Buenas verdades cotidianas de nuestro hábitat
![[Img #56420]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2021/259_aidan-dsc_0220.jpg)
La paradoja de este repartidor de opiniones es que si digo que tal tema u otro no merece más atención que una calada en una fábrica de tabaco, tarde o temprano me entrarán ganas de decir por qué. Como los críticos que usan mil palabras para decirnos que la peli es muy mala. Pero los críticos hacen bien: nos enseñan que mofarse es demasiado fácil. Una película sigue siendo un gran símbolo de trabajo en equipo. Sí, hay muchas malas, pero menos que bombillas en Vigo.
Esta semana no quería escribir sobre asuntos políticos de plena actualidad por sus contenidos tan infantiles como irrelevantes para trabajadores sin coches oficiales. Y he decidido librarme de esa paradoja y no justificarme, ni siquiera aludiendo a los temas brevemente sólo para deshacerme de ellos con sorna. (Pero seguramente fracasaré para que ustedes ganen.)
Voy a narrar una experiencia maravillosa.
El miércoles me tocó ir al hospital. Nada serio. Una revisión en plan prevención. Me levanté temprano. Porque si tengo que vivir unas horas fuera de mi casa, necesito tiempo para prepararme. Por ejemplo, recordar que soy mortal, y que una ducha es un acto de solidaridad en potencia, según la situación. Luego, el café. Si no tomo dos cafés no es que no sea capaz de acordarme de cuantas misas van dedicadas todos los años a varios dictadores muertos, sino que (y mucho más importante) me es imposible afeitarme sin aquel tipo de precisión que demuestra el equipo incorruptible de marketing de Ayuso.
[“Te vas a Estados Unidos*. Nadie te conoce ahí. No pasa nada. Toda España te verá. Siempre funciona”.]
Me visto y noto que está lloviendo de verdad, que no es el vecino luciendo sus destrezas bricolajeras mediante el uso de papel de lija… a las ocho de la mañana. (¡Dios! Es para llamar a un taxista, perdón, a la policía.)
Salgo y pienso: Pregunta para un obispo (de baja) recién casado con una autora embarazada ¿el paraguas va en contra de la naturaleza?
En pandemia me encantan los días lluviosos. El paraguas le presta su halo a tu mascarilla. Ganas espacio personal y puedes amenazar a cualquier artista procedente del mundo taurino con cejas alquiladas a Nosferatu.
Poco a poco me veo enamorándome del día gracias a todos los lujos que me brinda la ciudad. El autobús municipal llega según los minutos señalados en la pantalla pegada a la amplia marquesina de la parada.
Tiene asientos cómodos y tengo la suerte de no estar acompañado: es decir, todos los pasajeros han tenido la amabilidad de abrazar los contenidos de sus móviles CON AURICULARES. ¡Qué día más perfecto!
Bajo del autobús y, cerca del vestíbulo del hospital, hay una maquina extraordinaria. Metes tu tarjeta sanitaria y te sale un tique con todos los detalles sobre la ubicación de la cita. Somos la leche, los seres humanos. Hasta hace tan solo una generación me habría tenido que aguantar la tradición oral: Por ahí, por ahí (con o sin la mueca subtituladora de los hombros o brazos inquietos según el nivel de interés o convicción del celador cómodamente sentado detrás de su Marca)… la cual es una explicación pobre en matices en un edificio del tamaño de un aeropuerto.
Llego a la zona de espera. Hay una pantalla. Funciona. Sé que la hora de la cita es una hora orientativa. Después de unos minutos aparece mi número, miento, el código (esta innovación nace de una psicología perversamente gloriosa) de mi turno. Entro a un pasillo meticulosamente limpio y bien iluminado. Veo una luz de otro color (qué bien está pensado todo, reflexiono de nuevo) parpadeando. Me acerco. Confirmo que es una señal digital y que está mostrando, además del código, el número de la consulta. Entro al despacho. Me invita un señor, que ha pasado muchísimo tiempo en una universidad (de verdad) para aprender cosas que yo no sé, a sentarme y contarle cómo me encuentro. Todo esto me conmueve. Me escucha y me hace unas preguntas que entiendo porque ha tenido la paciencia y la cortesía de asegurarse de que yo entienda la jerga de su especialidad. Me entran ganas de regalarle un helicóptero para que pueda descansar (cuando toque: ¡un fin de semana es cosa de mimados!) en una isla tropical sin paraguas, pero tampoco con ceniza.
