El espíritu de la Navidad
![[Img #56646]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2021/3464__dsc5358.jpg)
Todavía no ha llegado aunque hace días que se festeja su llegada. No, no estoy hablando del emérito (el de los pocos méritos), aunque también podría encajar en la frase anterior, pero no, en este momento no me refiero él sino a la Navidad.
La Navidad está llegando y yo me preocupo porque no acabo de sentir el dulce y festivo Espíritu de la Navidad. Cada año creo que me llega más flojo, más diluido en incredulidad, en agobios, en cansancio… ¿En qué camino de la vida se me habrá quedado aquella alegría misteriosa y familiar del espíritu navideño?
Revuelvo en la memoria hasta encontrar aquel espíritu en mi espíritu,en el pasado ya muy pasado. La memoria tiene sus archivos y el tema navideñolo tiene registrado con el inicio de la tradicional cantinela de la lotería de los niños (sí sólo niños, ni niñas ni niñes) de San Idelfonso como la señal del inicio de la Navidad. Esta melodía iniciaba su canto desde temprano por la mañana y sonaba en toda la casa como un mantra o rezo de ilusión; un alegre sonido repetitivo que a través de las ondas de la radio inundaba los espíritus de la familia de alboroto y de expectación por los días festivos que venían a continuación.
Se trataba de la señal de partida, como a modo de villancico. Ahora sí, ahora ya se podía poner el belén; ya entrábamos en la Navidad. Mi madre colocaba una gran mesa en el hall de la casa (era un hall grande) y sacaba las enormes cajas de figuritas y aderezos. Después de vestir adecuadamente la mesa con sus faldones, nos poníamos a desarrollar la gran historia del nacimiento con los pastores y sus ovejas, los artesanos con sus distintos oficios, los pescadores pescando en un río de plata o en un estanque con agua de verdad, los romanos en su castillo en lo alto de la montaña, los Reyes Magos viniendo desde lejos (y cada cierto tiempo se les acercaba un poco más al portal, hasta el día 5), las cosechas de verdad (plantábamos lentejas que regábamos con mimo e íbamos viendo con entusiasmo como crecían cada día hasta hacerse bien alta la verdeplantación, algo que nos parecía mágico); un cielo azul estrellado, y por supuesto la estrella de los Reyes guiándoles; y los caminos que estaban hechos con tierra y los campos con musgo que íbamos a buscar al campo. Con todos estos ingredientes creábamos una verdadera historia épica y dinámica. Con qué gran espíritu navideño montábamos cada año la familia el belén.
Tenía mucha más importancia el belén que el árbol. Todos los años nos llevaban nuestros padres a la Plaza Mayor (pongamos que hablo de Madrid) para que cada uno eligiéramos una figura nueva. Yo recuerdo que era mío el castillo de Herodes, el pastor con el pez pescado colgando de la caña, alguno de los pastores calentándose alrededor del fuego (una escena que sucedía a medio camino entre el castillo de Herodes y el portal de Belén), una lavandera lavando su ropa en el río en la correspondiente tabla de madera y un leñador acarreando leña en un carrito tirado por una mula… Como éramos nueve hermanos y cada uno elegía su figura el elenco del nacimiento era enorme, crecía y crecía cada año.
Con qué ilusión acogíamos aquella salida a la Plaza Mayor, de noche, toda iluminada de Navidad, con tantos puestos llenos de figuritas; y también había muchos puestos con cosas de broma, abundaban las ‘cagurrucias’ de cartón, que siempre nos hacían mucha gracia, las bombas fétidas, los dedos vendados de mentira que tenían una perilla para soltar un chorro de agua a quien se acercara para condolerse por la herida, unos almohadones que los ponías de extranjis en la silla de alguno a la hora de comer y les alternaba mucho frío con mucho calor, o hacía sonidos sospechosos… A mi madre le encantaban las bromas y celebrábamos el día de los Santos Inocentes con muchas inocentadas. Así que también renovábamos artilugios bromísticos en aquella salida anual a la Plaza Mayor que se remataba con el clásico bocadillo de calamares. Qué ilusionante aquel Espíritu Navideño. Y, después, un paseo en choche por las calles de Madrid para ver la iluminación de la ciudad.
