Última Navidad pandémica
Las pupilas de Krishna
![[Img #56826]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2022/5356__dsc2822.jpg)
Nayantara había sido conducido por dos guardias reales ataviados con turbante escarlata, uniforme inmaculadamente blanco con botones dorados en la casaca y sables de empuñadura de plata a la cintura, a través de un infinito pasillo abovedado de alabastro y jade, hasta la sala del trono. Al penetrar en la estancia, sus guías se apostaron uno a cada lado de la puerta bajo el dintel y caminó en derechura sobre la alfombra que cubría el suelo, como si pisara la tupida hierba de un prado en primavera. A una distancia considerable del estrado regio hincó las rodillas y, apoyando las manos en el suelo, inclinó el cuerpo hasta tocar con la frente el mullido tapiz. La voz del joven maharajá Yudaraya llegó a sus oídos fresca y cantarina como arroyo descendiendo de la montaña:
-Yérguete y sé bienvenido a mi casa. Sígueme.
Nayantara se incorporó lentamente dando tiempo a que el rey abandonara el solio y fue tras sus pasos sin atreverse apenas a levantar la vista de las hipnóticas geometrías de mil colores que la alfombra de cachemira dibujaba. En pos del adolescente avanzó por corredores cerrados por labradas celosías hasta desembocar en una estancia decorada con primorosos estucos cromados e iluminada por los rayos oblicuos de la tarde, que penetraban filtrados por los cristales ambarinos de un ventanal orientado al oeste. En el centro, una mesa de palisandro flanqueada por diez sillones forrados de damasco y uno más en cada cabecero.
Un ayudante de cámara le invitó a tomar asiento en el extremo opuesto, frente al que ya ocupara Yudaraya, e, inmediatamente, otros dos sirvientes depositaron delante de ambos sendas tazas de té de rosas blancas de las que solo crecen en las altas montañas del norte, así como dos bandejitas de traslúcida porcelana colmadas de melindres, cuyos aromas y colores atraían tal cual atraen los pétalos de las flores a las abejas.
De nuevo Yudaraya hizo oír su juvenil y regia voz:
-Te agradezco de corazón que hayas venido hasta mi palacio desde tu lejana tierra. Te he convocado y solicitado tus servicios porque mis sabios me informaron de que eres el mejor cortador de diamantes de los mil reinos, y el encargo que quiero hacerte solo lo puede realizar el mejor de los de tu oficio, pues se trata de una cuestión de vida o muerte, y de tu pericia y habilidad depende que la balanza se incline en uno u otro sentido.
Nayantara, expectante y abrumado, cuando vio que el maharajá guardaba silencio como esperando respuesta, solo pudo decir:
-Mi señor, tu siervo está a tu disposición, pero no cree hallarse a la altura de tal responsabilidad; son muy pequeñas sus manos y débiles sus hombros para soportar semejante carga.
-La responsabilidad es enteramente mía e, independientemente del resultado de tu trabajo, serás generosamente recompensado —puntualizó Yudaraya.
-Intentaré satisfacer los deseos de mi señor y prometo poner a su servicio mi cuerpo y mi alma —contestó un azorado Nayantara.
En ese preciso momento, como respondiendo a una orden no emitida, un edecán de pecho rutilante de condecoraciones emergió al salón a través de una cortina de terciopelo rojo portando un cofrecito de sándalo taraceado con diminutas incrustaciones de marfil, que colocó frente al orfebre, abriendo con una llavecita de oro la tapadera. Ante los ojos asombrados de Nayantara se desplegó un abanico de cegadores destellos azulados reflejados por la piedra que dormía en el interior de la caja. Jamás en sus largos años de lapidario había visto una gema que se pareciera, ni de lejos, a la que tenía el privilegio de contemplar.
