Mercedes Unzeta Gullón
Domingo, 21 de Noviembre de 2021

Robellones con monchetas

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El viernes pasado, es decir hace una semana, estaba yo plácidamente concentrada escribiendo mi artículo semanal para este periódico cuando el sistema horario me sorprendió con las tres de la tarde; y es que la inexistencia del tiempo atrapa a uno cuando está concentrado en algún interés hasta que el azote horario le reintegra de pronto en el ritmo rutinario.

 

Bueno, había una hora, así que decidí hacer el alto correspondiente para comer. Bajé a la cocina con la apetitosa expectativa de cocinarme unos espléndidos níscalos cogidos en el monte con mi hijo el día anterior. Unos níscalos preciosos de ver y muy deliciosos de comer, carnosos, prietos, de tamaño mediano y un anaranjado color con todos sus matices. Cepillé las setas con una brocha para quitarles los restos de tierra (como señalan las normas seteras) y los salteé con cebolla y ajo picado. Luego salteé unas alubias blancas para hacer el delicioso plato catalán robellones con monchetas (que traducido al castellano viejo quiere decir níscalos con alubias blancas). No seguí la receta original pero finalmente me quedó un plato buenísimo que saboreé con gran placer.

 

Nada más acabar de comer subí a mi estudio con la intención de acabar el artículo semanal que había dejado a medias pero, ante mi asombro, inmediatamente me empieza a picar la cabeza de una manera exagerada, luego la espalda y finalmente todo el cuerpo me arde en una rabiosa picazón, hasta los ojos enrojecidos abrasan. Desconcertada pienso en ducharme para aliviar este picor inesperado pero empiezo a encontrarme mal en general, y enseguida muy mal. Imagino entonces que debe de ser algo de la comida que no me ha sentado bien ¿las setas, las alubias? Fuere lo que fuere, y por si acaso, decido echar fuera lo que acabo de comer, así que  me provoco vómitos para vaciar el estómago metiéndome los dedos en la boca, consigo expulsar parte.

 

Pero eso no me hace encontrarme mejor sino que voy a peor, a fatal. La temperatura del cuerpo me ha bajado hasta tal punto que siento que estoy congelada, las fuerzas vitales han desaparecido, no puedo mantenerme en pie ni articular palabra. Todo sucede rapidísimo. Llamo a mi hijo que está no sé dónde, en algún lugar de la comarca, pero no me contesta, insisto e insisto y en una de esas el dedo se equivoca y ante mi asombro me contesta mi amigo Max. “Me encuentro muy mal” es todo lo que acierto a decir. “Ahora cojo un taxi y voy”, es lo que acierto a entender. Y pone en marcha la operación rescate.

 

Llega Max con el taxi pero con el aturdimiento de la precipitación le despide de vuelta.  Necesito ir a urgencias lo antes posible y no estoy en condiciones de conducir y Max hace años que no conduce. Por fin aparece la voz de mi hijo en el teléfono, le cuento, llama a urgencias pidiendo una ambulancia; le dicen que están todas ocupadas; Max decide llevarme en mi coche; me parece una decisión intrépida, tengo mis recelos, no le he visto conducir nunca; mi desconfianza a su ineptitud no le acobarda y arranca a conducir con gran decisión. Resulta que conduce estupendamente pero mi estado catatónico tiene paralizadas mis constantes armónicas y la aprensión  hace que los temores me vayan saltando en cada curva, o incluso en las rectas, achicharrando al conductor con ‘las alertas’ pensando que en cualquier momento, en un mínimo despiste, podríamos volcar en el arroyo que flanquea la carretera y ‘peor el remedio que la enfermedad’.

 

Figuraciones vanas. Llegamos sin contrariedades al ambulatorio donde ya estaba otro buen amigo a la espera, David, quien alertado por Max había puesto en antecedentes al equipo médico. El recibimiento fue de lo más atento y eficaz. Enseguida me pusieron en una camilla y me atendieron con una celeridad y amabilidad  tranquilizadora. Me llenaron de mantas porque iba más fría y blanca que un lenguado recién sacado de la cámara frigorífica. “Hipotermia” decía la médico. Me ponían esa pinza en el dedo que ponen para saber lo que tengan que saber pero como el dedo estaba congelado no les trasmitía nada de nada. Me frotaban la mano para calentarla pero no había manera de que aquello tomara temperatura. Los pies los sentía como si los tuviera andando descalza por el hielo de algún iceberg.

 

Rápidamente me pusieron suero, me sacaron sangre, me pusieron mascarilla de oxígeno, me inyectaron algo que me dio la impresión de que me habían puesto en una parrilla sobre un fuego bien vivo como a San Lorenzo, el del Escorial; me hicieron todas las pruebas que consideraron pertinentes con una rapidez rotunda. Finalmente decidieron llamar a la Unidad de Emergencias, y vino el equipo de la Unidad de Emergencias. Seis personas todas enfundadas en naranja, irrumpieron en la sala como si vinieran con la urgencia de salvar al mundo de una hecatombe. En este caso el mundo era yo y la hecatombe parecía bastante controlada. Rodearon la camilla y doce manos empezaron a intervenir sobre mí: otro electro (me acababan de hacer uno), otro suero, otro no sé qué… Una puesta en escena impresionante y apabullante.