Luego me suelta una bomba de sinceridad: “Curiosamente, en cuanto a los que padecen la forma que tiene usted, en los fumadores los recaídos son menos”.
Renglón seguido añade con una sonrisa de ojos (ya soy experto en sonrisas sin bocas gracias a la COVID 19 y los currantes majos del súper de mi barrio): “Tampoco le estoy ofreciendo en absoluto una apolog…”
“No he oído nada, su señoría. Palabra.”, le contesto.
Salgo del hospital y la influencia de la época me acecha. Cedo. Saco el móvil y hago varias fotos del lugar para mandárselas a amigos y familiares que viven en países* donde un esguince te cuesta una nómina. Pienso en la organización que conlleva un hospital. Desde la ciencia hasta la logística. Desde la tecnología hasta esa gama enorme y diversa de tareas tan necesarias como complejas desempeñadas TODOS LOS DIAS por cientos de ciudadanos concienzudos a pesar de muchos convenios no inoculados contra la inflación.
Empieza a llover otra vez y me doy cuenta de que tengo hambre. Vuelvo a entrar y en la cafetería y me ponen un triángulo tranquilo de tortilla, sin entablar tertulias tontas sobre la indiscutible dignidad de la cebolla que ilumina su solera. Pienso: “¡Cómo somos de espabilados los seres humanos!”, y, a la vez, logro no ojear el periódico durante un rato para poder disfrutar de mi asombro placentero y de mi gratitud que ahora plasmo aquí.
![[Img #56420]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2021/259_aidan-dsc_0220.jpg)
La paradoja de este repartidor de opiniones es que si digo que tal tema u otro no merece más atención que una calada en una fábrica de tabaco, tarde o temprano me entrarán ganas de decir por qué. Como los críticos que usan mil palabras para decirnos que la peli es muy mala. Pero los críticos hacen bien: nos enseñan que mofarse es demasiado fácil. Una película sigue siendo un gran símbolo de trabajo en equipo. Sí, hay muchas malas, pero menos que bombillas en Vigo.
Esta semana no quería escribir sobre asuntos políticos de plena actualidad por sus contenidos tan infantiles como irrelevantes para trabajadores sin coches oficiales. Y he decidido librarme de esa paradoja y no justificarme, ni siquiera aludiendo a los temas brevemente sólo para deshacerme de ellos con sorna. (Pero seguramente fracasaré para que ustedes ganen.)
Voy a narrar una experiencia maravillosa.
El miércoles me tocó ir al hospital. Nada serio. Una revisión en plan prevención. Me levanté temprano. Porque si tengo que vivir unas horas fuera de mi casa, necesito tiempo para prepararme. Por ejemplo, recordar que soy mortal, y que una ducha es un acto de solidaridad en potencia, según la situación. Luego, el café. Si no tomo dos cafés no es que no sea capaz de acordarme de cuantas misas van dedicadas todos los años a varios dictadores muertos, sino que (y mucho más importante) me es imposible afeitarme sin aquel tipo de precisión que demuestra el equipo incorruptible de marketing de Ayuso.
[“Te vas a Estados Unidos*. Nadie te conoce ahí. No pasa nada. Toda España te verá. Siempre funciona”.]
Me visto y noto que está lloviendo de verdad, que no es el vecino luciendo sus destrezas bricolajeras mediante el uso de papel de lija… a las ocho de la mañana. (¡Dios! Es para llamar a un taxista, perdón, a la policía.)