-Esta es la razón de solicitar tus servicios, tu ayuda —aclaró el maharajá. Y prosiguió:
-No existe otra piedra preciosa semejante en todo el orbe. Son dos lágrimas derramadas por Brahma, el hacedor del universo, unidas indisolublemente, hasta que el amor y los buenos oficios del mejor tallador obren el milagro de separarlas, para que se conviertan en las pupilas de Krishna, como fue bautizada por el rey de Ratna Dweepa, quien, en agradecimiento por su liberación, se la regaló a mi lejano antepasado. Obsérvala con detenimiento y dime qué ven tus ojos de experto.
Nayantara tomó la joya en sus manos con delicadeza —dos conos unidos por una garganta, que mantenía sobre ambas palmas ocupándolas por completo, de un vivo cristal azulado— y la hizo girar lentamente, de manera que la luz de la tarde incidiera sobre sus ciento dieciséis caras refractándola y multiplicándola en todas direcciones. Con el estupor cincelado en el rostro, tras unos largos minutos de minuciosa inspección, al fin, pudo articular:
-Es imposible que exista algo similar en el mundo entero. A simple vista, no he podido atisbar la más mínima impureza, la talla y pulido son perfectos y el tamaño sobrepasa todo lo imaginado por cualquier mente dada a la ensoñación. Pero no comprendo, mi señor, por qué me has llamado cuando tus joyeros podrían perfectamente seccionarla. He visto otras piezas geminadas y escindido alguna; con paciencia, pues es un procedimiento lento, con la sierra adecuada y polvo de diamante, en cuestión de una jornada estaría concluido el trabajo.
-Hay algo que aún no te he revelado —explicó Yudaraya. Comprenderás que si después de siglos y siglos perteneciendo al tesoro familiar no ha sido cortado es porque la tarea implica un alto riesgo. El valor de Las pupilas de Krishna no reside en el diamante, sino en la profecía que lo acompaña. Por eso nadie se ha atrevido a dividirlo. Yo lo haré. Mejor dicho, lo harás tú. Es mi deber. Es nuestro deber para con el reino y la humanidad. No puede ser aserrado porque no puede perder un ápice de su peso, tendrás que romperlo con la cuchilla, y ambas partes deben ser exactamente iguales; de otro modo, la profecía no se cumpliría.
El rey hizo un silencio para escuchar la trémula voz del orfebre:
-Pero… corremos el riesgo de que la pieza resulte hecha añicos.
-Es cierto, arguyó el maharajá, mas estamos obligados a intentarlo. Si lo conseguimos, la Tierra entera disfrutará de mil años de paz, justicia, prosperidad, salud y dicha. Si fracasamos, estamos abocados a un futuro de desolación, dolor y muerte. El aire se inficionará, los miasmas invadirán el orbe, el éter envenenado hará que las madres no puedan dar su aliento a los lactantes, ni los hijos abrazar a los padres, ni los abuelos besar a sus nietos. Nadie ha podido averiguar cuándo ocurrirá, pero sabemos a ciencia cierta que, antes o después, inevitablemente, si fallamos, sucederá. Será el adviento de tiempos oscuros, de miedo y ocultación.
-¿Y no sería mejor dejar rodar al mundo tal como gira, con sus miserias y sus breves momentos de felicidad? —terció Nayantara.
-No, el amor obrará el milagro. Para que la parte positiva de la profecía se cumpla, ambas gemas idénticas han de fundir el alma de dos seres que se quieren cuando reflejen la luz de una sobre la otra. En la próxima luna llena me desposaré con la diosa que ocupa mi corazón, la más hermosa encarnación de Deví. Sobre nuestros pechos, ese día, brillarán los ojos de Krishna. Esa es tu misión. Tienes mi favor y mi total confianza. Dispón del palacio y de todo cuanto necesites. En tus sabias manos está el futuro.
Y Yudaraya se incorporó y abandonó la sala con una sonrisa en los labios, mientras insinuaba una leve reverencia, la mano diestra sobre el corazón.
La víspera de los esponsales, tras haber dedicado días y noches a escudriñar los geométricos laberintos del alma de la gema, cuando el mazo de madera cayó sobre la cuchilla colocada en la garganta de la piedra, Nayantara no pudo oír el sonido del golpe, porque su corazón desbocado latía en sus sienes como un tambor enloquecido.
