Andrés Martínez Oria
Sábado, 18 de Diciembre de 2021

Una carta y una estela

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Leo hoy, en el rojo y limpio amanecer, la carta conmovedora y bellísima que Plinio Segundo envía a Efulano Marcelino para hacerle partícipe de su inmensa tristeza por la muerte de la joven hija de su amigo común, Minicio Fundano (Epist. V 16). Aún no había cumplido los trece años y ya mostraba la sabiduría de una anciana. Con qué cariño abrazaba a su padre y distinguía a todos los de casa. Qué estudiosa e inteligente. Con qué entereza y paciencia sobrellevó la última enfermedad, obedeciendo en todo a los médicos y transmitiendo ánimos a su hermana y a su padre —su madre había muerto ya antes—. A última hora solo la sostenía una fuerza de espíritu que no quebrantó la larga enfermedad ni el miedo a la muerte. Más cruel, cuando lo tenía todo preparado para celebrar su matrimonio. Ahora su padre tenía que gastar el dinero de la boda en incienso, ungüentos y perfumes para su funeral. Así que no es extraño que Fundano volviera la espalda a los preceptos de la filosofía estoica —era un sabio— para abstraerse en el dolorido sentir por la hija muerta.

 

Cuánta humanidad y qué fresca actualidad descubrimos a veces en escritos de hace dos mil años. Lo curioso del caso es que se ha encontrado la inscripción de la muchacha, enterrada a las afueras de Roma, en el monte Mario, y dice así:

 

D.M. MINICIAE MARCELLAE FUNDANI F. V. A. XII. M. XI.D.VII.

 

Esto es, «[Tumba dedicada] A los dioses manes de Minicia Marcela, hija de Fundano. Vivió doce años, once meses y siete días». ¿No es conmovedor y dolorosamente bello todo esto. El tiempo también es capaz de convertir en belleza nuestro dolor?

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