Paz Martínez
Sábado, 04 de Diciembre de 2021

El esclavo

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Por las mañanas al levantarnos despierto a mis sobrinos, les preparo el desayuno y el almuerzo para el cole. Ellos también tienen obligaciones como hacer la cama, recoger la mesa, fregar la vajilla que ensucian, poner una lavadora a la semana o tender la ropa de baño cuando regresan de natación.

 

El otro día, mientras realizábamos estas tareas cotidianas uno de mis sobrinos, el más pequeño, me preguntó: “¿Cuándo seré lo bastante mayor para poder mandar y dejar de ser un esclavo?” “¿Crees que eres un esclavo?” le pregunté. A lo que respondió que los niños, por ser niños, continuamente reciben órdenes y que les obligamos a trabajar en tareas fastidiosas como la que estaba realizando en ese momento (tender una toalla). Que él prefería crecer y poder mandar a alguien, ya que al ser el más pequeño de la casa estaba en clara desventaja y todo el mundo se aprovechaba de su condición. “Eso no te salvará -le dije en un tono entre serio y socarrón-.Todo el mundo cumple órdenes de alguien, todos somos esclavos de algo. Nunca serás más libre que ahora que eres dueño de tus pensamientos, de tu imaginación e ignoras los prejuicios que nos dominan a medida que vamos creciendo.”

 

Entonces, vinieron a mi cabeza todas las cosas de las que somos esclavos. Pensé que los eslabones de la esclavitud son fuertes y transparentes y por eso a veces ni siquiera los apreciamos. Como en aquel campamento en Ávila, cuando tenía catorce años y nos pidieron que nos dibujáramos a nosotros mismos sujetos por muchas cadenas y en el extremo de cada una escribiéramos qué nos ataba. Yo no sabía que escribir. No sé qué me ata, pensé. Era incapaz de ver con claridad mis cadenas y mucho menos de ponerles un nombre. Un encadenado sobrevive mejor cuando ignora que lo está. Y al final después de un rato mirando el dibujo que había hecho escribí la palabra MIEDO. Miedo: el padre de todos los vicios, de todas las ataduras, de todos los obstáculos, de los fracasos y de las prohibiciones. Y también el padre de todas las supremacías, los embelecos y las apariencias. Casi nada.

 

No quedan hombres libres en el primer mundo. Somos esclavos de nosotros mismos, de la tecnología, de la imagen, del bienestar y del malestar. Somos esclavos de la necesidad, de trabajar más para tener más y disfrutar menos. Somos una marea arrastrada por sí misma que se deja tentar por maravillas comerciales mientras trabaja por salarios mediocres que gasta en lo mismo que produce, pagando por añadido, el sobreprecio desorbitado del tiempo agotado.

 

Me pregunto si, aunque fuera de carambola, mi sobrino entendió lo qué le quise decir. Y si algún día, pensando en este momento, caerá en la cuenta de que mientras le hablaba, de algún modo inconsciente, lo preparaba para ser un eslabón más de esta cadena, porque no somos lo suficientemente grandes, ni fuertes, ni valientes como para romperla. Y, sobre todo, porque son muy contadas las ocasiones en que tenemos los ojos abiertos para verla y los sentidos despiertos para apreciarla.

 

Pero, a pesar de todo, no creo que la vida sea una jaula de penurias, pues siento que hay cierta libertad en las decisiones que estrechan nuestras cadenas y las hacen más livianas: Desear ser libre, superar los miedos, lograr aquello que nunca imaginamos, ser responsables de nuestros actos y aprovechar la oportunidad de ser mejores, o la sola alegría de vivir…Pues al igual que la esclavitud no tiene valor para alguien que se siente libre, la libertad tampoco tiene valor si no sabemos definirla por lo que somos capaces de conseguir a través de ella.

 

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