Madrid tuvo su Broadway
Recuerdo la Gran Vía madrileña de hace años, no tantos en traducción de calendario, pero muchos a escala de sentimientos. No sé cómo sería el Broadway neoyorquino: no lo conozco; pero mis paseos por ese emblema del callejero de Madrid, con su sucesión de salas cinematográficas, me hacía imaginar aquel enjambre de teatros y espectáculos en la ciudad de los rascacielos. Y lo bueno era que el poblachón en el que habito no salía malparado frente a la jactanciosa capital mundial de las culturas de vanguardia. ¿Chovinismo de andar por casa? Pues sí.
Broadway, parece ser, sigue fiel a su filosofía de espectáculo. No ha roto el encanto. Se pronuncia el nombre y uno se traslada, en una especie de viaje sideral, a un emporio de vanaglorias teatrales que lo eternizan como una ilustración artística preñada de cosmopolitismo.
Nuestra Gran Vía era mucho más de cines que de teatros, pero uno, en el afán comparativo, se fijaba más en contenidos que en continentes. Éstos eran el receptáculo de una demostración artística milenaria. Aquellos penduleaban entre el arte moderno, de poco más de un siglo de existencia, y el espectáculo de un mundo de sueños al alcance de todos. Lo cantó Aute: todo en la vida es cine, y los sueños, cine son.
La Gran Vía, por encima de estéticas arquitectónicas y urbanísticas, era aquellos cines y su cartelería acartonada, como de cómic, sin la cual, moría el efecto llamada a la proyección de la película, vista desde plateas o entresuelos sin refrescos y palomitas, pero con frontera permanentemente abierta a la emoción, el sobresalto, la carcajada, el sollozo.., en la intimidad gratuita de la oscuridad de la sala.
Esta vía, grande de nominación, no de trayecto, símbolo mucho tiempo de una ciudad empeñada en ganarse a empellones una modernidad capitalina en país de atrasos seculares, tuvo en sus cines, la mejor credencial en el empeño, atolondradas censuras aparte. Calle noble de neones publicitarios y focos de premier cinematográfica con alfombra roja sobre asfalto miles y miles de veces pateado por espectadores ávidos de estrenos en celuloide.
Avenida, Capitol, Lope de Vega, Palacio de la Música, Palacio de la Prensa, Coliseum, Callao, Pompeya, Imperial, Gran Vía, Rialto, Rex… fueron firmas rotuladas en tungstenos que hicieron de las noches del lugar un Madrid alegre en tiempos de barahúnda por sus aledaños y periferias. Una peculiaridad, el Azul, una pequeña sala especializada en películas de Ingmar Bergman, y otras, de las llamada de arte y ensayo, que eran el imán de una progresía universitaria con pasaporte de quinta columna en el reducto más burgués. Por aquellos tiempos, más de un cachondo decía que este cine no tenía butacas, sino reclinatorios…para ver sus películas de rodillas.
Los cines de la Gran Vía enseñaron, todo a la vez, el Hollywood de amor y lujo, el de las corrupciones dinásticas, el de las muecas de elocuentes desprecios en los duelos al sol de los western, el de la aventura sin más epílogo que el triunfo incontestable del bueno, el debate, no del todo cerrado, entre suspense e intriga, el de las hazañas bélicas, el de la conquista del espacio, el de héroes y malvados, de carne y hueso, sin el trampantojo de la cadena inagotable de efectos especiales. Era el magno espectáculo del torrente de dólares manando en superproducciones que compraban taquillas (no han cambiado las cosas) por encima de expresión y mensaje artístico ocultos en la cobardía de la rentabilidad segura.
En aquella Gran Vía, prosperó el mensaje sociológico del landismo. El de los españolitos que a base de virilidad cateta y cuartelera ponían antídoto a las represiones sexuales de catecismo y confesionario. Fue el cine de Alfredo Landa, de José Luis López Vázquez, de José Sacristán, de Rafaela Aparicio, de Cocha Velasco, de Gracita Morales y casi todos los demás que, despojados de su mentirosa careta, se revelaron actores de primer nivel, ganadores de muchos premios nacionales e internacionales en papeles de más enjundia dramática. Vistas hoy transmiten la vejez rotunda de la obra superficial, pero con el toque ternura, todavía, de arrancarnos una sonrisa.
La Gran Vía demostró su caché en aquella interminable guía de cines de los periódicos madrileños con el distintivo aristocrático de su inclusión perenne en la categoría de numeradas, salas con historia, resumidas en lujosos patios de butacas, palcos barrocos, pantallas panorámicas y acomodadores de librea. Puntualidad suiza en las sesiones era su marchamo.
La otra clasificación, la de sesión continua, la conformaba una lista interminable de cines de barrio, tan fabricantes de sueños como los otros, solo que para una chiquillería de a duro en la asignación familiar y con películas reestrenadas hasta el desgaste. Butacas de madera, nada de palcos, más que acomodadores, guardianes de la moral y buenas costumbres con la linterna en modo de arma disuasoria a los besos, caricias y algo más…si se podía, en las últimas filas. Una forma de ver cine sincera, como la niñez, que aclamaba y pateaba, sin los disimulos de las correcciones hipócritas.
Madrid tuvo su Broadway. Hoy, ¿qué es la Gran Vía? No adivino. Ni mejor ni peor, distinta; pero insípida, porque aquellos cines, muchos desaparecidos y otros reconvertidos en teatros musicales que representan sin más imaginación que secuelas de películas, fueron alma y vida de su calle más distinguida.
