Catalina Tamayo
Sábado, 23 de Octubre de 2021

De lo nimio

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“Me parece muy humano el suceso de quien, desesperado, fue a ahorcarse de un árbol y cuando se echaba la cuerda al cuello sintió el aroma de una rosa que abría al pie del tronco y no se ahorcó” (José Ortega y Gasset. Meditaciones del Quijote)

 

 

“…, en el pozo de los tiempos perdidos donde guardo las hojas que cayeron de los sauces remotos” (Torcuato Luca de Tena. Madrigalillo triste a una mujer casada)

     

Ay, esas hojas, que cuando están prendidas a la rama apenas se ven, y que parece que están como si no estuvieran. Son pequeñas y se ocultan tras las hojas grades. Las hojas grandes que todos ven y quieren tocar. Que todos desean. Las más vistosas. Las que todos recuerdan.

     

Si esas hojas minúsculas faltaran nadie las echaría de menos. Son hojas que en ese momento no cuentan. Pero cuando llega el otoño y sopla el viento, cuando la vida comienza a declinar, a deshojarse los árboles, estas hojas, estas pequeñas hojas, son las que perduran, las que quedan en el alma, como pequeños tesoros, como perlas preciosas. Porque son estas hojas las que, al fin y al cabo, en los momentos difíciles, cuando cunde el pesimismo, nos retienen sobre el hilo de la vida e impiden que nos abismemos. Son ese amarillo del otoño que no se va, que se queda para siempre en la memoria, consolando el corazón herido. Son estas hojas menudas las que nos salvan. Las mismas hojas que también nos vienen sin saber por qué razón ni por qué caminos en las horas previas a partir. A partir para siempre, sabe Dios adónde.       

     

Algunas de estas hojas diminutas son secretas. Nadie sabe que las tenemos guardadas. No lo sabe nadie porque no lo decimos. Son hojas inconfesables. A veces ni nosotros mismos lo sabemos. Son hojas que cuando nos vayamos se irán con nosotros, nuestro corazón las llevará. Se irán y nadie sabrá que las hemos tenido. Y se perderán para siempre. Tampoco nadie sabrá –ni siquiera se tendrá la sospecha– que han sido para nosotros en muchas ocasiones razones para vivir. Sin ellas… No sé lo que habría sido de nosotros sin ellas.

     

Pero ¿qué hojas son esas? A veces lo que menos se piensa: el sol tibio de una tarde buena de febrero de cuando éramos niños; el rostro de tu padre; las caricias de mamá, sus besos; las margaritas blancas de la primavera en la pradera de delante de casa; la mirada de un niño que pasa de la mano con su madre; los cerezos en flor de la huerta; aquella chica del instituto: sus labios, el cuaderno que llevaba, su manera de andar, todo; la lluvia de abril; la palabra amable de un desconocido; el amigo que siempre te llama; las mañanas de mayo, tan dulces de dormir; los azules días de junio; las olas plateadas del mar; la fiesta del pueblo; otra chica; la canción de aquel verano; el temor a bailar; el paseo por la noche después del baile; la oscuridad; el silencio de las estrellas; las palabras que no salen; el temblor de las piernas; otra vez el miedo: el miedo a no saber, a hacerlo mal; el beso; los besos; las promesas; el no poder dormir; el baño en el río; el adiós; la tristeza suave y callada; el comienzo del curso; las reiteradas distracciones; el no poder olvidar; el color de las manzanas en octubre; las última rosas del jardín; la primera nieve; el olor de las castañas; el olvido que no llega; ese poema que no paras de recitar cuando te quedas solo y que no se te va de la cabeza, y no se te va; la sonrisa de tu mujer, toda su luz; el reencuentro con un amigo; aquella Nochebuena, ya tan lejana; las botas de nieve que le trajiste a tus hijas; el caballito de madera; otra vez la chica del instituto: ¡cómo ha cambiado! Un libro: el libro que te está gustando tanto que lo lees poco a poco, sin prisa, saboreando cada frase, cada palabra, con pena de que cada vez quede menos, de que tendrá que acabarse, como hacíamos de niños cuando nos daban una cosa que nos gustaba mucho, un pastel o una mantecada, que la comíamos trocito a trocito, conteniendo las ganas de devorarla, porque no queríamos que se terminara nunca; los ratos tranquilos, y en paz, de descanso, donde fuere; el paseo de esta tarde; el calor del hogar; el silencio de la noche; el saber que la tienes a tu lado, que la puedes tocar, decirle cosas, amarla; el recuerdo de la otra chica, que no sabes cómo ha venido, ni a cuento de qué; los amores perdidos, y los imposibles; la belleza; el amor; el amor sobre todo, que también es belleza. Lo más bello.

     

Todas estas menudencias, todas estas hojas chiquitas, las he ido guardando yo en secreto, día tras día, con ternura, cuidadosamente, dentro de mí, en el almario, como si fuera un coleccionista de miniaturas. Y a veces cuando me quedo solo, aunque las cosas no me vayan del todo mal o aún no sienta que ha llegado el último momento, abro esas puertas y me asomo. Entonces, las hojas se levantan y echan a volar. Refulgen. Un revuelo de alas doradas. De alas metálicas. Atrapo algunas, las contemplo, y es maravilloso. Es maravilloso volver a gozar tanto de lo que es tan pequeño. De aquello en lo que nadie reparó. Solo yo, acaso, que lo he guardado, sin saber muy bien por qué. Con qué fin.

 

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