¿Manual o tecnológico?
![[Img #55859]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2021/5821_sol-dsc_0190.jpg)
No sé a qué se debe, pero siempre me resulta inspirador ir al taller de la BMV de Zamora, que además de taller es concesionario de coches, donde los mensajes subliminales de los carteles colgados de las paredes y las imponentes fotografías de paisajes con sinuosas curvas por las que transitan imponentes vehículos, me atrapan sin remedio.
Allí estuvimos de urgencias el sábado por una alerta súbita del coche, -estas cosas siempre ocurren de un modo súbito-, que indicaba que las pastillas de freno traseras debían de ser sustituidas.
‘Disfrutar es cuidar cada detalle’, decía una de las frases de la pared, y otra ‘disfrutar es cuidar de lo bello’. Me detengo a paladear cada una de las palabras: disfrutar, cuidar, detalles, belleza, llegando a la conclusión de que el mundo postmoderno en el que estoy inmersa se rodea de publicistas expertos en dirigir y retroalimentar nuestros deseos dentro de una cadena en la que producción y consumo se suceden voraces, imparables.
Nos atiende un diligente mecánico que nos pide la llave del coche, y desde un ordenador portátil, confirma el diagnóstico dado por el chivato de alerta. Mi asombro es similar al del niño que contempla un espectáculo de magia. Entonces me explican que eso que me ha dejado patidifusa recibe el nombre de conectividad y que es lo que pita ahora. No puedo por menos que acordarme del hojalatero de mi pueblo que, reparando un caldero roto, vio volar un avión en el cielo y resoplando, dijo: ¡Lo que hacemos los mecánicos!
Yo no sé conducir ni entenderé jamás los hilos que gobiernan la tecnología, pero hace tiempo comprendí que el dios terrenal está en el escaparate de ‘Conectrol’, una tienda de componentes electrónicos y eléctricos que hay cerca de mi casa, en el que se exhiben placas bases, relés, circuitos electrónicos, transistores de potencia, varistores, resistencias, memorias… Un dios terrenal y bastante perverso que tuvo la diabólica idea de inventar eso que se llama ‘obsolescencia programada’, o mecanismo por el que los objetos, pasado un tiempo, fallan para obligarnos a sustituirlos por otros. En la postmodernidad nada está hecho para durar, perdurar, permanecer, tener solidez. Todo, en cambio, para ser renovado, repuesto, sustituido, reinventado.
Como si en un simple ejercicio de papiroflexia el tiempo se plegara, pongo en relación este episodio con el ocurrido el anterior sábado, en el que también madrugamos para acercarnos a Cembranos a pasar la ITV a la furgoneta de mi padre, una Citroën 2CV AKS 400 color cagalera que acaba de cumplir cuarenta años -Cirila se denominó en España a este tipo de vehículos cuando llegaron al país hace cinco décadas, y, como si de un pariente cercano, familiar y muy querido se tratase, así también la llamamos nosotros-.
La espera en la estación en medio de la lluvia y la voz atiplada de la megafonía siempre está rodeada de nerviosismo y zozobra, como cuando uno va al médico y no sabe qué noticia recibirá. Ese sábado no fue distinto. Tras pasar por distintos controles, naves y técnicos que revisaron luces, bocinas, parabrisas, las tripas -con nosotros dentro- el veredicto resultó favorable.
Una vez más, la Cirila había dado muestras de gran resistencia. Y resiliencia. La felicitamos acariciando su capo-lomo, nos felicitamos, íbamos tan campantes a cien por hora por la autovía y hubiéramos seguido hasta el fin del mundo, si no es porque en la estación de Fresno de la Vega paramos a recoger un encargo. Entonces la furgoneta, tozuda, se negó a continuar. Tras muchos intentos y no menos apuros, sería un puente, esto es, la unión de dos cables, -algo que con frecuencia hacían antes los ladrones de vehículos-, lo que la resucitaría. Volver a escuchar el sonido inconfundible de arranque, tutututu, tututututututu, fue como asistir a un milagro.
Dos momentos distintos que me llevan a preguntarme qué es mejor: ¿lo manual o lo tecnológico? El mundo y el hombre, qué duda cabe, caminamos por la senda de lo tecnológico y no le quito el mérito, pues la tecnología nos ayuda, nos hace la vida más fácil, más cómoda, más confortable. Pero si me dan a elegir me quedo con lo que se toca con las manos, lo que es piel y, como tal, hace contacto conmigo, lo que me emociona. Y el sonido de la furgoneta de mi padre, un sonido que me evoca un mundo más auténtico, más humano, más fiable, más bello, más sólido, tiene en mí ese efecto.
