Locuacidad sin oídos
![[Img #56242]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2021/5373_d1000-sc_9924.jpg)
Crece y crece la corriente de opinión que exige a los políticos una formación cultural e intelectual proporcionada a la importancia de su cometido. No es dedicación para advenedizos. Tratan de nuestra cotidianidad entendida en las dimensiones de bienestar, equidad y justicia, lo que no es asunto menor. El día a día de una nación y sus nacionales no merece la insolvencia de parte de estos personajes, expresada en ocurrencias disparatadas y en comportamientos sectarios. A ese proceder nos han acostumbrado.
Las bases populares han levantado acta de un déficit académico incuestionable, cuando no, de la ignorancia constatada en la oportunidad de las propuestas y en las patadas al diccionario con que las exponen por boca o pluma. A propósito viene la anécdota acaecida con un escritor decimonónico, a su vez secretario de un político y taquígrafo parlamentario. En coincidencia con su jefe, acompañado de una dama, en un cafetín de Madrid, éste hizo la presentación de aquél como un personaje que escribía las cosas más absurdas. ¿Es usted escritor?, inquirió la señora. El literato respondió: No, taquígrafo del Senado. La anécdota arrastra verdad con casi dos siglos de vigencia.
Tampoco es cuestión de ponerse en la máxima exigencia académica. Intelectuales ha habido merodeando por la política que han resultado desastrosos ejemplos de ilógica e incoherencia en las concreciones teóricas y en el tiempo de sus propuestas. Hay que convenir que el ejercicio de este servicio público tiene un componente poderoso de instinto y carisma, cualidades que no se adquieren en aulas y ateneos. Son dones con los que se nace y hay que perfeccionar.
Manda incuestionablemente el deseo ciudadano de verse arropado por una clase dirigente percibida con una cultura más allá de los conceptos básicos, flanqueada por otras virtudes más propensas a la listeza que a la inteligencia. Tiene mucho que ver con ese sexto sentido de la coherencia entre el dicho y el hecho, que, sabido es, no es corto trecho.
La realidad es que la hornada de políticos modernos, medida en promedio de colectivo, no da la talla, ni de lejos, en las materias de cátedra y enciclopedia, como tampoco en otras más acordes con la esgrima de las polémicas a pie de calle. Como morlacos heridos tienden a guarecerse en las tablas de la desconsideración al oponente.
El político actual escapa a toda velocidad de las tribunas públicas, en las que está obligado a fajarse con afectos y desafectos. A cambio, se esconde en la inanidad de las redes sociales con profusión de tuits que, si replican a malas, se imaginan, pero no se escuchan.
Por si fuera poco, en estos monólogos planificados, medra la nueva especie de modalidad informativa de las ¿ruedas de prensa? sin preguntas; es decir, la mordaza a una de las instituciones sociales claves en democracia: los medios de comunicación. Ese engendro jamás podrá estar ligado a la prensa como intermediaria entre el poder y la ciudadanía. He aquí una nueva y cínica demostración en el uso y abuso de las confusiones mediante eufemismos. Malabaristas de palabras que se mimetizan en los egos de una autoescucha con vocación de perpetuidad.
En el sobre sorpresa que es la relación de los políticos con el electorado, asoma otro contrasentido, el de las fuentes del saber. El monopolio de éstas recae en la creciente producción y emisión de series televisivas de argumento político. Son continuas las alusiones a las mismas, no solo en mandatarios, sino en politólogos y periodistas. El inconveniente se centra en la existencia de este canal como único recurso de inspiración y cita, junto al olvido de otros formatos: ejemplo, los libros, cuya asimilación ha de ser más activa, y, por tanto más complicada. Es indiscutible que la vista trabaja más deprisa que la mente, pero los asideros intelectuales de aquélla son más frágiles que los de ésta. Es la abrumadora diferenciación entre el teorema y la anécdota.
Hay, innegable, aprovechables trabajos en imagen de ficciones de la ciencia y la actividad políticas. El ala oeste de la Casa Blanca, Borgen, House of cards, son crudas narraciones de estas prácticas con dosis de moralina. Un caso especial en esta relación es Juego de tronos, o el mito medieval trufado de leyenda, intriga, superchería y violencia, para entender el pasado de esta ciencia humanista adaptada a nuestros tiempos, no precisamente exentos de las mismas lacras.
Creo que, como ciudadano, me gustaría saber si políticos y periodistas contemporáneos simultanean el visionado de estas series con la lectura (y asimilación) de Machiavelo (imprescindible), Thomas Hobbes, Raymod Aron, Bertrand Russell, Hannah Arendt, Simone Weil, Curzio Malaparte, Ortega y tantos otros. De ellos se desprende la espectacularidad solitaria de la lozanía de sus enseñanzas. Únase a ello, la permanencia en el tiempo de sus augurios, la didáctica del saber que rebosa inteligencia, el valor permanente del tratado nacido de la excelencia del pensamiento, no solo un proyecto de ocio. Un político sin este currículo lector no podrá tener la faceta de intelectual que habrá de compartir con instinto y carisma. Es un personaje incompleto en este teatrillo de vanidades próspero en locuacidades sin el retorno de la escucha. Y, para nuestra desgracia, abundan o nos hacen parecerlo.