 

Después de tanta intervención decidieron que tenía que ir al Hospital de León. Yo me resistía y pedía, sin fuerzas pero con insistencia, ir a “mi casa”, como el extraterrestre E.T., pero pretensión inútil, me cargaron en una ambulancia y, hala, para el Hospital. Curiosamente el enfermero de la ambulancia leyó los papeles médicos que me acompañaban y me preguntó si era yo la que había escrito sobre ‘la soledad’ en Astorga Redacción. A pesar de mi estado poco lúcido acerté a decirle que sí, y al hombre, que me dijo que era de Castrillo de las Piedras, le hizo ilusión el conocerme aun cuando la situación desmerecía bastante para mantener una conversación estando yo en el limbo de los ‘fuera de cobertura vivaz’ y con mascarilla de oxígeno tapándome la cara.

 

Llegó la ambulancia al Hospital y a mi nuevo amigo le recibieron con un “hola Astorga”.  Allí me quedé en manos de un joven y atento médico canario y de alguna enfermera algo harta de su trabajo, deduzco, por su mal talante.

 

Me hicieron enseguida la prueba del virus, el PCR, y alguna cosa más de la que no fui muy consciente. Mientras esperaba resultados en el apartado de cortinas llamado Box, en la camilla con mis sueros, me llegaban las voces de los vecinos del camarote cortinil. El inquilino de justo al lado le repetía al médico con cierta consternación, cuando este le fue a comunicar que le habían detectado una infección de páncreas a pesar de que había sido internado por otra cosa, “pero, fíjese doctor, en cincuenta años no me he separado de mi mujer ni diez minutos, y ahora esto”; el cándido enfermo se preocupaba por su mujer y el doctor muy gentil se ofreció a hacer de intermediario entre el matrimonio inseparable pero dolorosamente separado en aquellos momentos. El pobre hombre no salía de su asombro de que  tuviera que separarse un rato de la mujer de su vida (y nunca mejor dicho) después de cincuenta años. Y yo pensaba ¿cómo es posible que dos personas hayan estado tan juntas, tan inseparables, tanto tiempo? Lejos de parecerme una virtud me parecía un tremendo agobio. Otra señora muy mayor más lejos gritaba “ay mamá” “ay mamaíta” “ay mi hija”, a la pobre su dolor y su cabeza la tenían entre la realidad y una regresión a la infancia. Otra señora quería llamar con el móvil a la familia pero no tenía carga y andaba pidiendo un cargador un tanto desesperada; qué buen invento el móvil para estas circunstancias, pensaba yo, pero qué desesperación cuando no funciona; y…, así andaba la animación en los pequeños apartamentos de urgencias.

 

En una de las visitas que me hace el doctor le pregunto por resultado de la PCR y me dice que el resultado estará en dos o tres días. ¿Cómo? ¿pero no es necesario saberlo de inmediato por si acaso? “No”, me dice, “sólo en casos especiales”. Ah, me quedo desconcertada, no lo entiendo pero…, así son las cosas.

 

Después de algunas horas me mandaron para casa. Mis constantes vitales estaban bien. Me devolvieron en una especie de ambulancia furgoneta. Eran ya la doce y pico de la noche y el conductor se quedó flipando que viviera en medio de una noche oscura del campo. Mi campo, mi noche, mi casa. Con qué gusto me metí en mi cama, qué placer, qué sensación de bienestar  la cama de uno, el cuarto de uno, la casa de uno…

 

En el camino de vuelta pensaba yo en la cantidad de pruebas que me han hecho en unas horas, la asistencia tan rápida y tan eficaz y la atención tan estupenda, y cavilaba sobre el coste real de esta asistencia médica incluidos los cien kilómetros de ambulancia ida/vuelta, y sobre lo interesante que sería saberlo para ser consciente de que todo tiene un precio y de que somos afortunados de poder estar atendidos como estamos, aunque con tanta pandemia y tantos intereses económicos por medio haya bajado el nivel que teníamos hace unos años. Ojala no siga bajando porque es de lo poco bueno que todavía nos queda.

 

Creo que sería muy conveniente para la salubridad social que toda persona estuviera informada del coste económico de cada una de sus asistencias médicas, por ejemplo se puede incluir en el informe médico el valor de la atención. Estoy segura de que esa revelación nos haría ser más cautos, más respetuosos y menos ‘abusivos’. Y estaría estupendo que además nos abriera la consciencia de que ‘los servicios públicos’ no son sinónimo de ‘saldo’, de que ‘salen de la nada’, sino que tienen un coste que sale de los bolsillos de todos. Y a lo mejorse reducirían muchas asistencias vanas y habría más tiempo y dinero para las verdaderamente necesarias.

 

Los españoles tenemos muy poca consciencia de ‘la cosa común’. Lo que es de todos parece que no es de nadie. Los servicios públicos parece que caen del cielo. Los dineros públicos parece que están para a ver quién los pilla antes, aquello de “maricón el último” y listísimo el que llegue primero. Y así nos va.

 

Y… tocando el tema de nuestra Sanidad me voy a Finlandia. Este país nórdico, paraíso de la educación, referencia mundial de la enseñanza y gran modelo a seguir en muchos aspecto sociales, en cuanto a la Sanidad resulta que allí, en la mítica Finlandia, hay que tener paciencia y hacer muchas llamadas telefónicas para conseguir que te den hora para poder pedir hora para el médico. Esto me cuenta mi amigo Álvaro que vive allí y que flipa con la facilidad de acceso a la Sanidad de nuestro país. Me cuenta que una ecografía, por ejemplo, es algo impensable que te la hagan allí si no es en casos extremos, y pagando.

 

Amanecí de nuevo con un cuadro de malestar importante con espasmos incluidos pero mucho más suave que el día anterior. Y…mientras me cobijaba confortablemente arropada entre edredones y almohadas han ido transitando los días y las maladíes y, ahora, puedo contarlo.

 

O témpora o mores

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