La Noche Buena se celebraba con gran entusiasmo y empaque. El árbol de navidad tenía su esquina en el comedor. Una gran mesa, bien adornada, donde cenábamos los once más algún amigo o allegado de alguien que andaba solitario. Mi madre nunca tenía pereza para acoger a nuestros amigos o a quien fuera, siempre había espacio y comida. Eso sí, era absolutamente guardiana de la tradición de las fiestas tanto en el vestir (elegantemente) como en el menú. Por Noche Buena, a parte de los aperitivos, ponía un consomé de entrada, luego los mariscos: langostinos, ostras percebes…, después una riquísima merluza rellena, luego cordero asado acompañado de ensalada de escarola con granada, y por último una macedonia de frutas y los dulces y turrones. Debajo de la servilleta siempre encontrábamos alguna sorpresa, un regalito curioso.
Después de brindar con cava (que entonces se le podía llamar champán) cantábamos los villancicos con panderetas y zambombas frente al Belén; aquello de “esta noche es Noche Buena y mañana Navidad…” entre otros muchos. Armábamos una buena. Era una velada muy alegre y festiva. En Noche Vieja era otro menú, el plato fuerte de esta noche era un pavo relleno. Qué tiempos tan felices y qué Espíritu de la Navidad tan entusiasta. Yo seguí participando ya de casada y con mis hijos de estas maravillosas noches hasta que desapareció mi madre.
Al día siguiente de tanto villancico, el día de Navidad, mi madre organizaba la comida navideña para su familia, que aparte de la propia, sus nueve hijos, consistía en sus dos hermanos, uno con seis hijos y otro sin hijos. Los tres hermanos Gullón. La comida la resolvía mi madre. Desde mi perspectiva actual, después de la noche anterior, no comprendo como tenía ganas y fuerzas para organizar todo aquello, pero lo hacía de buena gana, con gran Espíritu Navideño. Tenía que preparar aperitivos, comida, mesas y toda la parafernalia para 21 personas. Lo hacía. Era una tradición.
Y también era una tradición la existencia de una especie de competencia de calidad en los postres entre mi tía Maravillas y mi madre. Una hacía una mus de chocolate deliciosa y la otra unas natillas buenísimas. Se alababan mutuamente pero no consiguieron nunca obtener la receta la una de la otra. Después de una comida copiosa se jugaba a juegos de mesa hasta media tarde en que llegaba la hora de hacer el recorrido (siempre en el mismo orden) por las casas de los familiares de mayor edad para desearles la felicidad de la Navidad. Íbamos toda la familia en pleno, los once, y alternábamos el recorrido con los primos, la familia Gullón, que eran ocho, para no coincidir todos en la misma casa; cuando a veces ocurría era la gran invasión, y ahora pienso que al pobre familiar le debíamos dejar aturdido. Había parientes a los que los niños sólo veíamos ese día, por lo que formaban parte, y siguen formando parte en nuestra evocación de aquel entrañable Espíritu de la Navidad.
A pesar de estos y otros muchos gratísimos recuerdos no lo consigo. No consigo sentir aquel confortable y placentero espíritu. Entiendo que son otros tiempos pero es que no me llega ni la mitad, ni una cuarta parte de aquel soplo de dicha. Será porque su lugar en mi corazón está ocupado por una permanente y persistente inmensa tristeza provocada por el desazonador asombro ante el funcionamiento del orden mundial.