Crece y crece la corriente de opinión que exige a los políticos una formación cultural e intelectual proporcionada a la importancia de su cometido. No es dedicación para advenedizos. Tratan de nuestra cotidianidad entendida en las dimensiones de bienestar, equidad y justicia, lo que no es asunto menor. El día a día de una nación y sus nacionales no merece la insolvencia de parte de estos personajes, expresada en ocurrencias disparatadas y en comportamientos sectarios. A ese proceder nos han acostumbrado.
Las bases populares han levantado acta de un déficit académico incuestionable, cuando no, de la ignorancia constatada en la oportunidad de las propuestas y en las patadas al diccionario con que las exponen por boca o pluma. A propósito viene la anécdota acaecida con un escritor decimonónico, a su vez secretario de un político y taquígrafo parlamentario. En coincidencia con su jefe, acompañado de una dama, en un cafetín de Madrid, éste hizo la presentación de aquél como un personaje que escribía las cosas más absurdas. ¿Es usted escritor?, inquirió la señora. El literato respondió: No, taquígrafo del Senado. La anécdota arrastra verdad con casi dos siglos de vigencia.
Tampoco es cuestión de ponerse en la máxima exigencia académica. Intelectuales ha habido merodeando por la política que han resultado desastrosos ejemplos de ilógica e incoherencia en las concreciones teóricas y en el tiempo de sus propuestas. Hay que convenir que el ejercicio de este servicio público tiene un componente poderoso de instinto y carisma, cualidades que no se adquieren en aulas y ateneos. Son dones con los que se nace y hay que perfeccionar.
Manda incuestionablemente el deseo ciudadano de verse arropado por una clase dirigente percibida con una cultura más allá de los conceptos básicos, flanqueada por otras virtudes más propensas a la listeza que a la inteligencia. Tiene mucho que ver con ese sexto sentido de la coherencia entre el dicho y el hecho, que, sabido es, no es corto trecho.
La realidad es que la hornada de políticos modernos, medida en promedio de colectivo, no da la talla, ni de lejos, en las materias de cátedra y enciclopedia, como tampoco en otras más acordes con la esgrima de las polémicas a pie de calle. Como morlacos heridos tienden a guarecerse en las tablas de la desconsideración al oponente.
El político actual escapa a toda velocidad de las tribunas públicas, en las que está obligado a fajarse con afectos y desafectos. A cambio, se esconde en la inanidad de las redes sociales con profusión de tuits que, si replican a malas, se imaginan, pero no se escuchan.
Por si fuera poco, en estos monólogos planificados, medra la nueva especie de modalidad informativa de las ¿ruedas de prensa? sin preguntas; es decir, la mordaza a una de las instituciones sociales claves en democracia: los medios de comunicación. Ese engendro jamás podrá estar ligado a la prensa como intermediaria entre el poder y la ciudadanía. He aquí una nueva y cínica demostración en el uso y abuso de las confusiones mediante eufemismos. Malabaristas de palabras que se mimetizan en los egos de una autoescucha con vocación de perpetuidad.
En el sobre sorpresa que es la relación de los políticos con el electorado, asoma otro contrasentido, el de las fuentes del saber. El monopolio de éstas recae en la creciente producción y emisión de series televisivas de argumento político. Son continuas las alusiones a las mismas, no solo en mandatarios, sino en politólogos y periodistas. El inconveniente se centra en la existencia de este canal como único recurso de inspiración y cita, junto al olvido de otros formatos: ejemplo, los libros, cuya asimilación ha de ser más activa, y, por tanto más complicada. Es indiscutible que la vista trabaja más deprisa que la mente, pero los asideros intelectuales de aquélla son más frágiles que los de ésta. Es la abrumadora diferenciación entre el teorema y la anécdota.
Hay, innegable, aprovechables trabajos en imagen de ficciones de la ciencia y la actividad políticas. El ala oeste de la Casa Blanca, Borgen, House of cards, son crudas narraciones de estas prácticas con dosis de moralina. Un caso especial en esta relación es Juego de tronos, o el mito medieval trufado de leyenda, intriga, superchería y violencia, para entender el pasado de esta ciencia humanista adaptada a nuestros tiempos, no precisamente exentos de las mismas lacras.
Creo que, como ciudadano, me gustaría saber si políticos y periodistas contemporáneos simultanean el visionado de estas series con la lectura (y asimilación) de Machiavelo (imprescindible), Thomas Hobbes, Raymod Aron, Bertrand Russell, Hannah Arendt, Simone Weil, Curzio Malaparte, Ortega y tantos otros. De ellos se desprende la espectacularidad solitaria de la lozanía de sus enseñanzas. Únase a ello, la permanencia en el tiempo de sus augurios, la didáctica del saber que rebosa inteligencia, el valor permanente del tratado nacido de la excelencia del pensamiento, no solo un proyecto de ocio. Un político sin este currículo lector no podrá tener la faceta de intelectual que habrá de compartir con instinto y carisma. Es un personaje incompleto en este teatrillo de vanidades próspero en locuacidades sin el retorno de la escucha. Y, para nuestra desgracia, abundan o nos hacen parecerlo.