Breve apunte sobre la filosofía
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“Sapere aude, incipe” (Horacio)
La filosofía no es una ciencia, ni siquiera es un conocimiento; no es técnica ni tecnología; no es erudición; no es arte; tampoco es un saber; un saber entre otros saberes. La filosofía es un ejercicio o una actividad. Por eso, decía Kant, no se puede aprender filosofía sino a filosofar. Y filosofar es pensar por uno mismo. Pero pensar bien, correctamente. Pensar correctamente el mundo, el hombre, la sociedad, el propio pensamiento, la vida; mi vida, la de aquel, la de cualquiera. Pensar, en definitiva, todo cuanto no se puede medir ni pesar, y que no se puede, por lo tanto, estudiar en un laboratorio. Pensar bien todo eso hasta el final. Pensarlo radicalmente. Empero, de todo de lo que se ocupa la filosofía, lo más importante, sin duda, es eso último: la vida, la vida humana. Lo más importante es pensar bien la vida. Pues nada humano le es ajeno a la filosofía.
Pero se aprende a filosofar –a pensar correctamente hasta la raíz– filosofando. Filosofar es cosa de cada uno, nadie pude hacerlo por nosotros, porque la filosofía, lejos también de ser un oficio o una disciplina universitaria, es algo que constituye nuestro ser humano. Pues, si bien se puede razonar sin filosofar, como se hace en la ciencia y en la tecnología, o en un oficio, o en el juego, no se puede pensar la vida sin filosofar. No se puede porque precisamente pensar la vida es filosofar. De hecho, ninguna ciencia natural, tampoco la biología, enseña al científico cómo tiene que vivir, ni si hay que vivir, ni siquiera si hay que ser científico, o biólogo, o lo que sea. Además, las ciencias humanas no dicen nada sobre el valor del hombre, y menos aún sobre lo que ellas mismas son. Ciertamente, la ciencia no sabe nada de sí misma. Lo que es la ciencia es asunto de la filosofía. Pues cuando se piensa la ciencia, no se hace ciencia, sino filosofía. En cambio, lo que es la filosofía sí es cosa de la filosofía, porque cuando se piensa la filosofía, uno no se sale de ella, sino que entra en ella; entra en ella igual que cuando se ocupa de la ciencia o de cualquier otro tipo de conocimiento.
Sin embargo, si hablamos con los que también filosofan o con los que han filosofado, aprenderemos a filosofar mejor y más rápido. Veremos más y más lejos, como enanos a hombros de gigantes. Pero pensar con los filósofos del pasado no implica contentarnos con lo que dicen; aceptar sin más sus ideas. No, porque ellos pueden ser nuestros guías, pero no nuestros señores. Por eso, hemos de tomar sus pensamientos como una ocasión para elaborar los nuestros. Y a veces la consideración de sus ideas nos hace ir en contra de ellas. En esos casos también nos son útiles, pues estaremos aprendiendo a filosofar. En fin, que, si, como había observado Malraux, “es en los museos donde se aprende a pintar”, también se puede decir que es en los libros de filosofía donde se aprende a filosofar. No obstante, filosofar requiere tiempo y esfuerzo, y hay que tener paciencia, porque al principio no es fácil, cuesta.
Pero el fin de la filosofía no es la filosofía misma sino la sabiduría. Como todo el mundo sabe, etimológicamente la palabra filosofía significa amor a la sabiduría. Amor a la verdad, a toda la verdad, a la verdad última, que está más allá de las verdades particulares, esas verdades de las que se ocupa la ciencia. No es que la filosofía desprecie estas verdades de la ciencia; al contrario, les da su valor; solo que no se detiene en ellas y las transciende en busca de la verdad total; de la gran verdad. Por eso, se pregunta por los principios y las causas últimas de las cosas; por lo último, aquello más allá de lo cual ya no hay nada. En esta búsqueda de la verdad, de la sabiduría, ha de combatir la ignorancia, el fanatismo y el oscurantismo, y también la estupidez, que son sus enemigos. Los combate con argumentos racionales, y encuentra en las ciencias a sus mejores aliados. La filosofía es lucha, esfuerzo, trabajo.