Creo que mi corazón está lleno. Veo el aeropuerto de Kabul abarrotado de gente corriendo con pavor detrás, a lado y encima de los aviones que van de salida para poder abandonar su querido país dejando atrás todo su pasado por el terror a unos cuantos locos que se han apropiado del poder; veo a niños desnutridos muriéndose de hambre en unos países mientras se tiran a la basura cantidades inmensas de productos alimentarios en otros para mantener los precios del mercado; veo los extensos campos de refugiados en Oriente Medio donde malviven infinidad de personas que tan sólo desean que las dejen vivir ; veo países existiendo en la pobreza mientras otros se están llevando su riqueza; veo como vemos pateras llenas de personas hundiéndose en el Mediterráneo como si observáramos un reality show…
Veo, leo y siento que la ambición es ahora el lema vital del mundo, y no el amor, y que en los corazones apenas queda espacio para el afecto, la paz, la fraternidad, la ternura, la empatía y la equidad; es decir los ingredientes básicos del Espíritu de la Navidad. Demasiados sentimientos para hacerse hueco en un corazón ocupado por mucha amargura como es el mío ¿Por dónde se podría colar ese maravilloso espíritu?
Pues, un poquito del Espíritu de la Navidad se me ha colado por alguna ranura y me ha alentado a hacer una mínima contribución con la estética pertinente. Con un pequeño esfuerzo invado la casa de velas rojas, muchas, muchas velas rojas; manteles verdes y velas rojas, hojas verdes y flores rojas. Algo hace. Parece que algo anima.
Mi deseo profundo es que mis nietos, y todos los nietos de todos los abuelos, pudieran guardar en su memoria un cierto aroma de aquel espíritu navideño tan familiar, amoroso y positivo, y no se quedaran tan sólo con una Navidad colmada de luces. Que la resonancia navideña no consistiera solamente en las miles de bombillas del adorno de las ciudades que cada año son más abundantes y más duraderas (un sistema, quizás eficaz, para que las muchas luces deslumbren y oculten las demasiadas negruras), sino también en un sentimiento de armonía, de cordialidad, aprecios, hospitalidad, empatía y honestidad. Sea, un poquito del verdadero Espíritu de la Navidad a pesar de todo. Que no se pierda.
O témpora o mores
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Todavía no ha llegado aunque hace días que se festeja su llegada. No, no estoy hablando del emérito (el de los pocos méritos), aunque también podría encajar en la frase anterior, pero no, en este momento no me refiero él sino a la Navidad.
La Navidad está llegando y yo me preocupo porque no acabo de sentir el dulce y festivo Espíritu de la Navidad. Cada año creo que me llega más flojo, más diluido en incredulidad, en agobios, en cansancio… ¿En qué camino de la vida se me habrá quedado aquella alegría misteriosa y familiar del espíritu navideño?
Revuelvo en la memoria hasta encontrar aquel espíritu en mi espíritu,en el pasado ya muy pasado. La memoria tiene sus archivos y el tema navideñolo tiene registrado con el inicio de la tradicional cantinela de la lotería de los niños (sí sólo niños, ni niñas ni niñes) de San Idelfonso como la señal del inicio de la Navidad. Esta melodía iniciaba su canto desde temprano por la mañana y sonaba en toda la casa como un mantra o rezo de ilusión; un alegre sonido repetitivo que a través de las ondas de la radio inundaba los espíritus de la familia de alboroto y de expectación por los días festivos que venían a continuación.
Se trataba de la señal de partida, como a modo de villancico. Ahora sí, ahora ya se podía poner el belén; ya entrábamos en la Navidad. Mi madre colocaba una gran mesa en el hall de la casa (era un hall grande) y sacaba las enormes cajas de figuritas y aderezos. Después de vestir adecuadamente la mesa con sus faldones, nos poníamos a desarrollar la gran historia del nacimiento con los pastores y sus ovejas, los artesanos con sus distintos oficios, los pescadores pescando en un río de plata o en un estanque con agua de verdad, los romanos en su castillo en lo alto de la montaña, los Reyes Magos viniendo desde lejos (y cada cierto tiempo se les acercaba un poco más al portal, hasta el día 5), las cosechas de verdad (plantábamos lentejas que regábamos con mimo e íbamos viendo con entusiasmo como crecían cada día hasta hacerse bien alta la verdeplantación, algo que nos parecía mágico); un cielo azul estrellado, y por supuesto la estrella de los Reyes guiándoles; y los caminos que estaban hechos con tierra y los campos con musgo que íbamos a buscar al campo. Con todos estos ingredientes creábamos una verdadera historia épica y dinámica. Con qué gran espíritu navideño montábamos cada año la familia el belén.