Nayantara había sido conducido por dos guardias reales ataviados con turbante escarlata, uniforme inmaculadamente blanco con botones dorados en la casaca y sables de empuñadura de plata a la cintura, a través de un infinito pasillo abovedado de alabastro y jade, hasta la sala del trono. Al penetrar en la estancia, sus guías se apostaron uno a cada lado de la puerta bajo el dintel y caminó en derechura sobre la alfombra que cubría el suelo, como si pisara la tupida hierba de un prado en primavera. A una distancia considerable del estrado regio hincó las rodillas y, apoyando las manos en el suelo, inclinó el cuerpo hasta tocar con la frente el mullido tapiz. La voz del joven maharajá Yudaraya llegó a sus oídos fresca y cantarina como arroyo descendiendo de la montaña:
-Yérguete y sé bienvenido a mi casa. Sígueme.
Nayantara se incorporó lentamente dando tiempo a que el rey abandonara el solio y fue tras sus pasos sin atreverse apenas a levantar la vista de las hipnóticas geometrías de mil colores que la alfombra de cachemira dibujaba. En pos del adolescente avanzó por corredores cerrados por labradas celosías hasta desembocar en una estancia decorada con primorosos estucos cromados e iluminada por los rayos oblicuos de la tarde, que penetraban filtrados por los cristales ambarinos de un ventanal orientado al oeste. En el centro, una mesa de palisandro flanqueada por diez sillones forrados de damasco y uno más en cada cabecero.
Un ayudante de cámara le invitó a tomar asiento en el extremo opuesto, frente al que ya ocupara Yudaraya, e, inmediatamente, otros dos sirvientes depositaron delante de ambos sendas tazas de té de rosas blancas de las que solo crecen en las altas montañas del norte, así como dos bandejitas de traslúcida porcelana colmadas de melindres, cuyos aromas y colores atraían tal cual atraen los pétalos de las flores a las abejas.
De nuevo Yudaraya hizo oír su juvenil y regia voz:
-Te agradezco de corazón que hayas venido hasta mi palacio desde tu lejana tierra. Te he convocado y solicitado tus servicios porque mis sabios me informaron de que eres el mejor cortador de diamantes de los mil reinos, y el encargo que quiero hacerte solo lo puede realizar el mejor de los de tu oficio, pues se trata de una cuestión de vida o muerte, y de tu pericia y habilidad depende que la balanza se incline en uno u otro sentido.
Nayantara, expectante y abrumado, cuando vio que el maharajá guardaba silencio como esperando respuesta, solo pudo decir:
-Mi señor, tu siervo está a tu disposición, pero no cree hallarse a la altura de tal responsabilidad; son muy pequeñas sus manos y débiles sus hombros para soportar semejante carga.
-La responsabilidad es enteramente mía e, independientemente del resultado de tu trabajo, serás generosamente recompensado —puntualizó Yudaraya.
-Intentaré satisfacer los deseos de mi señor y prometo poner a su servicio mi cuerpo y mi alma —contestó un azorado Nayantara.
En ese preciso momento, como respondiendo a una orden no emitida, un edecán de pecho rutilante de condecoraciones emergió al salón a través de una cortina de terciopelo rojo portando un cofrecito de sándalo taraceado con diminutas incrustaciones de marfil, que colocó frente al orfebre, abriendo con una llavecita de oro la tapadera. Ante los ojos asombrados de Nayantara se desplegó un abanico de cegadores destellos azulados reflejados por la piedra que dormía en el interior de la caja. Jamás en sus largos años de lapidario había visto una gema que se pareciera, ni de lejos, a la que tenía el privilegio de contemplar.
-Esta es la razón de solicitar tus servicios, tu ayuda —aclaró el maharajá. Y prosiguió:
-No existe otra piedra preciosa semejante en todo el orbe. Son dos lágrimas derramadas por Brahma, el hacedor del universo, unidas indisolublemente, hasta que el amor y los buenos oficios del mejor tallador obren el milagro de separarlas, para que se conviertan en las pupilas de Krishna, como fue bautizada por el rey de Ratna Dweepa, quien, en agradecimiento por su liberación, se la regaló a mi lejano antepasado. Obsérvala con detenimiento y dime qué ven tus ojos de experto.