Salgo y pienso: Pregunta para un obispo (de baja) recién casado con una autora embarazada ¿el paraguas va en contra de la naturaleza?
En pandemia me encantan los días lluviosos. El paraguas le presta su halo a tu mascarilla. Ganas espacio personal y puedes amenazar a cualquier artista procedente del mundo taurino con cejas alquiladas a Nosferatu.
Poco a poco me veo enamorándome del día gracias a todos los lujos que me brinda la ciudad. El autobús municipal llega según los minutos señalados en la pantalla pegada a la amplia marquesina de la parada.
Tiene asientos cómodos y tengo la suerte de no estar acompañado: es decir, todos los pasajeros han tenido la amabilidad de abrazar los contenidos de sus móviles CON AURICULARES. ¡Qué día más perfecto!
Bajo del autobús y, cerca del vestíbulo del hospital, hay una maquina extraordinaria. Metes tu tarjeta sanitaria y te sale un tique con todos los detalles sobre la ubicación de la cita. Somos la leche, los seres humanos. Hasta hace tan solo una generación me habría tenido que aguantar la tradición oral: Por ahí, por ahí (con o sin la mueca subtituladora de los hombros o brazos inquietos según el nivel de interés o convicción del celador cómodamente sentado detrás de su Marca)… la cual es una explicación pobre en matices en un edificio del tamaño de un aeropuerto.
Llego a la zona de espera. Hay una pantalla. Funciona. Sé que la hora de la cita es una hora orientativa. Después de unos minutos aparece mi número, miento, el código (esta innovación nace de una psicología perversamente gloriosa) de mi turno. Entro a un pasillo meticulosamente limpio y bien iluminado. Veo una luz de otro color (qué bien está pensado todo, reflexiono de nuevo) parpadeando. Me acerco. Confirmo que es una señal digital y que está mostrando, además del código, el número de la consulta. Entro al despacho. Me invita un señor, que ha pasado muchísimo tiempo en una universidad (de verdad) para aprender cosas que yo no sé, a sentarme y contarle cómo me encuentro. Todo esto me conmueve. Me escucha y me hace unas preguntas que entiendo porque ha tenido la paciencia y la cortesía de asegurarse de que yo entienda la jerga de su especialidad. Me entran ganas de regalarle un helicóptero para que pueda descansar (cuando toque: ¡un fin de semana es cosa de mimados!) en una isla tropical sin paraguas, pero tampoco con ceniza.
Luego me suelta una bomba de sinceridad: “Curiosamente, en cuanto a los que padecen la forma que tiene usted, en los fumadores los recaídos son menos”.
Renglón seguido añade con una sonrisa de ojos (ya soy experto en sonrisas sin bocas gracias a la COVID 19 y los currantes majos del súper de mi barrio): “Tampoco le estoy ofreciendo en absoluto una apolog…”
“No he oído nada, su señoría. Palabra.”, le contesto.
Salgo del hospital y la influencia de la época me acecha. Cedo. Saco el móvil y hago varias fotos del lugar para mandárselas a amigos y familiares que viven en países* donde un esguince te cuesta una nómina. Pienso en la organización que conlleva un hospital. Desde la ciencia hasta la logística. Desde la tecnología hasta esa gama enorme y diversa de tareas tan necesarias como complejas desempeñadas TODOS LOS DIAS por cientos de ciudadanos concienzudos a pesar de muchos convenios no inoculados contra la inflación.
Empieza a llover otra vez y me doy cuenta de que tengo hambre. Vuelvo a entrar y en la cafetería y me ponen un triángulo tranquilo de tortilla, sin entablar tertulias tontas sobre la indiscutible dignidad de la cebolla que ilumina su solera. Pienso: “¡Cómo somos de espabilados los seres humanos!”, y, a la vez, logro no ojear el periódico durante un rato para poder disfrutar de mi asombro placentero y de mi gratitud que ahora plasmo aquí.






