La ventanilla
Soy de una generación a la que todavía tocó batallar con la ventanilla y las instancias o rogativas encabezadas con el impersonal a quien corresponda y finiquitadas con el dicho a quién Dios guarde muchos años, que siempre me hizo gracia por lo rebuscado y lo militante de una burocracia que se colgó con esta coletilla confesional de los dogmas inquebrantables del nacionalcatolicismo.
Ciertamente, aquel abordaje de la ventanilla de ministerio, subsecretaría o dirección general, era una aventura digna de las andanzas de Miguel de la Quadra Salcedo, el prototipo de reportero que reclutó masas de jóvenes para la causa del periodismo. Acudir a ella era epopeya similar a un serial heroico de El Capitán Trueno, que nos dejaban en el puro ay, cuando, creído el final de la batalla, en la última viñeta aparecía el paréntesis aguafiestas del continuará. Ahí nos quedábamos a dos velas, con gesto torcido y en nueva vigilia semanal.
La ventanilla era una de esas portillas que trasladaban a una nueva dimensión, una especie de atajo interestelar. En aquella España funcionarial había dos mundos; quizás, sin exagerar tampoco, dos galaxias, a la cortísima distancia de una ojeada; una, delante de ellas; otra, detrás de aquellas oquedades. No costaba visualizar una especie alienígena, rebasada la frontera en miradas temerosas y expectantes hacia dentro de los que se presumía inframundo. Pululaban por allí habitantes errabundos de un planeta que debía la subsistencia a una pila inagotable de legajos desperdigados por un caos magníficamente planificado de humedades y telarañas. Y ese olor, todo a viejo y decrépito, que era como substancia hipnótica adueñada de tu voluntad y represora contundente de cualquier atisbo de indignación ante la metralla del papeleo exigido. Llegaba un ciudadano y salía un resignado, mejor, un derrotado, por los inescrutables designios del azar burocrático.
Aquellos funcionarios, resabiados, indolentes, perfecta esencia de burócrata, eran coraza inexpugnable a las urgencias y tribulaciones de cualquiera que estuviera al otro lado de la ventanilla. Tenían a bien la voluntad del servicio que implicaba su apertura, solo cuando quedase debidamente aclarado en la tertulia interna de primera hora si el gol de Amancio fue o no en orsay. Practicaban prodigiosa puntualidad en el cierre y en la media jornada, en la liturgia del cafetito en el exterior o del bocata de sardinas en campo propio. A la una o dos de la tarde, aquel inhóspito territorio quedaba en la absoluta penumbra que simbolizaba aquel orificio cerrado a cal y canto, sin rendijas para la humanidad de un favor a destiempo. Si faltaba la póliza de cinco pesetas, era irrecurrible la condena de volver mañana, o pasado, o al otro... Mariano José de Larra, inmortalizó costumbrismos decimonónicos bien perpetuados por estos lares.
Parece que hoy la ventanilla es un vestigio del pasado. Solo parece, porque en las carnes del sufrido españolito en permanente estado de agobio y cabreo, pervive el malhadado papeleo para la cuestión más nimia. Y a ello hay que atenerse y condescender en aras al buen orden administrativo. Ocurre que el decorado o procedimiento han cambiado radicalmente. Ya no es una portilla abierta la que nos deja ver ese submundo, galaxia o planeta de alienígenas morfológicamente semejantes. Han sabido esconderlos en voces metálicas que se dejan escuchar en un teléfono o en coordenadas que hay que discernir en laberíntico viaje por internet. Han robotizado al funcionario en esta primera fase de contacto o de encuentro. Han fundado un diálogo entre sordos y ciegos que más parece conversación imposible de besugos, porque se han dinamitado y cegado dudas, emociones y sensaciones.
Es verdad que, rebasado este trámite inicial, con la sola intuición de una parte, la del siempre resignado ciudadano, se abren escenarios reconocibles; pero si falla, cierran, sin horario establecido, todas las demás ventanillas. Es entonces el turno de la voz humana la que vuelve a depositar los pies en el suelo, porque, aún sin vernos, se podrá ejercitar ese conciliábulo deseado y necesario del parecer y contraparecer. Al otro lado de la línea, lo más corriente es que atienda una voz cariñosa con ganas sinceras de resolver, que se identifica con nombre y apellido para facilitar un tono de familiar confianza. Nada que ver con ese funcionario mal encarado de tiempos pretéritos, en los que su capricho o su desidia, ocultas en el incógnito de identidades, condenaba a eternizar trámites y papeleos, sin más derecho que tragarte el comprensible cabreo.
Y, sin embargo, cuando sopeso una y otra forma de relación con las administraciones públicas, como que me queda el gusanillo del pasado. Se hacía tiempo para pelar la pava de los enojos e impaciencias con algún coincidente de fatigas en la cola y, llegado el momento del encuentro ante lo inevitable, la falta de la póliza de cinco pesetas en casilla invisible, uno tenía frente a su cara al responsable de la faena. Había margen para el desahogo con alguien de carne y hueso. Porque eso de cabrearse contra la abstracción de la nada, que es lo que procede ahora, es una refinada y monumental cabronada.
