Catalina Tamayo
Sábado, 18 de Diciembre de 2021

Ítaca

 

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“Era un niño  que soñaba

un caballo de cartón.

Abrió los ojos el niño

y el caballito no vio.”

(Antonio Machado)

 

 

Si, como se dice, la vida es un viaje, ¿hacia dónde vamos? ¿Cuál es el destino? ¿Acaso es Ítaca? Somos viajeros, caminantes; pero nos resistimos a caminar sin una meta, a caminar por caminar, y por eso todos nos hemos fijado una Ítaca en nuestra mente, y llegar allí es nuestra vocación. Cada uno de nosotros es un Ulises. Para nosotros, como para el héroe griego, Ítaca lo es todo. Por ella, desoímos las promesas de Calipso, no cedimos a los encantos del cuerpo joven de Nausícaa y arrostramos con entereza los peligros en la cueva del Cíclope. Y todo porque creemos –nos lo han hecho creer– que cuando arribemos a esa isla hallaremos el reposo y el descanso. La dicha. En Ítaca la tierra mana leche y miel. En ella, nos espera Penélope, ya madura, quizá con la piel algo ajada, pero aún bella, deseable. Nos esperará para yacer con nosotros en el tálamo. Para escuchar, extasiada, después de amarla, cuanto nosotros le contemos del viaje. Lo duro que ha sido. Lo que hemos hecho por llegar hasta aquí. A esta tierra tan rica. Por volver a verla a ella. Lo valientes que hemos sido. Nos imaginamos que, una vez en Ítaca, los días transcurrirán lentos, como si el tiempo se hubiera remansado. Transcurrirán lentos, apacibles y serenos. Será algo parecido a la eternidad.

    

 Pero esta Ítaca que llevamos en nuestra cabeza es una ilusión, una quimera, y poco o nada se parece a la Ítaca en la que, después de todo, de tantos trabajos y fatigas, de tantas renuncias, desembarcamos. Una Ítaca que podríamos encontrar árida, con más abrojos que flores, sin fuentes ni ríos, ni pozos, apenas fértil. Podría ser también que Penélope no nos estuviera esperando; aunque, si tuviéramos suerte y nos aguardara, no estará joven, ni conservará nada –ni un vestigio siquiera– de aquella lozanía que tuvo, que tanto nos turbó en su día, y acostarse a su lado tampoco será como morirse, pues no quedará fuego suficiente donde abrasarnos. Nuestro viaje le aburrirá y solo querrá que nos callemos. Lo mal que los hayamos pasado no la conmoverá. Su mirada será fría, dura, y su pensamiento estará en otra parte, lejos, vagando por otras regiones, sabe Dios cuáles.

     

Un Ítaca donde la vida no solo no se refrenará sino que correrá más rápido. Los años volarán. Eso es seguro. No todo será paz y sosiego. Pues habrá contratiempos, sinsabores, disgustos. Y penas también. No obstante, también podrían llegar alegrías nuevas y quizá algún triunfo tardío. Simplemente, las cosas sucederán como venían sucediendo. El azar es ciego, o carece de corazón, o las dos cosas. No somos nada para él.

    

 Pero sobre todo habrá desencanto, y melancolía, mucha melancolía. A la memoria vendrán los días felices que pasamos con Calipso, el cuerpo voluptuoso de Nausícaa y otras delicias con las que nos fuimos encontrando en el camino. Entonces, nos daremos cuenta de lo pronto que se va el placer, lo agradable, lo bueno. De lo efímero que es todo. Nos parecerá que lo que nos pasó es mejor que lo que nos está pasando. Que lo que nos pasará. Hasta echaremos de menos la cueva del Ciclope y el descenso que tuvimos que hacer al Hades. Y, sin duda, de alguna manera, languideceremos.

      

Sin embargo, la Ítaca de nuestra cabeza es la que nos ha traído a esta otra Ítaca que pisan nuestros pies. Sin ella no hubiéramos emprendido el camino, nos habríamos quedado en la cuneta, arrumbados por el desánimo, y aunque sabemos de sobra que es un delirio no podemos decir que todo ha sido un engaño, porque en el camino nos hemos hecho ricos, sabios y experimentados. Por eso, qué importa si a Ítaca, habiéndola imaginado rica, la hemos hallado pobre. Sí, Ítaca es un espejismo, pero debemos mantenerla fija ante la mente, pues ella nos salvará de la cordura y no dejará que acabemos como acabó Don Quijote.

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