Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 08 de Enero de 2022

Bandoneones de luto

[Img #56876]

 

                                               

La historia aquí a narrar es la de una mujer, una argentina, una porteña, que sintió el flechazo de Astorga en una breve visita de fin de semana. No fue cualquier cosa. Asistió a la boda de su hijo con mi hija. Iba a un casamiento, como dicen allá. Los esponsales al otro lado del océano adoptan una liturgia, si se quiere más frívola, pero mucho más intensa en lo social que acá. En aquel ritual, como en todos, se citaron los sabores potentes del sacramento, aunque fuera ceremonia civil, con los epicúreos de la celebración alegre del banquete que acompaña a la culminación del enamoramiento. El peso de la historia encerrada en el ayuntamiento, nuestra casona, se aligeró con los ojos de aquella mujer, ansiosos en miradas reveladoras de un ceremonial que nunca imaginó. Maceros a la entrada y la solemnidad de un Salón de Plenos con paredes preñadas de historia, sellaron el futuro en sociedad dual de la pareja de hijos que allí se casaba. Normal del todo aquellas ojeadas, debidamente certificadas, de hechizo. 

 

Ana, tocaya de mi hija, era mujer singular. Potencia escondida en osamenta frágil. Musicalidad de tango hubo en su voz. Se dice por allá que los porteños cantan en vez de hablar. Y mucho de eso hay, porque cuando emplean la dura jerga de arrabal, lo de la lengua común evapora esa frase hecha para la educada diplomacia, pero no para el sentir de la jerga callejera, nítida en la letra de esa música que es todo desgarro.

 

Mujer de educación esmerada, burguesa. Sentaba sus reales, ni más ni menos, que en el barrio de La Recoleta. Por hacerse una idea, es como si en Madrid vivieras en el barrio de Salamanca. Pero lo mismo se hipnotizaba ante la monumentalidad de la vieja Europa, ejemplificada en la casa consistorial de una pequeña ciudad española, que ante la magnificencia suburbial de su magna urbe. No dejaba de repetirlo siempre que había ocasión, y la buscaba a conciencia: Buenos Aires es el París de Latinoamérica. No iba descaminada, ni tampoco descamisada. Entendía y podía pontificar al respecto por condicionantes de arquitecta, escenógrafa  e interiorista. Quien conoce ambas capitales da cuenta de las similitudes que las acompañan. Entre los cronistas de sus submundos; uno, en la música, Gardel; otro, en la pintura de los cafés y del can-can, Tolouse-Lautrec. Cronistas urbanos que  fabrican mitos.

 

Madre de cinco hijos varones, cinco. Se la podía suponer en una soledad de complicidades femeninas bajo el mismo techo, pero que no fue nunca solitud de amor filial. En el recuerdo agradecido siempre quedará para nosotros el cariño con que recibió a nuestra hija desplazada a Buenos Aires para ampliar estudios, y donde consolidó la relación con José, su marido en enlace con denominación de origen astorgano. Nos hizo sentirla madre adoptiva, cuando la paternidad/maternidad real estaba a diez mil kilómetros de distancia. Vaya, si no es verdad, que una lejanía física no se mide en magnitudes numéricas. Puedo afirmarlo con sufrida experiencia. Ana, mi consuegra, fue un atajo, con forma de pañuelo, que limpió muchas de nuestras lágrimas.

 

Ana estaba hecha para  esta frase de Ramón Gómez de la Serna en el ensayo sobre la interpretación del tango: en ese desperezo de lo larvado en el bañado de la ciudad, la milonga es el femenino del tango y siempre marcharán paralelos. Ana era una feminidad de gran dama en un mundo de hombres. Poseedora de un irrefrenable cosmopolitismo, solo pudo traducirlo en clave interior. Tiempos cerrados vivió para explayarlos hacia fuera. Sus hijos han recogido el testigo de auténticos ciudadanos del mundo, título que tanto deseó para ella.

 

Sí, es una historia que parece ajena al sentimiento astorgano, tan de nosotros, aunque siempre generoso en la virtud de la hospitalidad. Una bonaerense colándose de rondón por una escueta estancia de tres días, puede parecer apologético en exceso. Aseguro que a ninguna persona he visto vivir con la intensidad de Ana una estadía tan efímera en esta tierra. Paseó, dibujó, se empapó a escape libre de sentidos y sentimientos, de catedral, palacio, ayuntamiento, rincones luminosos y umbríos, paseo amurallado de horizontes casi inabarcables, con la misma ilusión de una adolescente a punto de estrenar festejo nocturno. Un pequeño lugar de la provincia de León, un arrabal de la imperial Europa, hizo sentir muy dentro de esta mujer, afincada en ciudad con poderosa filosofía de barriada, un afán indomable de curiosidad; en definitiva, de vivir.

 

Ana falleció a las puertas de esta Navidad. Sabíamos de la herida mortal del cáncer. Y eso es jugar a dados en la determinación de plazos. Quienes estuvieron junto a ella comentaron que una semana antes de expirar  seguía erre que erre en planes y proyectos, uno de ellos, una nueva visita a España, en la que apuesto, estaba Astorga. Me quedo en el recuerdo de esa clase porteña con tanto del pedigrí mundano del que está a caballo entre Europa y América. Para mí, el tango, como decía Sábato, es un pensamiento triste que se baila. No sé danzarlo. No oigo bandoneones: están de luto. Me cuelgo de la solitaria tristeza de esta música.

                                                                                                           

Eva
Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.