Eva
![[Img #56820]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2022/6211_dsc_0205.jpg)
“Esta noche recordé tus besos,
suaves, profundos, llenos de sentimiento.
Esta noche te odié por ello,
dejaste escapar todo lo nuestro.”
(Carlos J. Valencia Sar)
La conocí en Navidad. Me la presentó un amigo. Fue en la discoteca. Antes era así. Se llamaba Eva. Entonces, me pareció un nombre más, hoy me parece un nombre bonito. Un nombre corto, que se pronuncia fácil. Sale solo.
Eva era una morena bajita. Un poco gruesa, la verdad. Pero con un rostro muy agradable. Lo mejor, su boca. La tenía perfecta. Era un pecado. Un pecado mortal.
Hablamos. Hablamos como pudimos porque la música a veces ahogaba las palabras. A veces, para que yo pudiera escucharla, ella se me acercaba mucho, hasta rozarme la cara con su pelo, y yo percibía el olor de su piel. El perfume que se había puesto apenas una hora antes. Un aroma extraño, que me gustaba. Me gustaba también –me gustaba mucho, muchísimo– cómo hablaba. Cómo abría la boca; cómo movía los labios. Cómo volaban sus manos; cómo a menudo se posaba una mano en mi brazo. Cómo me miraba. Había en ello tanta gracia, tanta dulzura. Tanta belleza. Es increíble, pero la estoy viendo, escuchando; me llega su perfume.
Cuando se calló, mientras los puntos de colores de los psicodélicos le revoloteaban por la cara y la hacían aún más graciosa, le dije –no sé si viniendo a cuento o no, puede que no viniendo a cuento– que me gustaba la poesía. Que incluso escribía versos. Versos de amor. Ella, sorprendida, puso cara de no creérselo, y yo le prometí que un día le escribiría algo. Algo bonito solo para ella. Entonces, aunque continuaba escéptica, con más dudas quizás todavía, se sintió alagada, y yo aproveché esa debilidad para lanzarme, irreflexivo, como un necio.
Buscaba su boca; llegar a sus labios. Pretendía beberme toda su dulzura; asir sus poderosas caderas. Pecar. Condenarme. Pero ella, serena, comedida, me refrenaba. Lo hacía con ternura, sonriendo. Sus manos, ahora firmes, no me dejaban avanzar. Eran una muralla. En ningún momento la sonrisa se le iba de los labios. Como desdiciendo a las manos. Porque su sonrisa era hermosa. Hermosa y tentadora. Sí, pero no. “Tú lo que quieres es pasarte una feliz Navidad”, me espetó finalmente, también sonriendo, pero segura, sin vacilaciones.
Y no pudo ser. Después de aquella noche, ya no volví a hablar con Eva. Nunca. Así de caprichosa es la suerte. Y olvidé ese momento. Olvidé a Eva. Pero, con los años, no sé por qué, ese momento me viene a menudo a la memoria, y siempre me parece que me viene de lejos, de más allá de todo, de un mundo perdido, extraño. Del mejor de los mundos. Me viene como algo bello, dulce, bueno, y me duele. Me duele su olvido. Me duele porque no comprendo cómo entonces pude olvidar tan pronto ese momento. Cómo pude olvidar a Eva. Esa morena que no estaba mal, que una Navidad me abrió su alma. Me la abrió y yo, tonto de mí, no entré, me quedé fuera, enredado en veleidades.
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“Esta noche recordé tus besos,
suaves, profundos, llenos de sentimiento.
Esta noche te odié por ello,
dejaste escapar todo lo nuestro.”
(Carlos J. Valencia Sar)
La conocí en Navidad. Me la presentó un amigo. Fue en la discoteca. Antes era así. Se llamaba Eva. Entonces, me pareció un nombre más, hoy me parece un nombre bonito. Un nombre corto, que se pronuncia fácil. Sale solo.
Eva era una morena bajita. Un poco gruesa, la verdad. Pero con un rostro muy agradable. Lo mejor, su boca. La tenía perfecta. Era un pecado. Un pecado mortal.
Hablamos. Hablamos como pudimos porque la música a veces ahogaba las palabras. A veces, para que yo pudiera escucharla, ella se me acercaba mucho, hasta rozarme la cara con su pelo, y yo percibía el olor de su piel. El perfume que se había puesto apenas una hora antes. Un aroma extraño, que me gustaba. Me gustaba también –me gustaba mucho, muchísimo– cómo hablaba. Cómo abría la boca; cómo movía los labios. Cómo volaban sus manos; cómo a menudo se posaba una mano en mi brazo. Cómo me miraba. Había en ello tanta gracia, tanta dulzura. Tanta belleza. Es increíble, pero la estoy viendo, escuchando; me llega su perfume.
Cuando se calló, mientras los puntos de colores de los psicodélicos le revoloteaban por la cara y la hacían aún más graciosa, le dije –no sé si viniendo a cuento o no, puede que no viniendo a cuento– que me gustaba la poesía. Que incluso escribía versos. Versos de amor. Ella, sorprendida, puso cara de no creérselo, y yo le prometí que un día le escribiría algo. Algo bonito solo para ella. Entonces, aunque continuaba escéptica, con más dudas quizás todavía, se sintió alagada, y yo aproveché esa debilidad para lanzarme, irreflexivo, como un necio.
Buscaba su boca; llegar a sus labios. Pretendía beberme toda su dulzura; asir sus poderosas caderas. Pecar. Condenarme. Pero ella, serena, comedida, me refrenaba. Lo hacía con ternura, sonriendo. Sus manos, ahora firmes, no me dejaban avanzar. Eran una muralla. En ningún momento la sonrisa se le iba de los labios. Como desdiciendo a las manos. Porque su sonrisa era hermosa. Hermosa y tentadora. Sí, pero no. “Tú lo que quieres es pasarte una feliz Navidad”, me espetó finalmente, también sonriendo, pero segura, sin vacilaciones.
Y no pudo ser. Después de aquella noche, ya no volví a hablar con Eva. Nunca. Así de caprichosa es la suerte. Y olvidé ese momento. Olvidé a Eva. Pero, con los años, no sé por qué, ese momento me viene a menudo a la memoria, y siempre me parece que me viene de lejos, de más allá de todo, de un mundo perdido, extraño. Del mejor de los mundos. Me viene como algo bello, dulce, bueno, y me duele. Me duele su olvido. Me duele porque no comprendo cómo entonces pude olvidar tan pronto ese momento. Cómo pude olvidar a Eva. Esa morena que no estaba mal, que una Navidad me abrió su alma. Me la abrió y yo, tonto de mí, no entré, me quedé fuera, enredado en veleidades.