Soy de una generación a la que todavía tocó batallar con la ventanilla y las instancias o rogativas encabezadas con el impersonal a quien corresponda y finiquitadas con el dicho a quién Dios guarde muchos años, que siempre me hizo gracia por lo rebuscado y lo militante de una burocracia que se colgó con esta coletilla confesional de los dogmas inquebrantables del nacionalcatolicismo.
Ciertamente, aquel abordaje de la ventanilla de ministerio, subsecretaría o dirección general, era una aventura digna de las andanzas de Miguel de la Quadra Salcedo, el prototipo de reportero que reclutó masas de jóvenes para la causa del periodismo. Acudir a ella era epopeya similar a un serial heroico de El Capitán Trueno, que nos dejaban en el puro ay, cuando, creído el final de la batalla, en la última viñeta aparecía el paréntesis aguafiestas del continuará. Ahí nos quedábamos a dos velas, con gesto torcido y en nueva vigilia semanal.
La ventanilla era una de esas portillas que trasladaban a una nueva dimensión, una especie de atajo interestelar. En aquella España funcionarial había dos mundos; quizás, sin exagerar tampoco, dos galaxias, a la cortísima distancia de una ojeada; una, delante de ellas; otra, detrás de aquellas oquedades. No costaba visualizar una especie alienígena, rebasada la frontera en miradas temerosas y expectantes hacia dentro de los que se presumía inframundo. Pululaban por allí habitantes errabundos de un planeta que debía la subsistencia a una pila inagotable de legajos desperdigados por un caos magníficamente planificado de humedades y telarañas. Y ese olor, todo a viejo y decrépito, que era como substancia hipnótica adueñada de tu voluntad y represora contundente de cualquier atisbo de indignación ante la metralla del papeleo exigido. Llegaba un ciudadano y salía un resignado, mejor, un derrotado, por los inescrutables designios del azar burocrático.
Aquellos funcionarios, resabiados, indolentes, perfecta esencia de burócrata, eran coraza inexpugnable a las urgencias y tribulaciones de cualquiera que estuviera al otro lado de la ventanilla. Tenían a bien la voluntad del servicio que implicaba su apertura, solo cuando quedase debidamente aclarado en la tertulia interna de primera hora si el gol de Amancio fue o no en orsay. Practicaban prodigiosa puntualidad en el cierre y en la media jornada, en la liturgia del cafetito en el exterior o del bocata de sardinas en campo propio. A la una o dos de la tarde, aquel inhóspito territorio quedaba en la absoluta penumbra que simbolizaba aquel orificio cerrado a cal y canto, sin rendijas para la humanidad de un favor a destiempo. Si faltaba la póliza de cinco pesetas, era irrecurrible la condena de volver mañana, o pasado, o al otro... Mariano José de Larra, inmortalizó costumbrismos decimonónicos bien perpetuados por estos lares.
Parece que hoy la ventanilla es un vestigio del pasado. Solo parece, porque en las carnes del sufrido españolito en permanente estado de agobio y cabreo, pervive el malhadado papeleo para la cuestión más nimia. Y a ello hay que atenerse y condescender en aras al buen orden administrativo. Ocurre que el decorado o procedimiento han cambiado radicalmente. Ya no es una portilla abierta la que nos deja ver ese submundo, galaxia o planeta de alienígenas morfológicamente semejantes. Han sabido esconderlos en voces metálicas que se dejan escuchar en un teléfono o en coordenadas que hay que discernir en laberíntico viaje por internet. Han robotizado al funcionario en esta primera fase de contacto o de encuentro. Han fundado un diálogo entre sordos y ciegos que más parece conversación imposible de besugos, porque se han dinamitado y cegado dudas, emociones y sensaciones.
Es verdad que, rebasado este trámite inicial, con la sola intuición de una parte, la del siempre resignado ciudadano, se abren escenarios reconocibles; pero si falla, cierran, sin horario establecido, todas las demás ventanillas. Es entonces el turno de la voz humana la que vuelve a depositar los pies en el suelo, porque, aún sin vernos, se podrá ejercitar ese conciliábulo deseado y necesario del parecer y contraparecer. Al otro lado de la línea, lo más corriente es que atienda una voz cariñosa con ganas sinceras de resolver, que se identifica con nombre y apellido para facilitar un tono de familiar confianza. Nada que ver con ese funcionario mal encarado de tiempos pretéritos, en los que su capricho o su desidia, ocultas en el incógnito de identidades, condenaba a eternizar trámites y papeleos, sin más derecho que tragarte el comprensible cabreo.
Y, sin embargo, cuando sopeso una y otra forma de relación con las administraciones públicas, como que me queda el gusanillo del pasado. Se hacía tiempo para pelar la pava de los enojos e impaciencias con algún coincidente de fatigas en la cola y, llegado el momento del encuentro ante lo inevitable, la falta de la póliza de cinco pesetas en casilla invisible, uno tenía frente a su cara al responsable de la faena. Había margen para el desahogo con alguien de carne y hueso. Porque eso de cabrearse contra la abstracción de la nada, que es lo que procede ahora, es una refinada y monumental cabronada.