Nayantara tomó la joya en sus manos con delicadeza —dos conos unidos por una garganta, que mantenía sobre ambas palmas ocupándolas por completo, de un vivo cristal azulado— y la hizo girar lentamente, de manera que la luz de la tarde incidiera sobre sus ciento dieciséis caras refractándola y multiplicándola en todas direcciones. Con el estupor cincelado en el rostro, tras unos largos minutos de minuciosa inspección, al fin, pudo articular:
-Es imposible que exista algo similar en el mundo entero. A simple vista, no he podido atisbar la más mínima impureza, la talla y pulido son perfectos y el tamaño sobrepasa todo lo imaginado por cualquier mente dada a la ensoñación. Pero no comprendo, mi señor, por qué me has llamado cuando tus joyeros podrían perfectamente seccionarla. He visto otras piezas geminadas y escindido alguna; con paciencia, pues es un procedimiento lento, con la sierra adecuada y polvo de diamante, en cuestión de una jornada estaría concluido el trabajo.
-Hay algo que aún no te he revelado —explicó Yudaraya. Comprenderás que si después de siglos y siglos perteneciendo al tesoro familiar no ha sido cortado es porque la tarea implica un alto riesgo. El valor de Las pupilas de Krishna no reside en el diamante, sino en la profecía que lo acompaña. Por eso nadie se ha atrevido a dividirlo. Yo lo haré. Mejor dicho, lo harás tú. Es mi deber. Es nuestro deber para con el reino y la humanidad. No puede ser aserrado porque no puede perder un ápice de su peso, tendrás que romperlo con la cuchilla, y ambas partes deben ser exactamente iguales; de otro modo, la profecía no se cumpliría.
El rey hizo un silencio para escuchar la trémula voz del orfebre:
-Pero… corremos el riesgo de que la pieza resulte hecha añicos.
-Es cierto, arguyó el maharajá, mas estamos obligados a intentarlo. Si lo conseguimos, la Tierra entera disfrutará de mil años de paz, justicia, prosperidad, salud y dicha. Si fracasamos, estamos abocados a un futuro de desolación, dolor y muerte. El aire se inficionará, los miasmas invadirán el orbe, el éter envenenado hará que las madres no puedan dar su aliento a los lactantes, ni los hijos abrazar a los padres, ni los abuelos besar a sus nietos. Nadie ha podido averiguar cuándo ocurrirá, pero sabemos a ciencia cierta que, antes o después, inevitablemente, si fallamos, sucederá. Será el adviento de tiempos oscuros, de miedo y ocultación.
-¿Y no sería mejor dejar rodar al mundo tal como gira, con sus miserias y sus breves momentos de felicidad? —terció Nayantara.
-No, el amor obrará el milagro. Para que la parte positiva de la profecía se cumpla, ambas gemas idénticas han de fundir el alma de dos seres que se quieren cuando reflejen la luz de una sobre la otra. En la próxima luna llena me desposaré con la diosa que ocupa mi corazón, la más hermosa encarnación de Deví. Sobre nuestros pechos, ese día, brillarán los ojos de Krishna. Esa es tu misión. Tienes mi favor y mi total confianza. Dispón del palacio y de todo cuanto necesites. En tus sabias manos está el futuro.
Y Yudaraya se incorporó y abandonó la sala con una sonrisa en los labios, mientras insinuaba una leve reverencia, la mano diestra sobre el corazón.
La víspera de los esponsales, tras haber dedicado días y noches a escudriñar los geométricos laberintos del alma de la gema, cuando el mazo de madera cayó sobre la cuchilla colocada en la garganta de la piedra, Nayantara no pudo oír el sonido del golpe, porque su corazón desbocado latía en sus sienes como un tambor enloquecido.