Seguro de decesos (o no)
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Debe de ser porque se acerca el día de Todos los Santos, por lo que sigo dándole vueltas a lo que me dijo mi hermana el domingo a mediodía mientras empanábamos los filetes antes de echarlos en la sartén. Se había hecho un seguro de decesos, algo a lo que yo me niego en rotundo por mucho que incluya limpieza bucal una vez al año como detalle promocional. No. No quiero tenerlo todo tan previsto, tan anticipado, tan estructurado, tan fácil, tan resuelto para los demás. Me niego a contratar una tranquilidad post mortem y me la trae al pairo lo que puedan hacer conmigo cuando ya no esté.
Después de muerto, decía mi padre, y llevaba toda la razón del mundo, la cebada al rabo.
El martes, en la presentación en Madrid del libro ‘El bosque de las animas’ de Coral Puente, la autora leonesa, haciendo alusión al título, explicó que lo había tomado de una zona del cementerio de León que se llama así. En este lugar se entierran las cenizas en urnas biodegradables dentro de la tierra, y añadió que era en la tierra donde querían que la enterraran a ella. A mí me pasa igual. Yo, como el poema de Rivas soy (me siento) la tierra, un pedazo de tierra, unos metros de tierra, tierra adentro. Y todo material, madera, cemento, granito, que aísle de este elemento de la naturaleza, me da repelús. En todo caso, sé de buena tinta que nadie, por muy pobre que sea, queda sin enterrar. Cuestiones de salud pública lo impiden.
En este punto, me viene a la cabeza la fantasía que me contaba un amigo que a veces le sobrevenía cuando cavilaba sobre su propia muerte. Le gustaba imaginarse -¿quién no lo ha pensado alguna vez?- que estando muerto veía desfilar delante de su féretro a todo un regimiento de personas que había conocido en vida: cuñadas, sobrinos, primos lejanos, amigos de la infancia, ex compañeros del trabajo, ex jefes, dependientes, camareros, ex amantes… Todos ellos coincidían en alabar lo bueno que era y las grandes virtudes que tenía. Cansado de oírles murmurar cosas del tipo, “si es que no tenía enemigos”, “con lo cariñoso que era“, “desde luego si hay alguien que se merezca el cielo, ese es él”, “nunca se le vio un mal paso”, “esta vida no es justa, siempre se van los mejores” “querido por todos”, “no tenía enemigos” “pura bondad” “el mejor conversador del mundo”, “todo un caballero”, se incorporaba en el féretro y les ponía a cada uno en su sitio. Luego se volvía a morir, ya no de mentirijillas sino de verdad verdadera, con una leve sonrisa de complacencia en los labios.
Cierto es que algunas veces pienso cómo me gustaría que se me recordara. Y me gustaría que los que me quieren me recordaran sin dolor, con una sonrisa en los labios, como alguien que persiguió un sueño que le sirvió para lo que sirven los sueños, esto es, para echar a andar. Pero al margen de esto, lo más importante, lo que me parece crucial, es el balance que yo, en un acto de introspección vital, haga de mi propia vida cuando me llegue la hora de abandonar el mundo -llegados a este punto siempre me imagino que soy el espectador único que contempla su propia obra desde el patio de butacas-: Entonces lo que más desearía es darme un aprobado, un suficiente, con un cinco me conformo. Me basta.
En todo caso, no tengo intención de morirme, y espero que hasta entonces todavía me quede bastante guerra que dar. La vida señalará el momento, tendrá la última palabra. Lo que por propia voluntad no me haré, por éstas, es un seguro de decesos, por mucho que incluya el sorteo de un viaje a ese lugar paradisiaco que son los Montes de la Eternidad, en la Antártida.
Debe de ser porque se acerca el día de Todos los Santos, por lo que sigo dándole vueltas a lo que me dijo mi hermana el domingo a mediodía mientras empanábamos los filetes antes de echarlos en la sartén. Se había hecho un seguro de decesos, algo a lo que yo me niego en rotundo por mucho que incluya limpieza bucal una vez al año como detalle promocional. No. No quiero tenerlo todo tan previsto, tan anticipado, tan estructurado, tan fácil, tan resuelto para los demás. Me niego a contratar una tranquilidad post mortem y me la trae al pairo lo que puedan hacer conmigo cuando ya no esté.
Después de muerto, decía mi padre, y llevaba toda la razón del mundo, la cebada al rabo.
El martes, en la presentación en Madrid del libro ‘El bosque de las animas’ de Coral Puente, la autora leonesa, haciendo alusión al título, explicó que lo había tomado de una zona del cementerio de León que se llama así. En este lugar se entierran las cenizas en urnas biodegradables dentro de la tierra, y añadió que era en la tierra donde querían que la enterraran a ella. A mí me pasa igual. Yo, como el poema de Rivas soy (me siento) la tierra, un pedazo de tierra, unos metros de tierra, tierra adentro. Y todo material, madera, cemento, granito, que aísle de este elemento de la naturaleza, me da repelús. En todo caso, sé de buena tinta que nadie, por muy pobre que sea, queda sin enterrar. Cuestiones de salud pública lo impiden.
En este punto, me viene a la cabeza la fantasía que me contaba un amigo que a veces le sobrevenía cuando cavilaba sobre su propia muerte. Le gustaba imaginarse -¿quién no lo ha pensado alguna vez?- que estando muerto veía desfilar delante de su féretro a todo un regimiento de personas que había conocido en vida: cuñadas, sobrinos, primos lejanos, amigos de la infancia, ex compañeros del trabajo, ex jefes, dependientes, camareros, ex amantes… Todos ellos coincidían en alabar lo bueno que era y las grandes virtudes que tenía. Cansado de oírles murmurar cosas del tipo, “si es que no tenía enemigos”, “con lo cariñoso que era“, “desde luego si hay alguien que se merezca el cielo, ese es él”, “nunca se le vio un mal paso”, “esta vida no es justa, siempre se van los mejores” “querido por todos”, “no tenía enemigos” “pura bondad” “el mejor conversador del mundo”, “todo un caballero”, se incorporaba en el féretro y les ponía a cada uno en su sitio. Luego se volvía a morir, ya no de mentirijillas sino de verdad verdadera, con una leve sonrisa de complacencia en los labios.
Cierto es que algunas veces pienso cómo me gustaría que se me recordara. Y me gustaría que los que me quieren me recordaran sin dolor, con una sonrisa en los labios, como alguien que persiguió un sueño que le sirvió para lo que sirven los sueños, esto es, para echar a andar. Pero al margen de esto, lo más importante, lo que me parece crucial, es el balance que yo, en un acto de introspección vital, haga de mi propia vida cuando me llegue la hora de abandonar el mundo -llegados a este punto siempre me imagino que soy el espectador único que contempla su propia obra desde el patio de butacas-: Entonces lo que más desearía es darme un aprobado, un suficiente, con un cinco me conformo. Me basta.
En todo caso, no tengo intención de morirme, y espero que hasta entonces todavía me quede bastante guerra que dar. La vida señalará el momento, tendrá la última palabra. Lo que por propia voluntad no me haré, por éstas, es un seguro de decesos, por mucho que incluya el sorteo de un viaje a ese lugar paradisiaco que son los Montes de la Eternidad, en la Antártida.