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![[Img #55865]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2021/3064_aidan-dsc_0155.jpg)
A veces, decir obviedades es necesario. Hay muchas cosas, fenómenos, conductas, experiencias y personas que damos por descontado, incluso a nosotros mismos. Con la pandemia y la lucha por sobrevivirla, hemos visto (como testigos o como víctimas…o como montarrabietas) que nos gusta vivir y que el sentido de la vida (la filosofía nace cuando somos conscientes de los instintos) se halla al vivirla.
A pesar de todo, desde la economía doméstica rudimentaria y básica hasta los demás misterios diarios como el amor, la amistad, la educación de nuestros hijos (y puede seguir usted la frase, querido lector), la vida vale la pena. Y la cultura vale la gloria y el pensamiento crítico es una herramienta de libertad.
Sin embargo, celebrar la vida no está de moda porque estamos rodeados de conflictos, injusticias, miedos, dolores, lutos, cambios, incertidumbres, decepciones, violencias, egoísmos, estupideces y la maldita competitividad cruel…más las offshore.
La ilusión, este término tan común como metafísico, nos cuesta, porque en nuestra época postreligiosa (y no confundamos la religión con los fundamentalismos en boga en ciertos lugares inciertos) imperan la distancia irónica, el cinismo y el consumo como droga.
Por lo tanto, cuando de celebración se trata, la celebración de estar vivos, tendemos a huir de ella por si se nos clasifica de simios sentimentaloides o locos inocentones.
Una manía de la civilización occidental (y aquí empleo algunos verbos del mundo empresarial) es lo de externalizar o subcontratar nuestras emociones más sagradas, más honestas y necesarias al otro: o bien al cantante de turno o al director de cine o desde las gradas de los eventos deportivos (puede usted aquí también desarrollar el hilo).
No soy antropólogo y no sé si tengo razón, pero una de las cosas que más me gusta de la vida es apreciar lo obvio…a sabiendas de que es magnífico. Alguien llega a tu casa porque quiere cenar contigo y: ¿todavía no has apagado la tele? ¿Todavía necesitas la dopamina de la cuenta de Instagram? Tu hijo te está sonriendo y ¿corres a buscar la cámara?
Desde luego son pequeños ejemplos poco dramáticos, pero silbar o cantar en la ducha, sonreír al recibir el cambio en la panadería o pensar en el alma del pastor alemán antes de obligarle a vivir en un piso de sesenta metros cuadrados sin paseos son cosas que sabemos hacer sin depender del otro para calibrar el éxito de estar con vida, para dar gracias a la vida.
Evitar esa compulsión contemporánea que nos obliga a buscar la gratificación inmediata es fácil si recordamos que despertarse fuera de un hospital ya es motivo de gran júbilo. Y, por cierto, gastar dinero en libros de mindfulness es la cosa más triste del mundo y el timo más obvio (y político)…de siempre.
Ya me callo. Tengo unos boquerones que atender.
A veces, decir obviedades es necesario. Hay muchas cosas, fenómenos, conductas, experiencias y personas que damos por descontado, incluso a nosotros mismos. Con la pandemia y la lucha por sobrevivirla, hemos visto (como testigos o como víctimas…o como montarrabietas) que nos gusta vivir y que el sentido de la vida (la filosofía nace cuando somos conscientes de los instintos) se halla al vivirla.
A pesar de todo, desde la economía doméstica rudimentaria y básica hasta los demás misterios diarios como el amor, la amistad, la educación de nuestros hijos (y puede seguir usted la frase, querido lector), la vida vale la pena. Y la cultura vale la gloria y el pensamiento crítico es una herramienta de libertad.
Sin embargo, celebrar la vida no está de moda porque estamos rodeados de conflictos, injusticias, miedos, dolores, lutos, cambios, incertidumbres, decepciones, violencias, egoísmos, estupideces y la maldita competitividad cruel…más las offshore.
La ilusión, este término tan común como metafísico, nos cuesta, porque en nuestra época postreligiosa (y no confundamos la religión con los fundamentalismos en boga en ciertos lugares inciertos) imperan la distancia irónica, el cinismo y el consumo como droga.
Por lo tanto, cuando de celebración se trata, la celebración de estar vivos, tendemos a huir de ella por si se nos clasifica de simios sentimentaloides o locos inocentones.
Una manía de la civilización occidental (y aquí empleo algunos verbos del mundo empresarial) es lo de externalizar o subcontratar nuestras emociones más sagradas, más honestas y necesarias al otro: o bien al cantante de turno o al director de cine o desde las gradas de los eventos deportivos (puede usted aquí también desarrollar el hilo).
No soy antropólogo y no sé si tengo razón, pero una de las cosas que más me gusta de la vida es apreciar lo obvio…a sabiendas de que es magnífico. Alguien llega a tu casa porque quiere cenar contigo y: ¿todavía no has apagado la tele? ¿Todavía necesitas la dopamina de la cuenta de Instagram? Tu hijo te está sonriendo y ¿corres a buscar la cámara?
Desde luego son pequeños ejemplos poco dramáticos, pero silbar o cantar en la ducha, sonreír al recibir el cambio en la panadería o pensar en el alma del pastor alemán antes de obligarle a vivir en un piso de sesenta metros cuadrados sin paseos son cosas que sabemos hacer sin depender del otro para calibrar el éxito de estar con vida, para dar gracias a la vida.
Evitar esa compulsión contemporánea que nos obliga a buscar la gratificación inmediata es fácil si recordamos que despertarse fuera de un hospital ya es motivo de gran júbilo. Y, por cierto, gastar dinero en libros de mindfulness es la cosa más triste del mundo y el timo más obvio (y político)…de siempre.
Ya me callo. Tengo unos boquerones que atender.