Tenía mucha más importancia el belén que el árbol. Todos los años nos llevaban nuestros padres a la Plaza Mayor (pongamos que hablo de Madrid) para que cada uno eligiéramos una figura nueva. Yo recuerdo que era mío el castillo de Herodes, el pastor con el pez pescado colgando de la caña, alguno de los pastores calentándose alrededor del fuego (una escena que sucedía a medio camino entre el castillo de Herodes y el portal de Belén), una lavandera lavando su ropa en el río en la correspondiente tabla de madera y un leñador acarreando leña en un carrito tirado por una mula… Como éramos nueve hermanos y cada uno elegía su figura el elenco del nacimiento era enorme, crecía y crecía cada año.
Con qué ilusión acogíamos aquella salida a la Plaza Mayor, de noche, toda iluminada de Navidad, con tantos puestos llenos de figuritas; y también había muchos puestos con cosas de broma, abundaban las ‘cagurrucias’ de cartón, que siempre nos hacían mucha gracia, las bombas fétidas, los dedos vendados de mentira que tenían una perilla para soltar un chorro de agua a quien se acercara para condolerse por la herida, unos almohadones que los ponías de extranjis en la silla de alguno a la hora de comer y les alternaba mucho frío con mucho calor, o hacía sonidos sospechosos… A mi madre le encantaban las bromas y celebrábamos el día de los Santos Inocentes con muchas inocentadas. Así que también renovábamos artilugios bromísticos en aquella salida anual a la Plaza Mayor que se remataba con el clásico bocadillo de calamares. Qué ilusionante aquel Espíritu Navideño. Y, después, un paseo en choche por las calles de Madrid para ver la iluminación de la ciudad.
La Noche Buena se celebraba con gran entusiasmo y empaque. El árbol de navidad tenía su esquina en el comedor. Una gran mesa, bien adornada, donde cenábamos los once más algún amigo o allegado de alguien que andaba solitario. Mi madre nunca tenía pereza para acoger a nuestros amigos o a quien fuera, siempre había espacio y comida. Eso sí, era absolutamente guardiana de la tradición de las fiestas tanto en el vestir (elegantemente) como en el menú. Por Noche Buena, a parte de los aperitivos, ponía un consomé de entrada, luego los mariscos: langostinos, ostras percebes…, después una riquísima merluza rellena, luego cordero asado acompañado de ensalada de escarola con granada, y por último una macedonia de frutas y los dulces y turrones. Debajo de la servilleta siempre encontrábamos alguna sorpresa, un regalito curioso.
Después de brindar con cava (que entonces se le podía llamar champán) cantábamos los villancicos con panderetas y zambombas frente al Belén; aquello de “esta noche es Noche Buena y mañana Navidad…” entre otros muchos. Armábamos una buena. Era una velada muy alegre y festiva. En Noche Vieja era otro menú, el plato fuerte de esta noche era un pavo relleno. Qué tiempos tan felices y qué Espíritu de la Navidad tan entusiasta. Yo seguí participando ya de casada y con mis hijos de estas maravillosas noches hasta que desapareció mi madre.
Al día siguiente de tanto villancico, el día de Navidad, mi madre organizaba la comida navideña para su familia, que aparte de la propia, sus nueve hijos, consistía en sus dos hermanos, uno con seis hijos y otro sin hijos. Los tres hermanos Gullón. La comida la resolvía mi madre. Desde mi perspectiva actual, después de la noche anterior, no comprendo como tenía ganas y fuerzas para organizar todo aquello, pero lo hacía de buena gana, con gran Espíritu Navideño. Tenía que preparar aperitivos, comida, mesas y toda la parafernalia para 21 personas. Lo hacía. Era una tradición.
