Sol Gómez Arteaga
Sábado, 25 de Diciembre de 2021

El mar

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“Pero lo nuestro es pasar

pasar haciendo caminos

caminos sobre la mar”.

            Antonio Machado

 

Vi el mar por primera vez cuando tenía doce años. Fue en Asturias, Cantábrico, con motivo de la boda de mi tío materno y padrino. Para los que somos de interior (para los que no supongo que también) la visión del azul cambiante, el sonido tranquilizador de las olas, el olor a algas y peces, el sabor salado, la humedad que impregna la piel, resultan experiencias sensoriales inigualables. Lo comparo a la estupefacción del niño del cuentín de Eduardo Galeano que, conducido por el padre a ver el mar, tras quedarse “mudo de asombro”, le dice a éste: “Ayúdame a mirar”.

 

De aquel viaje entre infantil y adolescente, traje una caracola grande que reposó durante años en el aparador de mi dormitorio -hoy “habitación donde no se duerme”-, bajo un pañito de ganchillo que hizo mi madre. Muchas veces la acercaba al oído y retornaba el recuerdo primigenio de la sorpresa ante el estallido de las olas contra las rocas, el azul, la humedad, las algas.

 

Siempre que tengo un dolor psíquico voy al mar. Aunque a veces voy al mar por simple placer y necesidad de disfrute. Es en la cala de Portiello donde el mar y yo conversamos en silencio. Voy cargada con un fardelillo de asuntos que quiero tratar con él y, uno a uno, los voy sacando. Dicen que el mar devuelve lo que le echas, y es verdad, pues atento a mis cuitas y pesares, me da consejos, razones, argumentos, me ayuda a ordenarme, a entenderme. Me ha dicho el mar cosas del tipo “Hay que aceptar lo inaceptable” y yo entonces voy y acepto lo inaceptable, y también me ha dicho “Somos hijos de nuestro tiempo” y acabo por comprender que aquellos a los que más quisimos, que un día se fueron, vivieron su vida, compartida con nosotros durante un tiempo. Entonces dejo ir. Suelto. Y al soltar sano un poco.

 

El mar en psicoanálisis representa a la madre, y como madre arrulla, cobija, arropa, abraza, nos sostiene en su seno azul de sístoles y diástoles. ‘Martria’ se le podría llamar a ese mecer incesante.

 

¿Es el mar o es la mar? Para los de tierra adentro, como yo, el mar es masculino. Para los pescadores y gentes de la costa, femenino. Para unos y otros, singular, propio. Creo que cada uno de nosotros llevamos un mar dentro, que guarda relación con esa experiencia original que sentimos al acercamos por primera vez a él, como ese primer amor que nos sedujo y que se quedó ya siempre a nuestro lado. ¿A quién de entre los mortales no le gusta el mar?

 

Yendo un día en autobús, unos viajeros en el asiento de atrás conversaban acerca del mar y la montaña. Comparaban uno y otra. Señalaban sus preferencias. Pensando sobre ello me di cuenta de que para mí no era una cuestión de paisaje, sino de perspectiva. Yo me decanto,  como decía el poema de Silvia Pratt, por lo horizontal. Y me gusta tanto el mar de agua como ese otro mar que es la tierra llana en la que he nacido, roja cuando el campo está preñado de amapolas, verde cuando nacen las espigas, amarilla cuando florece la colza o se agosta el cereal.

 

Hace tiempo que no voy al mar. No hablo con él ni piso la arena o las olas me hacen estremecer con su friura. Y le echo de menos. Asomada a la baranda de la imaginación le invoco. Más allá de las sombras traspasadas por la luz del mediodía, diviso a los bañistas que disfrutan en su orilla y a nosotros, bañistas de pedernal, nos veo -como antaño- aferrados a la tabla verde, ignorantes de la finitud de la vida y felices. Acaso la vida de verdad consista en vivir ignorando la muerte, me digo. Y al mar, a la mar, a pocos días de un año que termina, me entrego.

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