Recuerdo la Gran Vía madrileña de hace años, no tantos en traducción de calendario, pero muchos a escala de sentimientos. No sé cómo sería el Broadway neoyorquino: no lo conozco; pero mis paseos por ese emblema del callejero de Madrid, con su sucesión de salas cinematográficas, me hacía imaginar aquel enjambre de teatros y espectáculos en la ciudad de los rascacielos. Y lo bueno era que el poblachón en el que habito no salía malparado frente a la jactanciosa capital mundial de las culturas de vanguardia. ¿Chovinismo de andar por casa? Pues sí.
Broadway, parece ser, sigue fiel a su filosofía de espectáculo. No ha roto el encanto. Se pronuncia el nombre y uno se traslada, en una especie de viaje sideral, a un emporio de vanaglorias teatrales que lo eternizan como una ilustración artística preñada de cosmopolitismo.
Nuestra Gran Vía era mucho más de cines que de teatros, pero uno, en el afán comparativo, se fijaba más en contenidos que en continentes. Éstos eran el receptáculo de una demostración artística milenaria. Aquellos penduleaban entre el arte moderno, de poco más de un siglo de existencia, y el espectáculo de un mundo de sueños al alcance de todos. Lo cantó Aute: todo en la vida es cine, y los sueños, cine son.
La Gran Vía, por encima de estéticas arquitectónicas y urbanísticas, era aquellos cines y su cartelería acartonada, como de cómic, sin la cual, moría el efecto llamada a la proyección de la película, vista desde plateas o entresuelos sin refrescos y palomitas, pero con frontera permanentemente abierta a la emoción, el sobresalto, la carcajada, el sollozo.., en la intimidad gratuita de la oscuridad de la sala.
Esta vía, grande de nominación, no de trayecto, símbolo mucho tiempo de una ciudad empeñada en ganarse a empellones una modernidad capitalina en país de atrasos seculares, tuvo en sus cines, la mejor credencial en el empeño, atolondradas censuras aparte. Calle noble de neones publicitarios y focos de premier cinematográfica con alfombra roja sobre asfalto miles y miles de veces pateado por espectadores ávidos de estrenos en celuloide.
Avenida, Capitol, Lope de Vega, Palacio de la Música, Palacio de la Prensa, Coliseum, Callao, Pompeya, Imperial, Gran Vía, Rialto, Rex… fueron firmas rotuladas en tungstenos que hicieron de las noches del lugar un Madrid alegre en tiempos de barahúnda por sus aledaños y periferias. Una peculiaridad, el Azul, una pequeña sala especializada en películas de Ingmar Bergman, y otras, de las llamada de arte y ensayo, que eran el imán de una progresía universitaria con pasaporte de quinta columna en el reducto más burgués. Por aquellos tiempos, más de un cachondo decía que este cine no tenía butacas, sino reclinatorios…para ver sus películas de rodillas.
Los cines de la Gran Vía enseñaron, todo a la vez, el Hollywood de amor y lujo, el de las corrupciones dinásticas, el de las muecas de elocuentes desprecios en los duelos al sol de los western, el de la aventura sin más epílogo que el triunfo incontestable del bueno, el debate, no del todo cerrado, entre suspense e intriga, el de las hazañas bélicas, el de la conquista del espacio, el de héroes y malvados, de carne y hueso, sin el trampantojo de la cadena inagotable de efectos especiales. Era el magno espectáculo del torrente de dólares manando en superproducciones que compraban taquillas (no han cambiado las cosas) por encima de expresión y mensaje artístico ocultos en la cobardía de la rentabilidad segura.
En aquella Gran Vía, prosperó el mensaje sociológico del landismo. El de los españolitos que a base de virilidad cateta y cuartelera ponían antídoto a las represiones sexuales de catecismo y confesionario. Fue el cine de Alfredo Landa, de José Luis López Vázquez, de José Sacristán, de Rafaela Aparicio, de Cocha Velasco, de Gracita Morales y casi todos los demás que, despojados de su mentirosa careta, se revelaron actores de primer nivel, ganadores de muchos premios nacionales e internacionales en papeles de más enjundia dramática. Vistas hoy transmiten la vejez rotunda de la obra superficial, pero con el toque ternura, todavía, de arrancarnos una sonrisa.
La Gran Vía demostró su caché en aquella interminable guía de cines de los periódicos madrileños con el distintivo aristocrático de su inclusión perenne en la categoría de numeradas, salas con historia, resumidas en lujosos patios de butacas, palcos barrocos, pantallas panorámicas y acomodadores de librea. Puntualidad suiza en las sesiones era su marchamo.
La otra clasificación, la de sesión continua, la conformaba una lista interminable de cines de barrio, tan fabricantes de sueños como los otros, solo que para una chiquillería de a duro en la asignación familiar y con películas reestrenadas hasta el desgaste. Butacas de madera, nada de palcos, más que acomodadores, guardianes de la moral y buenas costumbres con la linterna en modo de arma disuasoria a los besos, caricias y algo más…si se podía, en las últimas filas. Una forma de ver cine sincera, como la niñez, que aclamaba y pateaba, sin los disimulos de las correcciones hipócritas.
Madrid tuvo su Broadway. Hoy, ¿qué es la Gran Vía? No adivino. Ni mejor ni peor, distinta; pero insípida, porque aquellos cines, muchos desaparecidos y otros reconvertidos en teatros musicales que representan sin más imaginación que secuelas de películas, fueron alma y vida de su calle más distinguida.