Y también era una tradición la existencia de una especie de competencia de calidad en los postres entre mi tía Maravillas y mi madre. Una hacía una mus de chocolate deliciosa y la otra unas natillas buenísimas. Se alababan mutuamente pero no consiguieron nunca obtener la receta la una de la otra. Después de una comida copiosa se jugaba a juegos de mesa hasta media tarde en que llegaba la hora de hacer el recorrido (siempre en el mismo orden) por las casas de los familiares de mayor edad para desearles la felicidad de la Navidad. Íbamos toda la familia en pleno, los once, y alternábamos el recorrido con los primos, la familia Gullón, que eran ocho, para no coincidir todos en la misma casa; cuando a veces ocurría era la gran invasión, y ahora pienso que al pobre familiar le debíamos dejar aturdido. Había parientes a los que los niños sólo veíamos ese día, por lo que formaban parte, y siguen formando parte en nuestra evocación de aquel entrañable Espíritu de la Navidad.
A pesar de estos y otros muchos gratísimos recuerdos no lo consigo. No consigo sentir aquel confortable y placentero espíritu. Entiendo que son otros tiempos pero es que no me llega ni la mitad, ni una cuarta parte de aquel soplo de dicha. Será porque su lugar en mi corazón está ocupado por una permanente y persistente inmensa tristeza provocada por el desazonador asombro ante el funcionamiento del orden mundial.
Creo que mi corazón está lleno. Veo el aeropuerto de Kabul abarrotado de gente corriendo con pavor detrás, a lado y encima de los aviones que van de salida para poder abandonar su querido país dejando atrás todo su pasado por el terror a unos cuantos locos que se han apropiado del poder; veo a niños desnutridos muriéndose de hambre en unos países mientras se tiran a la basura cantidades inmensas de productos alimentarios en otros para mantener los precios del mercado; veo los extensos campos de refugiados en Oriente Medio donde malviven infinidad de personas que tan sólo desean que las dejen vivir ; veo países existiendo en la pobreza mientras otros se están llevando su riqueza; veo como vemos pateras llenas de personas hundiéndose en el Mediterráneo como si observáramos un reality show…
Veo, leo y siento que la ambición es ahora el lema vital del mundo, y no el amor, y que en los corazones apenas queda espacio para el afecto, la paz, la fraternidad, la ternura, la empatía y la equidad; es decir los ingredientes básicos del Espíritu de la Navidad. Demasiados sentimientos para hacerse hueco en un corazón ocupado por mucha amargura como es el mío ¿Por dónde se podría colar ese maravilloso espíritu?
Pues, un poquito del Espíritu de la Navidad se me ha colado por alguna ranura y me ha alentado a hacer una mínima contribución con la estética pertinente. Con un pequeño esfuerzo invado la casa de velas rojas, muchas, muchas velas rojas; manteles verdes y velas rojas, hojas verdes y flores rojas. Algo hace. Parece que algo anima.
Mi deseo profundo es que mis nietos, y todos los nietos de todos los abuelos, pudieran guardar en su memoria un cierto aroma de aquel espíritu navideño tan familiar, amoroso y positivo, y no se quedaran tan sólo con una Navidad colmada de luces. Que la resonancia navideña no consistiera solamente en las miles de bombillas del adorno de las ciudades que cada año son más abundantes y más duraderas (un sistema, quizás eficaz, para que las muchas luces deslumbren y oculten las demasiadas negruras), sino también en un sentimiento de armonía, de cordialidad, aprecios, hospitalidad, empatía y honestidad. Sea, un poquito del verdadero Espíritu de la Navidad a pesar de todo. Que no se pierda.
O témpora o mores






