ÚLTIMA NAVIDAD PANDÉMICA
Con más firmeza que el tiempo
![[Img #56762]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2021/6296__dsc2620.jpg)
Es tuya. Habló.
Sonreía.
Yo también sonreía.
Finalizaba el verano cuando todo empezó.
Nos acostumbramos, sin pretenderlo, a la contemplación silenciosa del regalo. Cómplices.
Asiéndola con fuerza, la alzó por entre los aperos de labranza del portal, atravesando los rayos de luz que filtraba un viejo saco roído, al que le quebrara por momentos su deshacerse de polvo en lo oscuro, y la trajo ante mí. Juntos, la apoyamos sobre el muro de tierra ignorando que este se iba desmoronando de sol día a día.
La dejamos ahí y sin mediar palabra nos sentamos a mirarla. Repasamos el azul del metal, intacto, firme en su impecable manera de conservar lo vivido. A nadie, en la casa, le importó lo que hacíamos. Nos manteníamos callados observándola ajenos a todo en aquel corral abierto transitado de familia. De cuando en cuando, con algún gesto, algún cambio de postura, rompíamos el silencio, sin mediar palabra.
Yo me veía aprendiendo a montarla forzando a las piernas-niña a crecer hasta esquivar toda aquella altura que imponía la barra o , ya con las piernas crecidas lo suficiente para salvar el vértigo, cediéndole calor al manillar de metal con mis manos menudas y siempre frías. Él, creo yo, por la manera de mirar, se veía pedaleando con vigor por los caminos. Extrañando aquella fuerza que aventaba el polvo y que había cedido a los años. A sus ojos asomaba el rostro amable del amor, feliz, como única confesión de la memoria. Ladeaba la cabeza, en ocasiones, como cuando me contaba de aquella borrachera y los piojos en plena batalla de Brunete. Yo no necesitaba saber más. Así me gustaba. Así lo quería. Ensimismados no le dimos importancia al pequeño brote de peral que se abría paso, con más firmeza que el tiempo, en paralelo a la rueda trasera.
El corral cada día más en sombra y el frío nos metió en la casa. La dejamos allí con el celo de no perturbar lo nuestro. No era dejadez. No era olvido.
Para el invierno las instrucciones de la vida eran otras. El tiempo pasaba a dividirse entonces en no abrir, cerrar o arrimar la puerta. Nunca se trancaba. Se permitía el transcurrir como se quisiera a condición de no dejar entrar el frío o marchar el calor de nuestras voces. Él se encargaba de la lumbre.
Ocupado en atesorar con celo el bienestar familiar no reparó en que el árbol crecía ya por entre los radios de la rueda. Cuando lo descubrí se llenaban de hojas nuevas los chopos y el río rugía bravo con el agua del deshielo. Era primavera y aquel peral crecía mucho más rápido que yo. El grosor del tronco deformaba el metal curvándolo en exceso y la rueda parecía haberse acomodado e incluso haber echado raíces como abrazos. Nos quedamos en pie mirándolo y comprendimos, sin mediar, palabra, que así sería.
Sonreímos.
Volvió el calor y con él los ratos juntos sentados contemplando como escena de un cuadro la tierra que cedía en altura y el frutal creciendo sin reparo alguno, cediendo umbría a aquel rincón creado. El corral fue de nuevo el lugar abierto a la vida y un familiar en tránsito nos gastó alguna broma a lo que nosotros, despreocupados, rompiendo el silencio, cambiamos de postura. Él se quitó la boina y la posó en una de sus rodillas. Qué distinto era sin ella. Qué cabecita tan blanca. Lo vi más pequeño, entonces. Más cansado. Rápidamente lo ignoré. Preferí desconocer cómo el tiempo jugaba con nuestras alturas y nos deformaba las sombras, continué junto a él disfrutando del regalo.
Con la piel del sillín acartonada y el neumático de las ruedas resquebrajado, llegó la Navidad y a él lo atrapó el frio. No pudo ver cómo la nieve se apropiaba de la rigidez de los pedales, cómo le redondeaba la ausencia. Cuánto dolía el invierno sin su lumbre. Cómo mis piernas eran tan largas ahora como todo aquel azul de metal y abismo.
Empezaba el invierno cuando todo acabó.
Uno de los familiares en tránsito, ajeno a todo, entró en la casa y trancó la puerta. Sin instrucciones para esto nos quedamos desconcertados, aturdidos, sin saber cómo nos había llegado el frío, sin saber cómo devolverle el calor sin lumbre a nuestras voces. Él, desde el interior, sonreía arrojando también lo que crecía al cemento cómplice.