Y ya se sabe que para colores están los gustos.
No sé a qué se debe, pero siempre me resulta inspirador ir al taller de la BMV de Zamora, que además de taller es concesionario de coches, donde los mensajes subliminales de los carteles colgados de las paredes y las imponentes fotografías de paisajes con sinuosas curvas por las que transitan imponentes vehículos, me atrapan sin remedio.
Allí estuvimos de urgencias el sábado por una alerta súbita del coche, -estas cosas siempre ocurren de un modo súbito-, que indicaba que las pastillas de freno traseras debían de ser sustituidas.
‘Disfrutar es cuidar cada detalle’, decía una de las frases de la pared, y otra ‘disfrutar es cuidar de lo bello’. Me detengo a paladear cada una de las palabras: disfrutar, cuidar, detalles, belleza, llegando a la conclusión de que el mundo postmoderno en el que estoy inmersa se rodea de publicistas expertos en dirigir y retroalimentar nuestros deseos dentro de una cadena en la que producción y consumo se suceden voraces, imparables.
Nos atiende un diligente mecánico que nos pide la llave del coche, y desde un ordenador portátil, confirma el diagnóstico dado por el chivato de alerta. Mi asombro es similar al del niño que contempla un espectáculo de magia. Entonces me explican que eso que me ha dejado patidifusa recibe el nombre de conectividad y que es lo que pita ahora. No puedo por menos que acordarme del hojalatero de mi pueblo que, reparando un caldero roto, vio volar un avión en el cielo y resoplando, dijo: ¡Lo que hacemos los mecánicos!
Yo no sé conducir ni entenderé jamás los hilos que gobiernan la tecnología, pero hace tiempo comprendí que el dios terrenal está en el escaparate de ‘Conectrol’, una tienda de componentes electrónicos y eléctricos que hay cerca de mi casa, en el que se exhiben placas bases, relés, circuitos electrónicos, transistores de potencia, varistores, resistencias, memorias… Un dios terrenal y bastante perverso que tuvo la diabólica idea de inventar eso que se llama ‘obsolescencia programada’, o mecanismo por el que los objetos, pasado un tiempo, fallan para obligarnos a sustituirlos por otros. En la postmodernidad nada está hecho para durar, perdurar, permanecer, tener solidez. Todo, en cambio, para ser renovado, repuesto, sustituido, reinventado.
Como si en un simple ejercicio de papiroflexia el tiempo se plegara, pongo en relación este episodio con el ocurrido el anterior sábado, en el que también madrugamos para acercarnos a Cembranos a pasar la ITV a la furgoneta de mi padre, una Citroën 2CV AKS 400 color cagalera que acaba de cumplir cuarenta años -Cirila se denominó en España a este tipo de vehículos cuando llegaron al país hace cinco décadas, y, como si de un pariente cercano, familiar y muy querido se tratase, así también la llamamos nosotros-.
La espera en la estación en medio de la lluvia y la voz atiplada de la megafonía siempre está rodeada de nerviosismo y zozobra, como cuando uno va al médico y no sabe qué noticia recibirá. Ese sábado no fue distinto. Tras pasar por distintos controles, naves y técnicos que revisaron luces, bocinas, parabrisas, las tripas -con nosotros dentro- el veredicto resultó favorable.
Una vez más, la Cirila había dado muestras de gran resistencia. Y resiliencia. La felicitamos acariciando su capo-lomo, nos felicitamos, íbamos tan campantes a cien por hora por la autovía y hubiéramos seguido hasta el fin del mundo, si no es porque en la estación de Fresno de la Vega paramos a recoger un encargo. Entonces la furgoneta, tozuda, se negó a continuar. Tras muchos intentos y no menos apuros, sería un puente, esto es, la unión de dos cables, -algo que con frecuencia hacían antes los ladrones de vehículos-, lo que la resucitaría. Volver a escuchar el sonido inconfundible de arranque, tutututu, tututututututu, fue como asistir a un milagro.
Dos momentos distintos que me llevan a preguntarme qué es mejor: ¿lo manual o lo tecnológico? El mundo y el hombre, qué duda cabe, caminamos por la senda de lo tecnológico y no le quito el mérito, pues la tecnología nos ayuda, nos hace la vida más fácil, más cómoda, más confortable. Pero si me dan a elegir me quedo con lo que se toca con las manos, lo que es piel y, como tal, hace contacto conmigo, lo que me emociona. Y el sonido de la furgoneta de mi padre, un sonido que me evoca un mundo más auténtico, más humano, más fiable, más bello, más sólido, tiene en mí ese efecto.
Y ya se sabe que para colores están los gustos.