El mar
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“La mar azul está enfrente,
risueña,
y, para jugar con él,
la mar tu barquito espera…”
(Vicente Medina)
Si yo viviera allí, donde tú vives, iría todos los días a ver el mar. Algunos días, incluso, iría dos veces. Dos veces o tres. La tercera podría ser por la noche, pero también al amanecer. Al caer el día tampoco estaría mal. A cualquier hora. Qué más daría. Todos los momentos me parecerían buenos para ir a ver el mar. No me importaría que hiciera frío o calor, que lloviera o nevaba. Cómo sería ver nevar sobre el mar.
Ver el mar. Me acodaría en la baranda y me dejaría llevar por sus olas. Me abandonaría a esas olas. Sobre la cresta de las olas, envuelto en sus espumas, viajaría por todo el mar. Las olas me llevarían hasta esos veleros blancos que se estarían meciendo. Y más lejos me llevarían. Hasta el carguero aquel. Aquel carguero enorme, viejo, oscuro, feo. Y más, más allá todavía, más allá de la línea del horizonte, donde la vista no llega, se pierde. Donde nacen los sueños. Y el mar siempre azul, siempre moviéndose, siempre vivo, latiendo. El mismo mar que yo cuando era pequeño veía pintado en los libros de la escuela. Mar, más mar. El mar llevándome y trayéndome de acá para allá, subiéndome y bajándome, envolviéndome. El mar contento, riendo, como si hubiera estado esperando para jugar conmigo. Para hacer de mí otro juguete. Y yo, confiado, dejándome ir en sus brazos líquidos, de sal, entregado a sus sonidos, a su música. Aprendiendo. Porque el mar es sabio. Es tan sabio como el río. El mar lo sabe todo. El mar es la vida.
Pero el mar acabaría devolviéndome a la playa. Me depositaría cuidadosamente en la arena amarilla y fina. Yo lo vería retirarse, irse, y me dolería perderlo, dejarlo hasta mañana, o hasta esta noche, quién sabe. Quién sabe si esta noche no vendrías tú también conmigo a ver el mar. Ver el mar contigo desde la baranda. En la noche. Cuando el cielo es otro mar, cuando el mar es otro cielo. Cuando la noche es a un tiempo mar y cielo. Es todo. Todo lleno de estrellas y luna. Estrellas y luna por todas partes. Luces, luces y más luces. Y tú conmigo, conmigo y con el mar y con la noche.
De regreso a casa, despacioso, sereno, en paz, al pasar bajo tu ventana, cuando alzara la vista, tú verías en mis ojos el mar, todo el mar. Verías que iba lleno de mar. Pero no verías lo que yo había visto en el mar. Había visto palabras en el agua. Muchas palabras. Y entre esas palabras, tu nombre. Tu nombre escrito en el acero de las olas. Tú nombre que no se borraba. No verías, digo, que también iba lleno de tu nombre, lleno de ti.
“La mar azul está enfrente,
risueña,
y, para jugar con él,
la mar tu barquito espera…”
(Vicente Medina)
Si yo viviera allí, donde tú vives, iría todos los días a ver el mar. Algunos días, incluso, iría dos veces. Dos veces o tres. La tercera podría ser por la noche, pero también al amanecer. Al caer el día tampoco estaría mal. A cualquier hora. Qué más daría. Todos los momentos me parecerían buenos para ir a ver el mar. No me importaría que hiciera frío o calor, que lloviera o nevaba. Cómo sería ver nevar sobre el mar.
Ver el mar. Me acodaría en la baranda y me dejaría llevar por sus olas. Me abandonaría a esas olas. Sobre la cresta de las olas, envuelto en sus espumas, viajaría por todo el mar. Las olas me llevarían hasta esos veleros blancos que se estarían meciendo. Y más lejos me llevarían. Hasta el carguero aquel. Aquel carguero enorme, viejo, oscuro, feo. Y más, más allá todavía, más allá de la línea del horizonte, donde la vista no llega, se pierde. Donde nacen los sueños. Y el mar siempre azul, siempre moviéndose, siempre vivo, latiendo. El mismo mar que yo cuando era pequeño veía pintado en los libros de la escuela. Mar, más mar. El mar llevándome y trayéndome de acá para allá, subiéndome y bajándome, envolviéndome. El mar contento, riendo, como si hubiera estado esperando para jugar conmigo. Para hacer de mí otro juguete. Y yo, confiado, dejándome ir en sus brazos líquidos, de sal, entregado a sus sonidos, a su música. Aprendiendo. Porque el mar es sabio. Es tan sabio como el río. El mar lo sabe todo. El mar es la vida.
Pero el mar acabaría devolviéndome a la playa. Me depositaría cuidadosamente en la arena amarilla y fina. Yo lo vería retirarse, irse, y me dolería perderlo, dejarlo hasta mañana, o hasta esta noche, quién sabe. Quién sabe si esta noche no vendrías tú también conmigo a ver el mar. Ver el mar contigo desde la baranda. En la noche. Cuando el cielo es otro mar, cuando el mar es otro cielo. Cuando la noche es a un tiempo mar y cielo. Es todo. Todo lleno de estrellas y luna. Estrellas y luna por todas partes. Luces, luces y más luces. Y tú conmigo, conmigo y con el mar y con la noche.
De regreso a casa, despacioso, sereno, en paz, al pasar bajo tu ventana, cuando alzara la vista, tú verías en mis ojos el mar, todo el mar. Verías que iba lleno de mar. Pero no verías lo que yo había visto en el mar. Había visto palabras en el agua. Muchas palabras. Y entre esas palabras, tu nombre. Tu nombre escrito en el acero de las olas. Tú nombre que no se borraba. No verías, digo, que también iba lleno de tu nombre, lleno de ti.