Todo para lograr la sabiduría, porque el fin es la sabiduría, que es paz, serenidad, reposo. La filosofía solo es un medio. Filosofar es caminar hacia la sabiduría. Y la sabiduría es el arte de vivir bien. Y quizá –tengo que corregirme– la filosofía sea también un arte, el arte de pensar bien. Pensar bien para vivir bien. Porque –decía Epicuro– “vana es la filosofía que no sirve para remediar el sufrimiento de los hombres”. Por eso, en los escritos de este filósofo también se puede leer que “nadie por ser joven deje de filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud del alma”. Filosofar para ser feliz. Pero para lograr una felicidad lúcida: sin ilusiones, sin mentiras, sin autoengaños. Porque es posible, pese a Stuart Mill, un Sócrates satisfecho. Más aún, lo probable es que Sócrates sea más feliz que los cerdos. Lo probable es que los cerdos, seres estúpidos, sean desgraciados, y que lo sean precisamente porque son estúpidos. Pues, por dura que pueda resultarnos la verdad, siempre encontraremos más felicidad en la sabiduría que en la estupidez. En la estupidez, si acaso, no hallemos más que desdicha, angustia y locura. Además, la sabiduría se reconoce en cierta felicidad, en esa felicidad serena, en esa paz interior, que no es posible sin el uso riguroso de la razón. Ay, se objetará: pero ¡cuántos filósofos estúpidos hay! Pues, muchos, claro, porque el filósofo no es sabio. Sí, no es sabio, pero quiere serlo, y por eso filosofa; filosofa para llegar a la sabiduría. Pero desde la conciencia de que nunca la alcanzará, de que quedará varado en la orilla y no llegará a pisar la playa. Pues la playa está reservada solo para los dioses. No obstante, a nosotros, los mortales, nos quedan, como consuelo, esas palabras de Aristóteles que dicen que la dedicación al conocimiento de los primeros principios –la dedicación a la filosofía, a la búsqueda de la sabiduría– procura el grado de felicidad más elevado que puede alcanzar el hombre. En las demás ocupaciones, el placer sucede al trabajo realizado con esfuerzo; en cambio, con la filosofía no sucede lo mismo. Con la filosofía el gozo va a la par que el conocimiento: no es después de aprender cuando disfrutamos de lo que sabemos, sino que el propio aprender es ya gozar.
En fin, que la filosofía tan solo nos aproxima un poco a los inmortales. Nada más, y nada menos.
“Sapere aude, incipe” (Horacio)
La filosofía no es una ciencia, ni siquiera es un conocimiento; no es técnica ni tecnología; no es erudición; no es arte; tampoco es un saber; un saber entre otros saberes. La filosofía es un ejercicio o una actividad. Por eso, decía Kant, no se puede aprender filosofía sino a filosofar. Y filosofar es pensar por uno mismo. Pero pensar bien, correctamente. Pensar correctamente el mundo, el hombre, la sociedad, el propio pensamiento, la vida; mi vida, la de aquel, la de cualquiera. Pensar, en definitiva, todo cuanto no se puede medir ni pesar, y que no se puede, por lo tanto, estudiar en un laboratorio. Pensar bien todo eso hasta el final. Pensarlo radicalmente. Empero, de todo de lo que se ocupa la filosofía, lo más importante, sin duda, es eso último: la vida, la vida humana. Lo más importante es pensar bien la vida. Pues nada humano le es ajeno a la filosofía.
Pero se aprende a filosofar –a pensar correctamente hasta la raíz– filosofando. Filosofar es cosa de cada uno, nadie pude hacerlo por nosotros, porque la filosofía, lejos también de ser un oficio o una disciplina universitaria, es algo que constituye nuestro ser humano. Pues, si bien se puede razonar sin filosofar, como se hace en la ciencia y en la tecnología, o en un oficio, o en el juego, no se puede pensar la vida sin filosofar. No se puede porque precisamente pensar la vida es filosofar. De hecho, ninguna ciencia natural, tampoco la biología, enseña al científico cómo tiene que vivir, ni si hay que vivir, ni siquiera si hay que ser científico, o biólogo, o lo que sea. Además, las ciencias humanas no dicen nada sobre el valor del hombre, y menos aún sobre lo que ellas mismas son. Ciertamente, la ciencia no sabe nada de sí misma. Lo que es la ciencia es asunto de la filosofía. Pues cuando se piensa la ciencia, no se hace ciencia, sino filosofía. En cambio, lo que es la filosofía sí es cosa de la filosofía, porque cuando se piensa la filosofía, uno no se sale de ella, sino que entra en ella; entra en ella igual que cuando se ocupa de la ciencia o de cualquier otro tipo de conocimiento.
