que le hable, pues Atenea ha derramado sobre él la gracia y está irresistible. Pero Ulises se encuentra aburrido, perdido en el recuerdo de Ítaca, de Penélope, su esposa, y no se fija en Nausícaa: en sus caderas, en su pecho, en su boca. En nada. Sus ojos ya no ven más que a Penélope. Penélope ya no es tan joven ni tan hermosa, tampoco es una diosa, pero no importa, porque Penélope lo es todo para él. Penélope es Penélope. Penélope es su vida. Penélope.
En los labios de la chica la palabra Penélope tardó en apagarse; duró más que ninguna otra palabra. Una palabra que se le resistía a caer, a extinguirse, a no ser. Había leído con una voz un poco engolada, pero dulce, cristalina, atrevida, acariciadora, y es posible que algo ambigua. Parecía una diosa haciéndole una promesa a su héroe. Prometiéndole acaso la eternidad. Ser también un dios.
Esa imagen de los chicos en la terraza leyendo se me quedó todo el día en la memoria. Como flotando, como meciéndose, viva, intacta. Cuando dejé tu casa, después de decirte adiós, pensé en ella, y se me antojó una nube diminuta perdida en el cielo azul; todo azul. Una nube que no se sabe cómo ha aparecido. Nadie se atrevería a asegurar que ha surgido de la nada ni tampoco que ha llegado con el viento volando de algún lugar lejano. Estaba, y parecía que estaba como una osadía, como un desafío. Como una protesta contra el color azul, que ha acabado colonizando todo el cielo; pero también como una esperanza de lluvia, de agua fresca, que viene a dar vida a este mundo, convertido en algo yermo, tan árido, donde ya apenas quedan flores, ni nada hermoso.
¡Quién nos iba a decir a nosotros –a nadie– que leer, y sobre todo leer a los clásicos, volvería a ser algo insólito, un acto de rebeldía! Una locura.
“Es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices” (Montaigne)
Ayer, por la mañana, a media mañana, sobre las doce, cuando iba a visitarte, vi a dos jóvenes –un chico y una chica– sentados a una mesa en la terraza de la cafetería que está justo debajo de tu casa. Hasta aquí este hecho no tiene nada de extraordinario; un hecho consuetudinario más de la mañana; de estas mañanas serenas de verano. Pero la cosa cambia cuando reparo en que estos chicos no están con los móviles. No estaba cada uno con su teléfono ajeno al otro. Estaban hablando y sobre la mesa no se veía ningún móvil. Solo tenían los cafés. Más aún, y esto es lo que de verdad me sorprendió, ella tenía un libro en sus manos, desplegado, y le estaba leyendo algo a él, que escuchaba atentamente, casi con devoción. Es un cuadro extraño, de otro tiempo, de nuestro tiempo. Un maravilloso anacronismo ¿No te acuerdas que también nosotros de estudiantes nos leíamos cosas en las cafeterías de barrio cuando no podíamos pasear porque la tarde estaba fría o lluviosa?
Agucé mi vista, mi pobre vista, y mi oído, ya torpe también, pero no logré saber qué libro era ni lo que le estaba leyendo. Solo alcancé a ver que se trataba de un libro de bolsillo de la Colección Austral. La tapa gris indicaba que era un clásico. Me demoré un poco en tocar el timbre para ver si la chica giraba el libro y el título o el autor se hacían visibles. Pero la joven lo mantuvo en la misma posición y no pude ver nada. Tampoco alzó la voz y me fue imposible distinguir ninguna de sus palabras. Entonces, viendo que no había nada que hacer, ya presioné el timbre, y mientras me abrías, mi imaginación voló, y vi el título, y escuché la voz de la chica con claridad, como si estuviera leyendo para mí. Como si ella fueras tú, tú la de aquellos años, en una de aquellas sórdidas cafeterías.
El libro era la Odisea y le leía el encuentro de Ulises con Nausícaa en la isla de los feacios. En honor a Ulises se da una fiesta en el palacio real. Nausícaa, la hija del rey, joven –quizá de la misma edad que la chica que lee– y bella, a pesar de que sabe que no es posible, se acerca con su cuerpo de diosa, cimbreándose, a Ulises para hablarle, para que le hable, pues Atenea ha derramado sobre él la gracia y está irresistible. Pero Ulises se encuentra aburrido, perdido en el recuerdo de Ítaca, de Penélope, su esposa, y no se fija en Nausícaa: en sus caderas, en su pecho, en su boca. En nada. Sus ojos ya no ven más que a Penélope. Penélope ya no es tan joven ni tan hermosa, tampoco es una diosa, pero no importa, porque Penélope lo es todo para él. Penélope es Penélope. Penélope es su vida. Penélope.
En los labios de la chica la palabra Penélope tardó en apagarse; duró más que ninguna otra palabra. Una palabra que se le resistía a caer, a extinguirse, a no ser. Había leído con una voz un poco engolada, pero dulce, cristalina, atrevida, acariciadora, y es posible que algo ambigua. Parecía una diosa haciéndole una promesa a su héroe. Prometiéndole acaso la eternidad. Ser también un dios.
Esa imagen de los chicos en la terraza leyendo se me quedó todo el día en la memoria. Como flotando, como meciéndose, viva, intacta. Cuando dejé tu casa, después de decirte adiós, pensé en ella, y se me antojó una nube diminuta perdida en el cielo azul; todo azul. Una nube que no se sabe cómo ha aparecido. Nadie se atrevería a asegurar que ha surgido de la nada ni tampoco que ha llegado con el viento volando de algún lugar lejano. Estaba, y parecía que estaba como una osadía, como un desafío. Como una protesta contra el color azul, que ha acabado colonizando todo el cielo; pero también como una esperanza de lluvia, de agua fresca, que viene a dar vida a este mundo, convertido en algo yermo, tan árido, donde ya apenas quedan flores, ni nada hermoso.
¡Quién nos iba a decir a nosotros –a nadie– que leer, y sobre todo leer a los clásicos, volvería a ser algo insólito, un acto de rebeldía! Una locura.