Paz Martínez
Sábado, 08 de Enero de 2022

Mi tío Jose

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Estas fechas que al fin terminan son una trampa emocional. Cuando estamos todos juntos no paramos de quejarnos y cuando no podemos estar, no dejamos de lamentarnos. Es la insatisfacción crónica de los tiempos de la abundancia.

 

Como he tenido mucho tiempo para estar sola, no sé muy bien por qué razón, a golpe de divagar entre recuerdos he terminado pensando en mi tío ‘Jose’. Mi tío es el marido de mi tía, hermana de mi madre y, si bien, no nos unen lazos de sangre, siento hacia él un afecto especial que no he sentido nunca por otros miembros de la familia. No es que los demás tengan nada de malo, no más que casi todas las familias que conozco, todas un poco desastrosas en cuanto rascas un poco, aunque la mía, sin duda, se lleva la palma. Yo, sin ir más lejos, soy muy poco familiar, una desapegada. Mis vínculos deben tener una evidente condición afectiva para considerarlos familia por lo que el exponente se me queda reducido a la mínima expresión, por lo menos con la de sangre. Dos o tres primos, un par de tíos, mis sobrinos… poco más. Ellos, los que son, lo saben.

 

Mi tío ‘Jose’ también lo sabe, aunque no siempre puede recordarlo. Hace unos pocos años le diagnosticaron Alzheimer. Al principio, las recomendaciones eran hacer ejercicios mentales cada día, mantener rutinas sanas y ser paciente. Creo que él siempre ha sido un hombre paciente. Siempre ha tenido claro a qué se enfrentaba, esa es la sensación que me da. No tiene reparo en hablar de ello, aunque cada vez habla menos.

 

Vive en Madrid y como cada verano vino al pueblo a pasar unas cuantas semanas. Ni siquiera le pude saludar. Al mirarle supe enseguida que no me reconocía. Para él era una desconocida y respeté aquellos días sin forzar nada, dos desconocidos que a veces se cruzaban, otras coincidían en una mesa del café y no se decían nada. Él con la mirada perdida, yo sin apenas mirarle para que no se sintiera obligado a tener que perseguir un recuerdo que de momento no iba a acudir en su ayuda.

 

Mi tía le dice muchas veces “¿No te acuerdas? ¡Pareces tonto!” No lo hace por maldad si no por falta de entendimiento. Cuando mi tío está en sus días buenos sonríe y me dice en susurros “¡Menuda es la maragata! ¡Cómo me riñe!”  Le riñe porque no acierta a abrocharse los botones de la chaqueta. Él es manso y trabajador, así que lo intenta todas las veces, pero hay días repletos de oscuridad en los que no lo consigue.

 

Volvió en otoño. Estaba frágil pero lúcido. Siempre fue un hombre delgado, pero ahora cuando lo abrazo me parece abarcarlo entero. Hablamos de cómo se siente. Me dice que se encuentra perdido y que se está acabando. Yo sé que es verdad y no le contradigo con falsas esperanzas. Tomamos café, le abro el azucarillo y le doy vueltas con la cucharilla para evitar que se le vaya a caer. Apenas se quedan un par de días en el pueblo, lo que mis primos han podido permitirse a causa del trabajo. Cuando nos despedimos el me abraza muy fuerte y llora con un silencio que me atraviesa. Yo también lloro, apretando mucho la boca, aspirando hondo para intentar que no se me escape una sola lágrima. Nos reconocemos en ese abrazo en el que los dos nos resignamos ante el inmenso abismo por el que él desciende cada día, de tanta profundidad que está cerca el tiempo en que ya no regrese. Por eso cada despedida es una despedida para siempre, aunque haya que repetirla, como si de una toma falsa se tratara, una y mil veces.

 

Antes de que nadie leyera estas líneas se las hice llegar a mis primos. Uno de ellos le leyó en voz alta a mi tío ‘Jose’. Se le iluminó la cara, sobrecogido por la emoción de sentirse protagonista, o tal vez, por el simple hecho de ser capaz de entender y de recordar en ese preciso instante.

 

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