Sin embargo, si hablamos con los que también filosofan o con los que han filosofado, aprenderemos a filosofar mejor y más rápido. Veremos más y más lejos, como enanos a hombros de gigantes. Pero pensar con los filósofos del pasado no implica contentarnos con lo que dicen; aceptar sin más sus ideas. No, porque ellos pueden ser nuestros guías, pero no nuestros señores. Por eso, hemos de tomar sus pensamientos como una ocasión para elaborar los nuestros. Y a veces la consideración de sus ideas nos hace ir en contra de ellas. En esos casos también nos son útiles, pues estaremos aprendiendo a filosofar. En fin, que, si, como había observado Malraux, “es en los museos donde se aprende a pintar”, también se puede decir que es en los libros de filosofía donde se aprende a filosofar. No obstante, filosofar requiere tiempo y esfuerzo, y hay que tener paciencia, porque al principio no es fácil, cuesta.
Pero el fin de la filosofía no es la filosofía misma sino la sabiduría. Como todo el mundo sabe, etimológicamente la palabra filosofía significa amor a la sabiduría. Amor a la verdad, a toda la verdad, a la verdad última, que está más allá de las verdades particulares, esas verdades de las que se ocupa la ciencia. No es que la filosofía desprecie estas verdades de la ciencia; al contrario, les da su valor; solo que no se detiene en ellas y las transciende en busca de la verdad total; de la gran verdad. Por eso, se pregunta por los principios y las causas últimas de las cosas; por lo último, aquello más allá de lo cual ya no hay nada. En esta búsqueda de la verdad, de la sabiduría, ha de combatir la ignorancia, el fanatismo y el oscurantismo, y también la estupidez, que son sus enemigos. Los combate con argumentos racionales, y encuentra en las ciencias a sus mejores aliados. La filosofía es lucha, esfuerzo, trabajo.
Todo para lograr la sabiduría, porque el fin es la sabiduría, que es paz, serenidad, reposo. La filosofía solo es un medio. Filosofar es caminar hacia la sabiduría. Y la sabiduría es el arte de vivir bien. Y quizá –tengo que corregirme– la filosofía sea también un arte, el arte de pensar bien. Pensar bien para vivir bien. Porque –decía Epicuro– “vana es la filosofía que no sirve para remediar el sufrimiento de los hombres”. Por eso, en los escritos de este filósofo también se puede leer que “nadie por ser joven deje de filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud del alma”. Filosofar para ser feliz. Pero para lograr una felicidad lúcida: sin ilusiones, sin mentiras, sin autoengaños. Porque es posible, pese a Stuart Mill, un Sócrates satisfecho. Más aún, lo probable es que Sócrates sea más feliz que los cerdos. Lo probable es que los cerdos, seres estúpidos, sean desgraciados, y que lo sean precisamente porque son estúpidos. Pues, por dura que pueda resultarnos la verdad, siempre encontraremos más felicidad en la sabiduría que en la estupidez. En la estupidez, si acaso, no hallemos más que desdicha, angustia y locura. Además, la sabiduría se reconoce en cierta felicidad, en esa felicidad serena, en esa paz interior, que no es posible sin el uso riguroso de la razón. Ay, se objetará: pero ¡cuántos filósofos estúpidos hay! Pues, muchos, claro, porque el filósofo no es sabio. Sí, no es sabio, pero quiere serlo, y por eso filosofa; filosofa para llegar a la sabiduría. Pero desde la conciencia de que nunca la alcanzará, de que quedará varado en la orilla y no llegará a pisar la playa. Pues la playa está reservada solo para los dioses. No obstante, a nosotros, los mortales, nos quedan, como consuelo, esas palabras de Aristóteles que dicen que la dedicación al conocimiento de los primeros principios –la dedicación a la filosofía, a la búsqueda de la sabiduría– procura el grado de felicidad más elevado que puede alcanzar el hombre. En las demás ocupaciones, el placer sucede al trabajo realizado con esfuerzo; en cambio, con la filosofía no sucede lo mismo. Con la filosofía el gozo va a la par que el conocimiento: no es después de aprender cuando disfrutamos de lo que sabemos, sino que el propio aprender es ya gozar.
En fin, que la filosofía tan solo nos aproxima un poco a los inmortales. Nada más, y nada menos.