Urgía atesorar lo legado. Es mía. Hablé.
Es tuya. Habló.
Sonreía.
Yo también sonreía.
Finalizaba el verano cuando todo empezó.
Nos acostumbramos, sin pretenderlo, a la contemplación silenciosa del regalo. Cómplices.
Asiéndola con fuerza, la alzó por entre los aperos de labranza del portal, atravesando los rayos de luz que filtraba un viejo saco roído, al que le quebrara por momentos su deshacerse de polvo en lo oscuro, y la trajo ante mí. Juntos, la apoyamos sobre el muro de tierra ignorando que este se iba desmoronando de sol día a día.
La dejamos ahí y sin mediar palabra nos sentamos a mirarla. Repasamos el azul del metal, intacto, firme en su impecable manera de conservar lo vivido. A nadie, en la casa, le importó lo que hacíamos. Nos manteníamos callados observándola ajenos a todo en aquel corral abierto transitado de familia. De cuando en cuando, con algún gesto, algún cambio de postura, rompíamos el silencio, sin mediar palabra.
Yo me veía aprendiendo a montarla forzando a las piernas-niña a crecer hasta esquivar toda aquella altura que imponía la barra o , ya con las piernas crecidas lo suficiente para salvar el vértigo, cediéndole calor al manillar de metal con mis manos menudas y siempre frías. Él, creo yo, por la manera de mirar, se veía pedaleando con vigor por los caminos. Extrañando aquella fuerza que aventaba el polvo y que había cedido a los años. A sus ojos asomaba el rostro amable del amor, feliz, como única confesión de la memoria. Ladeaba la cabeza, en ocasiones, como cuando me contaba de aquella borrachera y los piojos en plena batalla de Brunete. Yo no necesitaba saber más. Así me gustaba. Así lo quería. Ensimismados no le dimos importancia al pequeño brote de peral que se abría paso, con más firmeza que el tiempo, en paralelo a la rueda trasera.
El corral cada día más en sombra y el frío nos metió en la casa. La dejamos allí con el celo de no perturbar lo nuestro. No era dejadez. No era olvido.
Para el invierno las instrucciones de la vida eran otras. El tiempo pasaba a dividirse entonces en no abrir, cerrar o arrimar la puerta. Nunca se trancaba. Se permitía el transcurrir como se quisiera a condición de no dejar entrar el frío o marchar el calor de nuestras voces. Él se encargaba de la lumbre.
Ocupado en atesorar con celo el bienestar familiar no reparó en que el árbol crecía ya por entre los radios de la rueda. Cuando lo descubrí se llenaban de hojas nuevas los chopos y el río rugía bravo con el agua del deshielo. Era primavera y aquel peral crecía mucho más rápido que yo. El grosor del tronco deformaba el metal curvándolo en exceso y la rueda parecía haberse acomodado e incluso haber echado raíces como abrazos. Nos quedamos en pie mirándolo y comprendimos, sin mediar, palabra, que así sería.
Sonreímos.
Volvió el calor y con él los ratos juntos sentados contemplando como escena de un cuadro la tierra que cedía en altura y el frutal creciendo sin reparo alguno, cediendo umbría a aquel rincón creado. El corral fue de nuevo el lugar abierto a la vida y un familiar en tránsito nos gastó alguna broma a lo que nosotros, despreocupados, rompiendo el silencio, cambiamos de postura. Él se quitó la boina y la posó en una de sus rodillas. Qué distinto era sin ella. Qué cabecita tan blanca. Lo vi más pequeño, entonces. Más cansado. Rápidamente lo ignoré. Preferí desconocer cómo el tiempo jugaba con nuestras alturas y nos deformaba las sombras, continué junto a él disfrutando del regalo.
Con la piel del sillín acartonada y el neumático de las ruedas resquebrajado, llegó la Navidad y a él lo atrapó el frio. No pudo ver cómo la nieve se apropiaba de la rigidez de los pedales, cómo le redondeaba la ausencia. Cuánto dolía el invierno sin su lumbre. Cómo mis piernas eran tan largas ahora como todo aquel azul de metal y abismo.
Empezaba el invierno cuando todo acabó.
Uno de los familiares en tránsito, ajeno a todo, entró en la casa y trancó la puerta. Sin instrucciones para esto nos quedamos desconcertados, aturdidos, sin saber cómo nos había llegado el frío, sin saber cómo devolverle el calor sin lumbre a nuestras voces. Él, desde el interior, sonreía arrojando también lo que crecía al cemento cómplice.
Urgía atesorar lo legado. Es mía. Hablé.